lunes, 27 de diciembre de 2010

El andariego y las fronteras


Desde que se alzó sobre sus patas traseras, el  Homo Sapiens no ha hecho nada distinto a moverse de un lugar a otro de la tierra.  A veces invasor y a veces invadido. En alguna ocasión  descubridor y en otras descubierto. Siempre movido por el mismo viejo consejo que alienta la ruta de los protagonistas del seriado de televisión Viaje a  las estrellas: “Curiosidad, mister Spock. Insaciable curiosidad”.
En ese constante intercambio los hombres han forjado lenguajes, edificado mitologías, diseñado herramientas, concertado negocios y, en últimas, han gestado el más definitivo de todos sus inventos: la cultura, principio y fin de todo lo demás.
Sin embargo, en la era de los viajes y las comunicaciones, para millones de seres humanos es cada vez más difícil moverse, a pesar de que con su fuerza de trabajo  y su inventiva siguen sosteniendo las grandes economías del mundo. Son los inmigrantes que atraviesan todos los días la frontera entre México y Estados Unidos, para  trabajar en  sectores  productivos que se hundirían sin su aporte. Son los miles de africanos que cruzan  el Mediterráneo e bordo de frágiles embarcaciones  que muchas veces naufragan en mitad del recorrido. Son los latinoamericanos que   van de un lugar a otro  aferrados a la promesa  implícita en el desarrollo de los países más prósperos  de su propio continente o, en el peor de los casos, de los menos pobres. Para ellos, la palabra ilegal o la expresión “sin papeles” constituye cada vez más, si ruedan con suerte, la certeza de  su confinamiento en prisiones donde  el concepto de derecho se esfumó hace rato. Pero si las cosas no van  su favor, su condición puede llevar implícita una sentencia de muerte, como  le sucedió al casi centenar  de indocumentados centroamericanos masacrados por las mafias del narcotráfico hace apenas unos meses, bien pocos por lo demás, aunque  muy pronto nos hayamos olvidado del asunto.
La lógica es atroz: en la sociedad de la democracia y el libre mercado pueden circular las mercancías, el dinero y la información, pero no pueden hacerlo las personas que los producen. Y no pueden, porque ni siquiera son los países- entendido este concepto en su sentido clásico- los que determinan quien circula y quien no. Son las grandes corporaciones las que imponen una lógica determinada por  la calidad y la cantidad de mano de obra que requieren  en un momento dado. Para regular esos flujos los estados- es decir,  los amanuenses del mercado- han decidido   que  todo inmigrante que no disponga de sus documentos en el momento de ser abordado por las  autoridades podrá ser tratado como un delincuente.
Y estamos hablando de sociedades que, sin excepción  se formaron y crecieron gracias al aporte, ya no de individuos, si no de pueblos  enteros  que llegaron a sus territorios  con los más diversos pretextos.  Por necesidad o por exceso, los llamados “bárbaros” es decir, los extranjeros, acabaron asentándose en sociedades decadentes  o a punto de extinguirse que gracias a ese nuevo aliento pudieron dejar su impronta en la historia.
Estos son otros tiempos, dirán los más pragmáticos y tienen razón: los tiempos siempre son otros. Pero hoy, cuando se celebra de manera protocolaria el  Día Internacional para las Migraciones, no sobra preguntar qué han hecho estados como el nuestro para mejorar en algo la situación de  varios millones de nacionales en el exterior y sus familias en el país, ahora que  las fronteras se cierran cada vez más para los andariegos.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El cuarto de hora


Hace  más de medio siglo, el pintor norteamericano Andy Warhol acuñó una frase que  muy pronto se convirtió en algo así como el primer mandamiento de la  cultura de masas.  “De ahora en adelante  todos, sin excepción, tendrán derecho a sus  quince minutos de fama” dicen que dijo el ególatra y excéntrico autor de obras tan célebres y controvertidas como la secuencia de las latas de sopa Campbell´s  y  el cartel con la imagen multiplicada  de Marilyn  Monroe.
Ese cuarto de hora sería algo así como la recompensa por la pérdida de la identidad individual en medio de  una sociedad uniformada y,  peor aún, unánime en su comportamiento por decisión de los grandes centros de poder. En el vestuario, las ideas, los hábitos y las creencias las personas se veían alienadas de sus más caros anhelos como resultado de una  concepción de la existencia  que podría resumirse en un mandato de tres palabras: Consume y cállate.
Entonces la profecía de Warhol se hizo realidad y todo el mundo salió a cobrar el cheque en blanco de sus quince minutos, sin importar si para lograrlo había que dejar en el camino hasta la propia dignidad. Subir desnudo  a la Estatua de la Libertad, sumergirse en las heladas aguas del  océano Ártico, encerrarse en una jaula con un león  hambriento, hartarse  de comida en un concurso para glotones, cantar  arias de óperas aunque no se tenga voz ni para entonar un villancico y exhibir ante un auditorio las secuelas de un accidente juvenil son apenas algunos de los recursos  utilizados por  mortales de  todas las edades, géneros y colores para decirle al mundo: “Aquí estoy. Mírenme aunque sea durante quince minutos,  es decir, novecientos míseros segundos, que en realidad son bien pocos, comparados con el monto de la eternidad”.
A  Warhol lo citaron mucho los expertos en la conducta humana, luego de que un desconocido llamado Mark David Chapman  asesinara  a  tiros a John Lennon, él mismo una de las máximas  expresiones de esa sociedad  que hizo de la celebridad  el resumen de todo posible valor existencial. Según lo que se sigue afirmando hoy, Chapman le disparó a su ídolo no tanto por las obsesiones que le despertaran sus lecturas de El Guardián entre el Centeno, la novela de J.D Salinger, como por  su monomanía de volverse tanto o más famoso que el compañero de viaje de Paul McCartney, George Harrison y  Ringo Starr.
Si hemos de  juzgar por  el número de apariciones en las  portadas de las revistas  y en las pantallas de televisión, el asesino del  músico consiguió con creces su cometido. De hecho, cada diciembre se le recuerda en los rituales que los adoradores de Lennon  realizan frente al edificio  Dakota, como si el sacrificio los hubiera convertido en una sola persona. Hace poco volvió a los titulares cuando se anunció su posible liberación, lo que provocó la santa ira de los fanáticos del autor de “Across the universe”.  
Hoy, cincuenta años después de las declaraciones de Warhol y  a tres décadas del asesinato de Lennon, miles  de  habitantes del planeta    luchan por aproximarse  a esa eternidad de oropel ofrecida por la industria del espectáculo, a la que no escapan asuntos considerados elevados en otras épocas, como el arte  y la literatura. Para  lograr el cuarto de hora que los redima del  carácter amorfo de la masa están dispuestos a todo: incluso a inmolarse en ese incierto altar  armado con tapas de revistas y reflectores de televisión, que ha terminado por suplantar a la simple, anónima, silenciosa e  impagable vida de todos los días.

martes, 14 de diciembre de 2010

Casas de citas


 El estudiante- de maestría o algo así- tiene el aire compungido de quien  acaba de ver como  el pan tan anhelado se le quema en la puerta del horno. En este caso se trata de un  trabajo de grado pulido con la paciencia de orfebre del que  se juega la mitad de su destino a la educación como forma de  promoción individual. Su propuesta  reúne las condiciones establecidas en los protocolos pero, al parecer, el  aspirante a maestro en algo ha incurrido en una suerte de herejía: por exceso de confianza o simple descuido olvidó citar una  autoridad  que rige los destinos de esa parcela  del conocimiento, y que tiene su sede en una  universidad alemana, austríaca o luxemburguesa. De cualquier forma, uno de esos centros de poder académico donde se inicia una cadena  de reciclaje que, por lo visto, no termina ni en el jardín infantil, pues hasta los párvulos se ven obligados a citar teorías enteras resumidas en una frase que nadie acaba de entender del todo. De modo que  nuestro estudiante, ya entrado en la treintena, tiene que volver  a empezar su tarea hasta que cite de manera adecuada  al gurú, aunque a nadie parezca preocuparle mucho la explicación del  porqué.
Así funciona el poder en todas  partes: los líderes comunales deben hacer fila  ante el  concejal o congresista, que a su vez   fungirá de  interlocutor ante esa entidad todopoderosa llamada Estado. Los  sacerdotes  hacen las veces de  voceros de la feligresía ante los purpurados, quienes en el momento requerido  cumplen el rol de intermediarios ante un pontífice que  se presenta como portavoz   único de la ignota divinidad. Mecánica similar se aplica en el sector privado, donde los operarios reciben instrucciones desde lo alto a través de unos mandos medios que flotan en una especie de tierra de nadie  en la que  el miedo a perder el estatus constituye  el único  móvil.
En el sistema  educativo ese poder se expresa en forma de una cadena de citas que funciona más o menos así: Alguien,  a través de un crédito, de  una beca por méritos o de puro y duro tráfico de influencias consigue llegar  hasta el Sanctasanctorum, ubicado casi siempre  en una ciudad centroeuropea o en un pacífico poblado inglés  o norteamericano,  donde  obtiene la patente de iniciado. Con algunas excepciones, el paso siguiente será replicar, sin ubicarlas en contexto y mucho menos confrontarlas con la realidad, las teorías que lo convierten    a su vez en iniciado, aunque con rango menor en la  escala jerárquica.  Es por eso que muchas pruebas de grado no se evalúan por los  descubrimientos que se dan en el transcurso de esa aventura llamada conocimiento, si no por el número de citas acumuladas. Con seguridad, ustedes habrán leído esos ejercicios en los que los argumentos, que deben ser el soporte natural  de una búsqueda personal, son reemplazados por una sucesión ininterumpida de  párrafos que  siempre empiezan  así: “Siguiendo a fulano”, “Citando  a mengano”, “Retomando a perencejo”, “para decirlo con palabras de…”. Al final, uno se queda sin saber qué quiso decir el autor de esa curiosa antología de frases, en la que las  ideas  dejan de ser miradas al mundo, para  reducirse a una colección  de referencias sin mucho sentido, porque hace rato la búsqueda solitaria del conocimiento quedó reducida a  los confines gregarios y peregrinos que son el santo y seña de toda  casa de citas que se respete.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Anatomía del poder




Mi vecino Aranguren es uno de esos poetas que, según algunos, solo existen en la imaginación de los escritores. Es decir, libre y atemporal como solo pueden serlo los muertos, y por lo tanto a salvo de la obligación de ganarse el pan de cada día, lo que le permite  dedicarle todo el tiempo del mundo  a auscultar esas asimetrías de la realidad que son la esencia del acto creador. Como  todo romántico, siempre ha estado del lado de los perdedores. Por eso, cuando vivía  en su Santa Marta  natal era hincha  del Unión Magdalena y ahora experimenta una devoción similar por el Deportivo Pereira. Por esas mismas razones, a sus cuarenta y tantos años insiste en jugar de  puntero izquierdo, esa posición que desapareció cuando el fútbol dejó de ser un juego para convertirse en un pingüe negocio de burócratas y mercachifles.
A propósito del fútbol, hace unos seis meses tocó  a  las puertas de mi casa  poseído por una  ira  santa y blandiendo una  boleta de ingreso al partido entre el Deportivo Pereira y el Atlético Huila. “¡Nos trajo mala suerte!” “Se abrieron las puertas de la ruina!” “¡Nunca vamos a ser campeones!” exclamaba  entre estertores de agonía. Preocupado por su estado, le ofrecí un trago doble de ron que, como todo el mundo lo sabe, es  una  medicina infalible para curar las tribulaciones del cuerpo y del alma. Solo entonces, entendí lo que  le pasaba: en la boleta aparecía estampada  una imagen  del entonces presidente Álvaro Uribe, que la semana anterior había presidido un  consejo comunal de gobierno luciendo una camiseta del   Pereira regalada por el alcalde la ciudad.
La  boleta en cuestión fue solo el pretexto para que el hombre,  reconfortado por el trago, emprendiera  una de esas largas cavilaciones que son las responsables de muchos de mis insomnios, al tiempo que me  dan material cuando me  enfrento a las angustias conocidas por todo columnista sin tema. De modo que, resumiendo, el poeta  pretendía averiguar si tengo alguna pista para  identificar  la parte del cuerpo humano donde se encuentran los órganos que  controlan los mecanismos del poder, para proceder a extirparlos de una buena vez. Torpe, le sugerí  el lugar común que lo ubica en la libido y explica  a partir de allí todo el catálogo de pulsiones que hacen las delicias de los freudianos. Sin prestarme  atención, me despachó con un gesto  de impaciencia,  citando la lista de reyes, príncipes y presidentes  impotentes, o disfuncionales como dice el lenguaje políticamente correcto. Enardecido por el ambiente futbolero, le insinué que podía estar en los pies, lo que explica la fascinación de los poderosos por tratar a todo el mundo a las patadas, teoría que condujo a la reactivación de su furia, porque de facto ponía a sus amados Pelé, Maradona y Lionel Messi al nivel de los detestados Puttin, Sarkozy  y el mismo Uribe, aunque este último jugara en las ligas menores.
Impotente- ¿o disfuncional?- me aferré a la certeza científica que ubica la fuerza que empuja a los humanos a competir y a tratar de imponerse sobre los demás en la corteza más primitiva del  cerebro, lo que de inmediato nos convierte en hermanos de sangre de los reptiles.
Desesperado por mi falta de  seso, Aranguren   abandonó mi casa dando un portazo, no sin  antes despachar en una frase  la indignación que se le agolpaba en las tripas “¿ No comprendes, coño, que el centro de operaciones  está en el mismo sitio por donde sale la mierda , y por eso mismo la única manera de ponerlos en su sitio es patearles el trasero?”