jueves, 24 de noviembre de 2011

Rapsodia bohemia


 Para el contador de histerias

La propia Caballé que me negó sus favores/ la diva que pasaba tanto de cantautores” se lamenta un despechado Joaquín Sabina, vencido por la legendaria soberbia de la soprano catalana Montserrat Caballé, que se negaba a compartir escenario con alguien no perteneciente al excluyente mundo de los cantantes líricos.
De modo que cuando en 1988 la mujer aceptó cantar Barcelona al lado del vocalista Freddie Mercury, el ya mítico líder de la banda británica Queen, fue como si una señal descendiera del mismísimo Olimpo para abrirle un lugar al controvertido músico que hizo de la puesta en escena de su grupo una afirmación de su propia identidad sexual. De hecho, la canción se convirtió en el himno oficial de los juegos olímpicos realizados en la ciudad condal en 1992. Desde entonces, el cantante se movió en la difusa frontera que separa la denominada música culta- ¿Podría alguien explicarnos por qué la llaman así? - de las sospechosas y siempre movedizas arenas del universo rockero.
Uno se imagina lo que debió sentir ese hombre bautizado con el nombre de Farroksh Bulsara, cuando empezó a cantar al lado de la que es considerada por muchos como la más portentosa voz en la historia de la música española. Al fin y al cabo no se le podía acusar de modesto en sus aspiraciones. Desde que decidió adoptar el apellido Mercury , de Mercurio, el mensajero de los dioses, el mundo supo a que atenerse. No por nada había nacido en Zanzíbar , junto a la costa de Tanzania, de modo que era un hijo del Imperio Británico, con la suma de contradicciones que acarrea esa condición. Hay que ver la fervorosa ironía con que los ingleses contemplan a la familia real para darse cuenta del peso que esa anacrónica figura tiene en su mitología nacional. De manera que Mercury y sus amigos estaban jugando en dos frentes cuando decidieron bautizar la banda con ese nombre lleno de sugerencias y ambiguedades : Queen. De un lado afirmaban su condición de súbditos del imperio y del otro volvían de revés los múltiples sentidos que la palabra reina tiene en el mundo gay.
La trivia del rock and roll nos cuenta que se juntaron en 1970. Se llamaban Brian May, un ensimismado guitarrista capaz de sostener riffs abismales mientras le sonríe al vacío. Roger Taylor, el baterista habituado a largas cabalgatas destinadas a alentar el obsesivo corazón solitario condensado en el bajo de John Deacon. Y estaba por supuesto, Freddie. El gran Freddie cuya voz de cristal fundido sigue temblando en el aire mientras no acaba nunca de entonar los acordes de Bohemian Rapsody, esa canción del álbum A night at the opera, un homenaje velado a la vieja película de los hermanos Marx, que se hubieran muerto de la risa o de la dicha escuchando a la banda, mientras el vocalista, enfundado en un traje de lentejuelas y moviendo las caderas como una buscona barriobajera ponía en cuestión los prejuicios del público.
La historia de allí en adelante es bastante conocida. Como todo el que se acerca a la genialidad, Mercury y sus alegres pillastres convirtieron en valor estético todo lo que pasaba por sus manos. Hasta la menospreciada música disco que se tomó el mundo en la segunda mitad de los años setentas del siglo XX alcanzó por obra y gracia de la banda matices imposibles por otros caminos. Quien lo ponga en duda puede remitirse a cancioncillas como Crazy little thing called love o Another bites the dust. La delicia rítmica y la picaresca hacen de las suyas y ponen a dudar hasta al más ortodoxo de los rockeros duros.
Recuerdo que en la antesala de las funciones del Festival de Cine de Cartagena utilizaban como preludio la obertura de Flash Gordon, con ese coro que tiene tintes de sublime. Muchos de los asistentes lo esperábamos con la misma ansiedad que acompañaba el inicio de la película. Digo mal : la obertura era parte de la película. Ese sonido es el que me acompaña hoy, cuando a veinte años de su muerte los rockeros del mundo y los que no lo son tanto le rinden tributo a la memoria de  ese hombre que, a su manera, supo ser fiel a su destino elegido de mensajero de los dioses.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El largo y tortuoso camino



The long and winding road
That leads  to your door
Will  never disappear
               Lennon & McCartney

Como bien lo enseña la experiencia cotidiana, todo en  la vida se  aprende: desde lo más complejo a lo más elemental. El secreto reside en la paciencia  y la disciplina que  cada quien le dedica a la  búsqueda del conocimiento. Al ser  una invención humana, el mundo de los  sentimientos  y sus derivaciones está sujeto por lo tanto al entorno cultural en el que se producen los encuentros entre las personas. Es por eso que  los  pensadores nos hablan de una  “educación sentimental”, de la misma manera como se alude  a un pensamiento político, una cultura económica o una instrucción religiosa. Se trata de un largo y tortuoso camino que no siempre conduce a buen puerto. Aprendemos a amar  y a disfrutar el encantamiento sexual, dependiendo  no tanto de los instintos como de la orientación que hayamos recibido al respecto. Vista así, uno comprende  la conclusión de aquél sociólogo cuando sentenció que  “El único territorio donde las  niñas ricas se enamoran de los muchachos pobres es el de las telenovelas mexicanas” dando  a entender que si bien la   mitología amorosa da para todo, la realidad económica y social no alcanza para casi nada.
En la sociedad  de masas  esa educación  sentimental, al igual que las otras, está cada vez más en manos de los medios de comunicación, que diseñan y ponen en práctica unos modelos de vida que la gente suele atender sin reflexionar mucho sobre lo  que significa  para su propia existencia .  En ese panorama   los dramatizados televisivos y el  cancionero popular juegan  un papel determinante, al punto de  que son legión   las personas que viven tal cual lo escuchan en las canciones  o lo ven en las telenovelas. El problema empieza cuando se constata que  los modelos no son  los mejores  para alcanzar esa  fugaz y precaria cuota de dicha que nos ha sido asignada a los mortales. Para comprobarlo basta con echar a rodar una antología de esas canciones  donde los seres de carne y hueso  no existen. Las mujeres, por ejemplo o son esas vírgenes inalcanzables y colmadas de virtud que  aparecen  en las natividades de  los  pintores flamencos  o las criaturas predestinadas para el mal que tantos réditos literarios le dieron a escribanos como José María  Vargas Vila. Entre “Mujeres oh mujeres tan divinas” y   “Tu eres la chancla  que yo dejé tirada” se debate entonces la incertidumbre amorosa de los hombres de estas tierras. Miradas desde la perspectiva femenina, las cosas no mejoran, pues las pobres  tienen que escoger entre el padre y marido  ejemplar que no malgasta un céntimo en una cana al aire,  o el impenitente  y brutal  borrachín que una canción define como “animal rastrero y culebra ponzoñosa”.  Mejor dicho: ningún territorio humano  donde ensayar algún remedo de comunión, porque la adoración y el desprecio  son las únicas opciones posibles.
Cuando se trata del reino de los dramatizados los tonos pasan del  gris al oscuro profundo, pues las historias están pobladas de gente rematadamente  mala o insoportablemente buena, sin lugar para los claroscuros que son la seña común de la condición humana. Por eso mismo los protagonistas están siempre llorando, gritando, insultando, maldiciendo, suplicando o las cinco cosas a la vez, lo cual no es precisamente  el  mejor ejemplo para quienes  se empecinan en ensayar el milagro diario de la convivencia.
“Lo que nos pidan podemos/si no podemos no existe/ y si no existe lo inventamos por ustedes/mujeres”, escribió el cantante    Ricardo Arjona en uno de esos raptos de demagogia que lo convirtieron en un fetiche generacional. Acto seguido, procedió a propinarle una paliza a su mujer de entonces, en un episodio que los medios explotaron hasta la exasperación.  Pero más allá de ese hecho que pasó de ser una nota de farándula a convertirse  en una causa  judicial, lo que se concluye de todo eso es cuan lejos está nuestra educación sentimental de permitirnos una vía de acceso a ese universo  dichoso, tortuoso y contradictorio pero siempre enriquecedor que nos deparan los encuentros afectivos con las personas que se cruzan en nuestro camino.

viernes, 11 de noviembre de 2011

La distorsión de lo público



La escena la presencié hace muchos años, cuando el uso de la telefonía móvil  no se había hecho masivo y la gente hacía largas filas frente a  las cabinas de teléfonos públicos instaladas en las esquinas. Una de  esas muchachas proclives a hacer visita por teléfono se eternizó hablando por el aparato y al ser increpada  por una señora que necesitaba usar el servicio le  respondió  en tono ofuscado: “¡ve, pues si tiene afán busque otro. Para eso esto es público!”
Tiempo  después  un ciudadano francés radicado en Pereira me preguntaba por  qué en Colombia los conductores de buses del servicio público obligan  a  sus atribulados pasajeros a escuchar a todo volumen la música de su  predilección. El pobre hombre tenía razón para estar preocupado: un día, agobiado por  la emisión obsesiva de ese engendro apodado  “ranchenato”, le solicitó al chofer  que  le bajara un poco al volumen, a lo que el hombre respondió que más bien se bajara él si no le gustaba la música.
Los episodios, que de por si resultan  inquietantes cuando se trata de  asuntos como los narrados, adquieren dimensiones de catástrofe cuando  pensamos en la concepción que nuestra sociedad tiene de lo público. Así como la muchacha del teléfono y el conductor del bus, los latinoamericanos en general y los colombianos en particular   somos inclinados a creer que lo público no es el patrimonio construido entre todos. Al contrario: lo asumimos como una tierra de nadie a la que se entra a troche y moche arrasando con lo que aparezca en el camino. Claro, no tenemos noción del otro, al que preferimos mirar siempre con recelo, cuando no como un enemigo. De allí a aceptar y  legitimar las prácticas de corrupción media solo un paso. El que se roba los recursos públicos no está dotado para pensar  que con su delito  en realidad le  está robando  las posibilidades de vida a quienes acuden a las clínicas y hospitales, que pueden ser sus mismos allegados. Mucho  menos puede calcular las pérdidas que se  derivan de sus acciones en términos de   educación,  vivienda,   recreación , movilidad  y seguridad. Es decir, de componentes  indispensables para  la buena vida de todos. Nada de eso: los bienes  públicos son un botín y bobo es quien no les eche el guante.
Como si no bastara con eso, el sistema de justicia tampoco ayuda mucho, pues más tardan los pillos en caer que las autoridades en liberarlos, con el resultado de que la sociedad recibe un mensaje nefasto: saquear  el patrimonio colectivo es   rentable y seguro, pues al fin  y al cabo lo robado se va para el exterior o queda en manos de testaferros, mientras  los que cometieron los delitos obtienen toda clase de gabelas que acaban por reducir las penas hasta lo irrisorio.
Las elecciones del 30 de octubre  en Colombia deberían  habernos servido al menos para emprender una reflexión sobre la forma  como hemos distorsionado la noción de lo público. Pues si un alto porcentaje  de aspirantes  a cargos  en el ejecutivo y legislativo hace rato lo asumieron como una empresa privada en la que se invierte y se recoge en medio de la impunidad total, el ciudadano  que avala las aspiraciones con su voto debería pensárselo  no una  si no varias veces  antes de respaldar las ambiciones de quienes desde hace muchos años se revelaron como auténticos herederos de Alí Babá y sus cínicos amigos.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Ley de fuga


En la década del setenta  del siglo pasado, durante la administración de  Julio César Turbay Ayala, un político dueño de una de las más numerosas y perdurables clientelas  electorales que se recuerden en  Colombia, se puso en marcha una siniestra figura  conocida con el nombre de Estatuto de Seguridad. El engendro ,  además de contemplar entre líneas el delito de opinión reeditó de hecho , aunque  no estaba consignado en    parte alguna, la temida y temible  “ Ley de fuga”, que en la práctica autorizaba al ejército y a la policía para disparar contra cualquier ciudadano que emprendiera las de Villadiego ante el llamado de ¡ Alto!  o que estando ya detenido  intentara una  salida a su situación distinta  a la ofrecida por los poco  fiables estrados judiciales. Y  le disparaban  aunque el fugitivo en cuestión  estuviera desarmado y ni siquiera hubiese intentado  atacar a sus captores.
En un recordado documento de la época, que lleva el título  lapidario de “El libro negro de la represión”  se  registran en detalle los crímenes cometidos por agentes del Estado  desde los tiempos de los “Chulavitas”, nombre con el que se bautizó a la policía altamente politizada  en la época de la violencia liberal conservadora, amparados siempre en la mencionada “ Ley de Fuga”. Se sabe incluso de muchas personas que estando detenidas fueron sacadas  como quien dice a dar un paseo y asesinadas  después  con el fácil recurso de afirmar que habían emprendido la  fuga, sin que por lo visto a nadie se le ocurriera solicitar  las pruebas del hecho.
Pues bien, durante el gobierno de  Turbay fueron asesinadas decenas de  personas valiéndose de ese pretexto.  Uno de los casos  más evocados es el de un estudiante de la Universidad Nacional de Colombia que se atrevió  a pintar  un graffiti alusivo al presidente de la república, en el que se reemplazaba la palabra excelentísimo por  la más elocuente excrementísimo. Se dice que el pobre hombre, armado solo de una brocha y un tarro de pintura, porque los aerosoles eran todavía una novedad, fue fusilado sin fórmula de juicio y hasta la fecha se desconoce el paradero de sus huesos.
¿A cuento de qué viene todo  esto? Se preguntarán ustedes. Pues, en primer lugar, a que nuestra principal enfermedad colectiva es la desmemoria y bien haríamos en emprender la búsqueda de algún antídoto. Y  lo segundo, pero no menos importante, que todavía está fresca entre nosotros la imagen de Diego Felipe Becerra, un muchacho que apenas se ensayaba en el oficio de vivir, muerto a tiros por un agente de la policía mientras se dedicaba al  dañinísimo acto de pintar graffitis en unas circunstancias que desde ese día no han dejado de generar versiones encontradas y que por eso mismo  deben ser objeto de discusión si no queremos que esas prácticas se vuelvan moneda corriente.
El  dato fundamental es que el joven no estaba armado, y en eso coinciden todas las partes, incluso aquellos que  en su momento afirmaron que se trataba de un peligroso atracador. De  manera que por veloz que hubiese sido su carrera, no había motivo alguno para dispararle…. a no ser  que un tarro de aerosol esté clasificado dentro  del catálogo  de armas letales y utilizables con fines terroristas.  Todo es posible en este mundo de paranoicos  desde  que el  atentado  a las Torres Gemelas convirtió a  todos los disidentes en  enemigos públicos. Aunque a decir verdad, dependiendo de la perspectiva, un graffitero  puede ser muy peligroso, sobre todo si le da por escribir verdades en las paredes, superficies que, lo aprendimos en el manual de urbanidad de Carreño , son el papel del canalla… y de los subversivos desarmados.
 La  moraleja de este cuento es perturbadora : la peligrosidad  real  o potencial de una persona está  sujeta no a datos extraídos de la realidad, sino  a la subjetividad de alguien que  está armado  no  solo con las herramientas de la ley, si no con pistolas  tan contundentes  y letales  como la que acabó con la vida de  este chico que , como corresponde a un  Estado de derecho digno de serlo, seguirá siendo inocente mientras  no se demuestre lo contrario.