jueves, 28 de marzo de 2019

Las algas del insomnio






 Escucho por enésima vez en la voz de Gardel el poema de Pascual Contursi y Samuel Castriota titulado Mi noche triste:

La guitarra en el ropero
Todavía está colgada,
Nadie en ella canta
Ni hace sus cuerdas vibrar,
Y  la lámpara del cuarto
También tu ausencia  ha sentido,
Porque la luz no ha querido
Mi noche triste alumbrar

Pienso entonces qué sería de la gran literatura  y del cancionero popular sin la maldición  del insomnio, ese trasegar entre algas por las profundidades abisales de un mar transido y contrito que es el propio  corazón.

De Marcel Proust  y Heimito von Doderer  a Agustín Lara y Alfredo Lepera, la deuda es enorme con ese  meridiano temible y devastador en el que los poderes  sanadores del sueño nos abandonan.

Sobre todo en esa tierra de nadie marcada por las tres de la  madrugada,  cuando la noche todavía no acaba y el día no empieza a  llegar.

Frente  a tamaño naufragio solo queda echar mano de las palabras escritas o cantadas   en el intento de llegar a la otra orilla.


Para muestra,  Francis Scott Fitzgerald, frecuentador de abismos signados por la locura y el alcohol, soltó esta joya en una  entrevista concedida a Michel Mok y publicada en  The New York Post el 25 de diciembre de   1936:

“Hoy en día, el recurso habitual para alguien que está hundido es pensar en aquellos que están en la indigencia o sufren padecimientos físicos. Tiene  una acción balsámica contra la melancolía en general y es un consejo razonablemente saludable para cualquiera en el transcurrir del día, pero a las tres de la madrugada la cura no sirve de nada. Y en una noche realmente oscura del alma son siempre las tres de la madrugada”.

Eso lo saben muy bien  The Moody Blues cuando cantan:

Nights in White satin
Never reaching the end
Letters I´ve Writen
Never meaning to send


Y la gran Patti Smith los apuntala susurrando:

Because the night
Belong to lovers
Because the night belongs to us




Pero la noche no solo pertenece  a los amantes. Su reino es ante todo el de los orilleros, el de los marginados y despojados que van y vienen por las calles en busca de alguna forma de redención.

Esa redención cobra rostros tan impredecibles como los invocados  por Frank Sinatra con esa forma suya de hablar siempre en aforismos:

“Estoy a favor de cualquier cosa que nos ayude a sobrevivir en la siguiente noche, ya sea una plegaria, tranquilizantes o una botella de Jack Daniel´s”.

El viejo Sinatra se empecinaba en negar que existen honduras a las que no llegan ni esos consuelos.

Sucede que, de noche, tratamos de ser el otro o los otros: lo que la cultura no puede domesticar. Por eso a menudo el furor del instinto nos impide dormir y nos arroja de bruces al vórtice mismo de la negrura.

Poetas como Baudelaire, Villon y Rimbaud, iluminados por la luz negra de la lucidez, lo supieron y por eso apuraron hasta las heces el cáliz del insomnio.



Al regreso de su viaje nos dejaron versos como este del autor de Las Flores del mal:

Bendición
Cuando, por un decreto de las potencias supremas,
El poeta aparece en este mundo hastiado,
Su madre espantada y llena  de blasfemias
Crispa sus puños hacia Dios, que de ella se apiada:
“ Ah, no haber parido todo un nido de víboras, antes que amamantar esta irrisión!
¡Maldita sea la noche  de placeres efímeros
En que mi vientre concibió mi expiación!”


Ese viejo poeta de las tinieblas conocía al dedillo los meandros del infierno.

Y sabía, como Dante, que el insomnio es uno de sus afluentes más  caudalosos.

La gran Marilyn Monroe, nacida Norma Jean  Baker y doctorada en somníferos a fuerza de honestidad, le respondió una vez a Georges Belmont en una entrevista para Marie- Claire en octubre de 1960:

“La gente tiene mucha gracia. Te preguntan algo y si respondes con franqueza se escandalizan. Alguien me preguntó una vez: ´ ¿Qué se pone para dormir? ¿La chaqueta del pijama? ¿El pantalón? ¿Un camisón?´. Y yo respondí: ´Chanel número 5´. Era cierto. No quería decir ´duermo desnuda´., ya me comprende, pero ésa era la verdad.

Semejante intromisión  es suficiente motivo para perder el sueño.

Intento desandar el camino desde  la sima y me doy de narices con mis propios versos:

(…) el pozo sin fondo
Las algas del insomnio,
El canto de sirenas
Que alguna vez confundí con el futuro.







Entonces apelo a un poeta de la luz mediterránea como Serrat y el tipo me descuelga estos acordes:

(…) y por fría que  fuera mi noche triste
No eché al fuego
Ni uno sólo
De los  besos que me diste

No importa que en el catalán aliente siempre un destello de esperanza: la noche triste con su caravana de segundos interminables aparecerá por un lado o por el otro.

De ese material está hecha buena parte de la gran literatura.

La de ahora y la de siempre.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada



jueves, 21 de marzo de 2019

El Estado indómito






 “ El estado de Arauco es una provincia pequeña de veinte leguas de largo y siete de ancho poco más o menos, que produce la gente más belicosa que ha habido en las Indias y por eso es llamado el Estado  Indómito: llámanse los indios  dél araucanos, tomando  el nombre de la provincia”.

Tan indómitos fueron estos mapuches- su nombre originario- que cuando querían obligarse a cumplir lo prometido juraban en nombre de Eponamón, un demonio que los acompañaba en las encrucijadas de la vida.

Y  ya sabemos que los conquistadores convirtieron en demonios a las deidades de los pueblos que arrasaban.

El feroz encuentro entre los  invasores y  esos indios que poblaban el actual territorio de Chile es la materia de que está hecha una de las obras más poderosas de la literatura temprana de América: La  Araucana, escrita por don Alonso de Ercilla y Zúñiga, poeta y soldado a la vez.

Y no cualquier poeta. La Araucana es lo que antes se llamaba una Summa: un desafío totalizador  que intenta abarcar a la vez los detalles más pequeños entre la perspectiva más amplia.

Alonso de Ercilla envainaba  la espada y tomaba la pluma. Quería llegar  a la esencia de esos hombres valerosos, dispuestos a entregar la vida  antes que ceder  al invasor un solo palmo de la tierra heredada de sus mayores. 

                                                         Estatua de Alonso de Ercilla


En esa medida, lo suyo no  fue sólo el trabajo de un cronista o de un historiador, aunque mucho tenía de los dos: su  mirada estaba mediada, además, por esa  clase de compasión  necesaria para entender la grandeza y miserias del enemigo.

Como cuando nos muestra, en el canto XXIV, ya al final de su obra, al en  otro tiempo valeroso Caupolicán, vencido y a punto de  pasarse al bando enemigo, conversión al cristianismo incluida:

“¡Oh vida miserable y trabajosa
A tantas desventuras sometida!
¡Prosperidad humana sospechosa,
Pues nunca hubo ninguno sin caída!
¿qué cosa habrá tan dulce y tan sabrosa
Que no sea amarga al cabo  y desabrida?
No hay gusto, no hay placer sin su descuento,
Que el dejo del deleite es el tormento”

En ese discurrir  sobre el viejo tópico de la fortuna y su cambiante faz  se  nos confirma que estamos ante una obra  enorme en términos de forma y fondo.

En éste último caso el autor adelanta un trabajo de investigación que le permite conocer no sólo los detalles particulares de la historia indígena y de los soldados que integraban la avanzada española en el Arauco y en el Alto Perú, sino los avatares  del Imperio de Carlos V   y de sus hijos Felipe II y Juan de Austria, éste último protagonista de la batalla de Lepanto, crucial tanto en el control del Mediterráneo para los comerciantes venecianos y sus aliados como para  los intereses de la Iglesia Católica, enfrentados ambos a las amenazas del imperio otomano.



La forma no es  un asunto menor: a lo largo de XXXVII   cantos el autor mantiene el ritmo sostenido de los grandes poemas épicos. Un ritmo que conjuga el trepidar de las armas, las  blasfemias y los estertores de la agonía con breves pero decisivos momentos de placidez. De ese modo nos permite asomarnos a los cambios de la fortuna y, de paso,  le facilita al escritor  armonizar los picos y bajos de su canto.

Para muestra, la estrofa veinte del canto XXVI:

“Pero  la muerte allí difinidora
De la cruda batalla porfiada,
Ayudando a la parte vencedora
Remató la contienda y gran jornada;
Que la gente auraucana en poca de hora
En aquel sitio estrecho destrozada,
Quiso rendir al hierro antes la vida,
Que al odioso español quedar rendida”.

Verso tras verso, por Las páginas de La Araucana desfilan los guerreros   empecinados en defender su territorio con un ahínco  que se hizo leyenda: el valiente Lautaro, el sabio Colo Colo, el fiero Galvarino, a quien los españoles, liderados por el virrey Don García,   le cercenaron ambas manos, en una práctica que apuntaba tanto a  humillar al adversario como a escarmentar a su pueblo.

“El humo, el fuego, el espantoso estruendo
De los furiosos tiros escupidos,
El recio destroncar y encuentro horrendo
De las proas y mástiles rompidos,
El rumor de las armas estupendo,
Las varias voces, gritos y apellidos,
Todo en revuelta confusión hacía
Espectáculo  horrible y armonía



“Espectáculo horrible y armonía”. Por versos como éstos, algunos especialistas ubican a La Araucana al lado de los grandes clásicos griegos y latinos.

Y no les faltan razones: para darle soporte narrativo y hacer verosímiles sus vertiginosos saltos de tiempo y lugar,  Alonso de Ercilla y Zúñiga apela a recursos propios de las modernas técnicas narrativas. Así, hace que el narrador se sumerja en un profundo sueño que le permite presenciar las guerras que el rey Carlos V libra  contra los eternos enemigos  de España. 

O más aún: conducido por el mago indígena  Fitón llega a una gran sala desde la que se pueden  contemplar en simultánea  todos los aconteceres del universo: ni más ni menos que el Aleph  que, siglos más tarde,  fascinara a Jorge Luis Borges.

 Recita el mago:

“Y tú, Hécate ahumada y mal compuesta,
Nos muestra lo que pido aquí visible!
¡Hola ¿A quién digo? Qué tardanza es esta,
Que no os hace temblar mi voz terrible?
Mirad que romperé la tierra opuesta
Y os heriré con voz aborrecible
Y por fuerza absoluta y poder nuevo
Quebrantaré las leyes del Erebo”.

Los personajes de la mitología clásica se pasean por los versos de Ercilla y Zúñiga con dos finalidades  precisas: acompañar y decidir la suerte de  los guerreros, al tiempo que inscriben la obra dentro de una tradición: la de los grandes poemas épicos, aunque ésta última definición es cuestionada por estudiosos que encuentran la obra plagada de digresiones que la alejan de los cánones propios del género.

Puede ser. Pero los lectores gozosos somos como esos amantes que, con tal de poseerla, se niegan a ver los defectos de la  amada.

Los defectos de  La Araucana deben de ser tan incontables como  sus virtudes. Pero es mejor quedarse con esa alucinada- y alucinante- inmersión en la tierra y el alma de unos pueblos amasados con un sentido del coraje y la dignidad desconocidos en   los   tiempos  que corren.

Y eso ya es motivo suficiente para perderse con deleite en los meandros de El  Estado indómito.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada