La mayor parte
del tiempo mi vecino, el poeta Aranguren, es un tipo pacífico y taciturno,
consagrado a evocar el sonido de las
olas de su Mar Caribe o a escuchar el rumor del viento entre las hojas y el
discurrir del agua de los riachuelos en la vereda Alegrías que lo acogió a su
llegada de Santa Marta.
Ya les he
contado que el hombre es uno de esos sabios silvestres en vía de extinción.
Pero cuando se
indigna de verdad verdad suele bramar
como un profeta del Antiguo Testamento anunciando el fin de los tiempos.
Acaba de
regresar de su tierra natal, donde fue invitado a una exposición que todavía lo
tiene con náuseas.
“La tal ejpojijión era pura ñeerda. Lo juro
compadde: pura ñeeerdaa!”
Y si: resulta
que la muestra de arte consistía en una docena de bandejas cuyo contenido eran
excrementos humanos de todas las texturas y colores.
Desde el verde
limón, pasando por el marrón, hasta alcanzar el más puro azabache.
“¿Me puedej ejplicad tu qué ej ejo?” Gritó con aire de pastor desesperado ante la
incredulidad de los feligreses.
Eso es arte
contemporáneo- le respondí en un tono que trataba de no admitir apelación-. Creo que tu exposición de marras viene a ser
algo así como un nuevo capítulo del célebre
orinal de Duchamp.
De veras: no
esperaba una réplica.
“¿Contempodáneo de qué, coñooo.
Contempodáneo de qué?” Me replicó alzando aún más el tono de esa voz
costeña que tanto divierte a sus vecinos.
Bueno,
compadre. Contemporáneo de la nada, como somos todos: bolitas de nada dando
vueltas en los meandros del tiempo.
“¡Que bolitaj ni que bolitaj!” Respondió
el hombre, aproximándose peligrosamente a su tono más bíblico. “¡De aquí no me voy hajta que me ejpliquej
en qué conjijte ejo de adte contempodáneo!”.
Y yo, pobre
mortal, que en asuntos de arte no he podido pasar del Renacimiento y hasta me
hago un lio para entender a los cubistas, empecé a extraviarme en mis propias
conjeturas sobre el asunto.
Está bien,
poeta -me animé a decir-. Supongo que con ese tipo de acciones, el sujeto
cagante, mejor dicho, el artista, quiere
recordarnos nuestra mísera condición, como esos muñecos llamados caganers que
se pueden ver en los mercados populares de Cataluña.
A esa altura
del cuento, Aranguren me miraba con unos ojos así de grandes. Tan grandes, que
por un momento temí que fuera a echarme sus manazas al cuello.
Tranquilo,
tranquilo, poeta- Continué-. Sospecho que por ahí viene la cosa. El demiurgo
cagón quiere transmitirnos con su obra un mensaje escatológico, en el doble
sentido de esa palabra: el de lo concerniente al más allá de nuestras
inquietudes metafísicas y al más acá de nuestras más puras expresiones
terrenales. Es decir, de los excrementos.
“¡Ñeerdddaaaa, pedo ji padejej uno de ejos
críticoj que fijman loj catálogoj de laj talej ejpojijionej ejaj!” Dijo, al
tiempo que la lividez del rostro acentuaba su aire de profeta enfurecido.
No sé
compadre, insistí casi vencido. Creo que los críticos a los que aludes están
tan sumidos en el estupor desatado por esas obras, que sólo atinan a enhebrar
frases inconexas. Como quien pretende conjurar el advenimiento de lo abominable
con salmodias incomprensibles.
Así que no te
ofendas si acabo transitando terrenos tan escabrosos.
Para entonces,
Aranguren ya había despachado hasta el último
trago de su botella redentora de ron Tres
Esquinas.
De modo que se
despidió con un abrazo de oso y se alejó mirando al suelo mientras repetía como
un mantra las dos palabras de su conjuro: “Pura
ñeerrdaaa. Ñeeerrdaa pura. Pura
ñeerrrdaa”.
PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada