jueves, 30 de mayo de 2019

¡Mieeerrrdaaa!






La mayor parte del tiempo mi vecino, el poeta Aranguren, es un tipo pacífico y taciturno, consagrado  a evocar el sonido de las olas de su Mar Caribe o a escuchar el rumor del viento entre las hojas y el discurrir del agua de los riachuelos en la vereda Alegrías que lo acogió a su llegada de Santa Marta.

Ya les he contado que el hombre es uno de esos sabios silvestres en vía de extinción.

Pero cuando se indigna de verdad verdad  suele bramar como un profeta del Antiguo Testamento anunciando el  fin de los tiempos.

Acaba de regresar de su tierra natal, donde fue invitado a una exposición que todavía lo tiene con náuseas.

“La tal ejpojijión era pura ñeerda. Lo juro compadde: pura ñeeerdaa!”

Y si: resulta que la muestra de arte consistía en una docena de bandejas cuyo contenido eran excrementos humanos de todas las texturas y colores.

Desde el verde limón, pasando por el marrón, hasta alcanzar el más puro azabache.

“¿Me puedej ejplicad tu qué ej ejo?”  Gritó con aire de pastor desesperado ante la incredulidad de los feligreses.

Eso es arte contemporáneo- le respondí en un tono que trataba de no admitir apelación-.  Creo que tu exposición de marras viene a ser algo así como un nuevo capítulo del célebre  orinal de Duchamp.



De veras: no esperaba una réplica.

“¿Contempodáneo de qué, coñooo. Contempodáneo de qué?” Me replicó alzando aún más el tono de esa voz costeña que tanto divierte a sus vecinos.

Bueno, compadre. Contemporáneo de la nada, como somos todos: bolitas de nada dando vueltas en los meandros del tiempo.

“¡Que bolitaj ni que bolitaj!” Respondió el hombre, aproximándose peligrosamente a su tono más bíblico. “¡De aquí no me voy hajta que me ejpliquej en qué conjijte ejo de adte contempodáneo!”.

Y yo, pobre mortal, que en asuntos de arte no he podido pasar del Renacimiento y hasta me hago un lio para entender a los cubistas, empecé a extraviarme en mis propias conjeturas sobre el asunto.

Está bien, poeta -me animé a decir-. Supongo que con ese tipo de acciones, el sujeto cagante, mejor  dicho, el artista, quiere recordarnos nuestra mísera condición, como esos muñecos llamados caganers que se pueden ver en los mercados populares de Cataluña.



A esa altura del cuento, Aranguren me miraba con unos ojos así de grandes. Tan grandes, que por un momento temí que fuera a echarme sus manazas al cuello.

Tranquilo, tranquilo, poeta- Continué-. Sospecho que por ahí viene la cosa. El demiurgo cagón quiere transmitirnos con su obra un mensaje escatológico, en el doble sentido de esa palabra: el de lo concerniente al más allá de nuestras inquietudes metafísicas y al más acá de nuestras más puras expresiones terrenales. Es decir, de los excrementos.

“¡Ñeerdddaaaa, pedo ji padejej uno de ejos críticoj que fijman loj catálogoj de laj talej ejpojijionej ejaj!” Dijo, al tiempo que la lividez del rostro acentuaba su aire de  profeta enfurecido.

No sé compadre, insistí casi vencido. Creo que los críticos a los que aludes están tan sumidos en el estupor desatado por esas obras, que sólo atinan a enhebrar frases inconexas. Como quien pretende conjurar el advenimiento de lo abominable con salmodias incomprensibles.

Así que no te ofendas si acabo transitando terrenos tan escabrosos.

 Para entonces, Aranguren ya había despachado hasta el último  trago de su botella redentora de ron Tres Esquinas.

De modo que se despidió con un abrazo de oso y se alejó mirando al suelo mientras repetía como un mantra las dos palabras de su conjuro: “Pura ñeerrdaaa.  Ñeeerrdaa pura. Pura ñeerrrdaa”.


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=bteJ_s1Th_M

jueves, 23 de mayo de 2019

La inquietud del agua






Un día el viajero se hace al  camino, animado por la leve gravidez del que se sabe piedra en movimiento.

Canto rodado.

Like a Rolling Stone.

Con los sentidos bien dispuestos, escucha  todo lo que el camino tiene para contarle y lo graba con fuego en la memoria.

Una mañana, con sus botas de siete leguas bien amarradas, comprende al fin que solo el camino puede hacernos sabios.

Y entonces se sienta a escribir en un fajo de hojas sucias y  arrugadas  que  guarda en su morral,  junto a un botellín de agua y una colección de lápices que le ayudarán a convertir sus visiones en palabras escritas: las cuentas de un rosario con el que entonará su plegaria  para conjurar a los dioses del olvido.

En el caso que hoy nos ocupa el resultado lleva el título de Diario sucio, Un viaje por México y su autor se llama Felipe García Quintero, escritor y profesor del  programa  de Comunicación Social de la Universidad del Cauca, en Popayán.

Nombre equívoco, este último: como si todo acto de comunicación no fuera social.

                                                 Fuente de agua en Coyoacán


Sutilezas aparte, Diario sucio supone de entrada un regreso a la esencia del viajero: su talante errabundo. Su eterna disposición a las sorpresas, por terribles que puedan ser.

Todo lo contrario del turista: ese consumidor voraz de paisajes y lugares, que va por el mundo con un destino fijo y asegurado, tomando fotografías y comprando productos típicos que distribuirá al volver a casa con desganada eficiencia.

“Para tantas calles andar, pocas las líneas de un poema”,  nos dice  Felipe García en el primer verso de un poema titulado  “Camino  la luz”, escrito en Coyoacán un 4 de julio.

Coyoacán, ese pueblo orillero del D.F, adonde fue  parar León Trotsky en su  interminable saga de fugas.

El lugar de los amores tormentosos y la obra siempre en llamas de Diego Rivera y Frida Kahlo.

Con razón escribe  García que son pocas las líneas de un poema.

                                              L. Trotsky en su casa de Coyoacán


Por eso es mejor caminar la luz y no correr el riesgo de convertirse en estatua de sal, como en el relato bíblico.

Así que el viajero sigue su marcha. A esta altura ya sabemos que Diario Sucio es, como todas las narraciones de ese tipo, el relato de un viaje interior: una mirada a los abismos del propio corazón.

El afuera es apenas un pretexto para abismarse en los meandros de sí mismo.

Así se explica  que en la página 31 podamos leer:

“(Me siento cansado y tantas cosas todavía por ver. Encontrarme así es una manera involuntaria de pausar el corazón. Mas esta vez no es la ciudad con sus lugares sin espacio, ninguna libre de miradas o pasos, lo que cierra el camino a la luz. Se trata mejor  de algo interior, un leve malestar que crece adentro y hace que no desee la escritura para hablar ni pensar…

Y por delante de mí, incluso atrás también, logro ver un horizonte de calles, todas ajenas aún. La distancia de la voz   me aproxima al silencio de las cosas).”

Para ver y contar tantas cosas no basta  un género literario: Felipe García Quintero explora y no agota las posibilidades del poema, de la crónica, del relato breve. Cada experiencia exige un lenguaje distinto, como el de los hombres  antiguos, enfrentados a la exigencia de nombrar el mundo  nuevo  que se desplegaba ante sus ojos. Así aprendieron- y aprendemos- lo que quiere decir la palabra Guanajuato.

“Cerro de ranas. Eso quiere decir  Guanajuato en  lengua nativa. Por ello las imágenes de los anfibios talladas en piedra que adornan la plaza de ingreso norte de la ciudad. Allí un letrero grande anuncia con orgullo que se pisa suelo declarado patrimonio de la humanidad. Uno más de los treinta y nueve sitios que ostenta México.”

                                                     Postal de Guanajuato


Una vez más, el viajero es asaltado por la elocuencia de las piedras, la vocinglería de los caminos, la promesa siempre renovada de la tierra que ensucia y por eso mismo embellece las páginas de su diario.

A diferencia de otros que se hacen a la mar y se adentran en ríos tormentosos,  Felipe García Quintero se entierra para ponerse a salvo de las inquietudes del agua. Por eso su Diario es sucio.

La edición  que nos presenta Sílaba Editores en este 2018 alcanza las 172 páginas.

Quién sabe cuántas más aguardan su hora en el fondo de ese morral curtido por  el sol y el polvo de México.


PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.


jueves, 16 de mayo de 2019

A un clic de mi casa





 Un personaje de la película Network (Poder que mata) dirigida por Sidney Lumet en 1976, advirtió  que el infierno acaecería sobre la tierra cuando todo el mundo estuviera interconectado.

No sería ese el primer  o el último caso en el que los artistas anticipan los acontecimientos.

No hay que esforzarse mucho para constatar que el director se quedó corto en su premonición.

Basta con mirar al señor que al volante de su vehículo examina ansioso  una y otra vez la pantalla de su teléfono móvil, aun a riesgo de sufrir un accidente.

O detenerse en la imagen de la señora que, en el transcurso de cinco minutos, saca de su bolsillo el teléfono móvil a la espera de una señal de este mundo o del otro.


 Nunca se sabe.


  
“Ñeeerdaaa, ji la gente ya no puede cagad tanquila!” Exclamó mi vecino, el poeta Aranguren, indignado porque en el baño público contiguo al suyo un pobre hombre intentaba defenderse de los asedios de su jefe, de su mujer, de sus hijos, de su amante …o de todos los anteriores.

Tranquilo, poeta, tranquilo, le digo, como cada vez que  toca a la puerta de mi casa atribulado por alguna pena del cuerpo o del alma.

Supongo que  al hablar por teléfono sentada en el retrete la gente intenta cumplir con la regla de oro del capitalismo: “Optimizar el tiempo”.

Aunque, en sus apuros, no se da cuenta  de que  con esas prácticas sólo consigue empobrecerlo.

Pero cuando Aranguren se indigna es de verdad verdad.

“¡Coooñooo, como tú edej un bendejio que ejtá a jalvo de los acojos del jelular!” Grita a  los cuatro vientos, como si estuviera en la tribuna del estadio animando a su querido Unión Magdalena.

No te lo creas del todo, poeta, le digo: tengo correo electrónico y lo reviso  al menos tres veces al día.



De modo que, siguiendo al personaje de Lumet, también estoy conectado  con algún círculo del infierno.

Además, no tengo la intención de fundar  una secta de enemigos del celular: ya les he contado que el espíritu gregario me lo quedaron debiendo para otra vida.

En mis tiempos de profesor universitario tuve una estudiante que se ausentaba a menudo de clase: tenía que asistir a su cita con un terapeuta que intentaba curarla de su  adicción al teléfono móvil.

Misión imposible: de hecho, el tipo también era adicto al aparatito. Decía necesitarlo como herramienta de trabajo. Sospecho que, como sucede a menudo con esas terapias, en esas reiteradas reuniones se consolaban los dos.



“Peddo el correo eledtónico es otra cosa: uno como ujuadio tiene el condtol”.

De modo que el poeta Aranguren sucumbió a otra falacia: que uno tiene el control.  Esa creencia  echa raíces en una visión de las cosas resumida en una frase tan efectista que se volvió mensaje publicitario.

Según esa idea, todo está a un clic de nuestra vida: el sexo, las mercancías, los servicios, los expertos, la religión.

El problema   reside en que después de cada clic todo se desvanece, se hace fantasmagoría: otra vez Karl Marx recordándonos que “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Desde el descubrimiento del fuego, cada invento, cada desarrollo tecnológico no sólo nos ayuda a dominar y controlar el entorno: ante todo, modifica nuestra estructura mental y por lo tanto la  visión que tenemos de nosotros mismos y del mundo.

Por eso, detrás de la idea de que el universo entero está  a un solo clic alienta la amenaza del facilismo: como si tratara del dedo de Dios en persona todas las cosas de la vida parecen estar al alcance de nuestro dedo índice: ya no tenemos que salir a  buscar el mundo, como  se nos contaba en los relatos de viajes iniciáticos.

Y si no  salimos a buscar el mundo nos quedamos sin la experiencia y su fruto más preciado: el conocimiento.

A cambio de  éste último, nos inundan de información y sensaciones imposibles de aprehender, dado el vértigo en  que todo transcurre.



Por eso estamos hoy en manos de ese poder que mata frente al que nos advertía hace cuatro décadas el personaje de Sidney Lumet: el de unos medios cada vez más sofisticados y, por lo tanto, mejor dotados para controlar cada uno de nuestros actos.

Así las cosas, entiendo al detalle  las  angustias de Aranguren: hasta ahora, cada vez que quiere llegar a mi casa debe caminar una hora o pedalear en su vieja bicicleta durante treinta minutos.

En el trayecto conversa con monos aulladores, acaricia el lomo de gatos extraviados, espía el escote de las vecinas, habla de política o de fútbol con algún campesino.

O recita para sí mismo versos de  Oliverio Girondo  y Jaime Gil de Biedma.

Y tiene miedo, mucho miedo,  de  que esas cosas se pierdan con dar un solo clic.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada