Para el contador de histerias
“La propia Caballé que me negó sus favores/ la diva que pasaba tanto de cantautores” se lamenta un despechado Joaquín Sabina, vencido por la legendaria soberbia de la soprano catalana Montserrat Caballé, que se negaba a compartir escenario con alguien no perteneciente al excluyente mundo de los cantantes líricos.
De modo que cuando en 1988 la mujer aceptó cantar Barcelona al lado del vocalista Freddie Mercury, el ya mítico líder de la banda británica Queen, fue como si una señal descendiera del mismísimo Olimpo para abrirle un lugar al controvertido músico que hizo de la puesta en escena de su grupo una afirmación de su propia identidad sexual. De hecho, la canción se convirtió en el himno oficial de los juegos olímpicos realizados en la ciudad condal en 1992. Desde entonces, el cantante se movió en la difusa frontera que separa la denominada música culta- ¿Podría alguien explicarnos por qué la llaman así? - de las sospechosas y siempre movedizas arenas del universo rockero.
Uno se imagina lo que debió sentir ese hombre bautizado con el nombre de Farroksh Bulsara, cuando empezó a cantar al lado de la que es considerada por muchos como la más portentosa voz en la historia de la música española. Al fin y al cabo no se le podía acusar de modesto en sus aspiraciones. Desde que decidió adoptar el apellido Mercury , de Mercurio, el mensajero de los dioses, el mundo supo a que atenerse. No por nada había nacido en Zanzíbar , junto a la costa de Tanzania, de modo que era un hijo del Imperio Británico, con la suma de contradicciones que acarrea esa condición. Hay que ver la fervorosa ironía con que los ingleses contemplan a la familia real para darse cuenta del peso que esa anacrónica figura tiene en su mitología nacional. De manera que Mercury y sus amigos estaban jugando en dos frentes cuando decidieron bautizar la banda con ese nombre lleno de sugerencias y ambiguedades : Queen. De un lado afirmaban su condición de súbditos del imperio y del otro volvían de revés los múltiples sentidos que la palabra reina tiene en el mundo gay.
La trivia del rock and roll nos cuenta que se juntaron en 1970. Se llamaban Brian May, un ensimismado guitarrista capaz de sostener riffs abismales mientras le sonríe al vacío. Roger Taylor, el baterista habituado a largas cabalgatas destinadas a alentar el obsesivo corazón solitario condensado en el bajo de John Deacon. Y estaba por supuesto, Freddie. El gran Freddie cuya voz de cristal fundido sigue temblando en el aire mientras no acaba nunca de entonar los acordes de Bohemian Rapsody, esa canción del álbum A night at the opera, un homenaje velado a la vieja película de los hermanos Marx, que se hubieran muerto de la risa o de la dicha escuchando a la banda, mientras el vocalista, enfundado en un traje de lentejuelas y moviendo las caderas como una buscona barriobajera ponía en cuestión los prejuicios del público.
La historia de allí en adelante es bastante conocida. Como todo el que se acerca a la genialidad, Mercury y sus alegres pillastres convirtieron en valor estético todo lo que pasaba por sus manos. Hasta la menospreciada música disco que se tomó el mundo en la segunda mitad de los años setentas del siglo XX alcanzó por obra y gracia de la banda matices imposibles por otros caminos. Quien lo ponga en duda puede remitirse a cancioncillas como Crazy little thing called love o Another bites the dust. La delicia rítmica y la picaresca hacen de las suyas y ponen a dudar hasta al más ortodoxo de los rockeros duros.
Recuerdo que en la antesala de las funciones del Festival de Cine de Cartagena utilizaban como preludio la obertura de Flash Gordon, con ese coro que tiene tintes de sublime. Muchos de los asistentes lo esperábamos con la misma ansiedad que acompañaba el inicio de la película. Digo mal : la obertura era parte de la película. Ese sonido es el que me acompaña hoy, cuando a veinte años de su muerte los rockeros del mundo y los que no lo son tanto le rinden tributo a la memoria de ese hombre que, a su manera, supo ser fiel a su destino elegido de mensajero de los dioses.