jueves, 28 de agosto de 2014

Pájaros de fuego




Las tres duraron poco en este mundo, pero nos dejaron la llama de sus versos para ayudarnos a caminar en las tinieblas. Las tres hicieron de los tormentos del exilio una manera de afirmar la identidad. Las tres encontraron en la literatura una forma de liberarse de los oprobios de su tiempo
Sor Juana Inés de la Cruz nació en 1651 en San Miguel de Nepantla y murió en  Ciudad de México en 1695. En  la cerrada y represiva sociedad de su época el convento fue el único rincón del mundo donde una mujer de su inteligencia y sensibilidad pudo dar rienda suelta a sus inquietudes intelectuales y a su vocación de escritora.
Emily Dickinson  nació en 1830 en Amherst, Massachusets y murió en 1886. No necesitó salir de su lugar de origen para aproximarse a los grandes misterios del mundo: se exilió en su propia casa y para viajar le bastaron las alas de sus breves e intensos poemas. Al  asfixiante puritanismo calvinista que rodeó su vida opuso la sutileza de unos versos  tocados por la levedad del sentimiento y la hondura de sus intuiciones.
Marina Tsvietáieva nació en  Moscú en  1892 y se suicidó en Elabuga en 1941, después de que su marido fuera fusilado y su hijo enviado a trabajar en un campo de minas. Su tiempo fue el del Realismo Socialista y el de las barbaridades perpetradas en nombre de la libertad de los pueblos.


Las tres nos legaron una obra- extensa y  diversa la de Sor Juana, intensa y breve las de sus congéneres-  que sigue arrojando luz sobre los grandes dramas individuales y colectivos, como corresponde a toda gran  propuesta artística. Sor Juana  asumió hasta el final  el llamado de la fe, pero  jamás fue fanática. Todo lo contrario: al lado de  la teología reconoció en la ciencia  y en la filosofía otras formas de conocimiento. Por eso en uno de sus versos pudo decir: “No haber más Mundo creía/Hércules en su blasón/ mas se echó al agua Colón/ y vio que más mundo había” Su espíritu se abrió así al universo  en todas sus facetas. Por eso en sus  textos hallamos desde las desgarraduras del amor hasta su preocupación por las grandes convulsiones de la época.


La Dickinson se sabía  frágil en medio de la  adversa realidad de su siglo: por eso respondió con toda la fuerza de su palabra: “Bueno es soñar/ despertar es mejor si se despierta en la mañana/ Si despertamos a la media noche/ es mejor soñar con el alba”.  Cuántos estremecimientos íntimos, cuántas soledades, qué desencuentros se esconden en esa estrofa a la que no le sobra un solo signo de  puntuación: es el alma de las mujeres de la Norteamérica  blanca y protestante del siglo XIX la que asoma tras los visillos.
La rusa  Marina Tsvietáieva supo de otras pesadillas: a los tormentos del amor se sumaron las cadenas de la utopía comunista, que  tuvo en José Stalin  a su sumo sacerdote. Sin embargo  no asumió el papel de mártir. Lo suyo fue la espera. O esa eso al menos se adivina en este poema: “Paciente, como se rompen las piedras/paciente, como a la muerte se aguarda/ Paciente, como maduran las nuevas/ paciente, como se mima la venganza.


En el relato ruso del Zhart- Ptitsa  o El pájaro de fuego, el  brujo  Kaschei, llamado El inmortal, quiere convertir en piedra al príncipe Iván, intruso en su jardín. Al final, este consigue salvarse  con ayuda de una pluma arrancada al ave mágica. Intrusas de otros jardines,  Sor Juana, Dickinson y Tsvietáieva nos dejaron   en sus poemas una colección entera de plumas mágicas que, siglos después, nos recuerdan que frente a los desencuentros y horrores del mundo siempre podremos echar mano de una última palabra.

PDT : les comparto enlace a El Pájaro de Fuego, de Igor Stravinski
https://www.youtube.com/watch?v=RZkIAVGlfWk

jueves, 21 de agosto de 2014

Malos polvos




 Devoto de los superhéroes como es, mi vecino, el poeta  Aranguren, anda empeñado en una nueva misión: refutar el mito del amante latino, forjado por la mitología popular con el refuerzo de cierta vertiente del cine y la literatura. “No hay tal fogosidad desbocada. Todo lo contrario: en realidad somos amantes estreñidos”, me dijo una de esas tardes de domingo sin fútbol en las que los  aficionados a ese deporte somos tan proclives a la desazón.
Como todo aristócrata que se respete, Aranguren abomina el trabajo. Es más, al contrario de Federico Engels, considera que el trabajo nos convierte en monos. Por eso dispone de  todo el tiempo del mundo para  dedicarlo a lo que atrae su curiosidad.  En  este caso, el tan celebrado fuego erótico de los hombres  y mujeres de estas latitudes.
“Una cosa es tirar mucho y otra muy distinta es hacerlo bien”, sentenció desplegando uno de  esos artículos de motivación sexual que parecen escritos por mujeres  frígidas.  “A juzgar por la cantidad de moteles   ubicados en la periferia de nuestras ciudades y por el número de hoteles que se multiplican en las zonas céntricas cualquiera  diría que  los colombianos vivimos en una permanente fiesta del cuerpo. Pero no es así: cantidad nunca es sinónimo de calidad”,  añadió, mirando con lástima la foto de la columnista, una  dama bastante desangelada, para ser sinceros.


 En ese punto empezamos a ponernos de acuerdo. Tanto cacareo alrededor del placer es síntoma de alguna carencia. Basta  con revisar   nuestras antologías de chistes de doble sentido, casi siempre desbordantes de vulgaridad, para  comprobar que algo anda muy mal entre nosotros. Como  si a punta de humor  procaz quisiéramos compensar nuestras más íntimas carencias. Primer punto en contra.
Pero  todavía hay más.  Cuanto más tiempo  dedicamos a la producción, consumo y derroche  de bienes  materiales, más delgada  y frágil se  hace la franja dedicada al disfrute  de los sentidos.  Por eso mismo, antes que territorio de comunión, la sexualidad deviene punto de escape.  Legiones enteras de  obreros y ejecutivos vomitados  por fábricas y oficinas  se  arrojan  los fines de semana en busca de una droga  que  les ayude a olvidar sus casi siempre absurdas y frustrantes rutinas. Antes que gozosas, se trata aquí de criaturas  ansiosas, angustiadas por el peso de la presión social. El  propio cuerpo y el del otro dejan de ser fuente  de placer para convertirse en asidero, tabla de salvación antes de arrojarse a chapotear de nuevo en las aguas inciertas se la semana siguiente.


 Como si no bastara con eso, tenemos que cargar  con el peso de  una tradición judeo cristiana que no concibe el placer sin su dosis de culpa y castigo. Por eso  vamos tan asustados por el mundo. Para probarlo basta con escuchar cómo muchas mujeres que se consideran de mentalidad abierta no dudan  en calificar de putas a   las congéneres  que se atreven a tener varios amantes y a disfrutar de su cuerpo en libertad. Y eso, después de las tan celebradas revoluciones del siglo XX. Como quien dice, siguiendo la lógica de Aranguren, tras de estreñidos, arrepentidos.
Animado por mi respaldo,  el poeta quiso conducirme a ese reino de aguas movedizas que es la estadística. En ese punto decliné la invitación: me basta con escuchar las conversaciones casuales de la gente acerca de  su vida en pareja para convencerme de que, a despecho del mito latino, en realidad somos malos, pésimos polvos.

jueves, 14 de agosto de 2014

Más allá de los libros





Durante varias décadas las instituciones públicas y privadas consideraron que la gestión cultural consistía, casi de manera exclusiva, en presentar espectáculos. Esa idea echaba raíces en  la cosmovisión de las viejas élites europeas y sus réplicas latinoamericanas. Sobre todo en el campo de las artes escénicas, a falta de políticas la noción de culto o clásico primó a la hora de definir programaciones. A tono con esa concepción de las cosas,  la construcción de teatros y auditorios para albergar esos eventos se convirtió en objetivo común.  El resultado no tardó en hacerse visible: dentro de la percepción de cultura espectáculo la institución que no dispusiera de tales  escenarios quedaba fuera del mercado. Las expresiones artísticas y culturales gestadas  más allá de los recintos sacralizados resultaban así proscritas.
A resultas  de esas prácticas, la sociedad quedó dividida en cultos  e incultos. A la primera casta pertenecían quienes podían consumir los productos seleccionados de antemano por quienes elaboraban los portafolios de eventos. El resto debía alimentarse  de esas producciones más o menos gaseosas  cobijadas bajo la etiqueta a veces despectiva de “Cultura popular”. Sobra  advertir que los presupuestos se destinaban de manera exclusiva al primer sector.
Por fortuna, la  vida es alérgica a los estereotipos y no tarda en  desbordarlos. Fieles  a esa consigna, la creatividad y el talento bullían  en calles, esquinas, parques, barrios y veredas. Más sorprendente aún:  incluso los espíritus ortodoxos  empezaron a admitir que todas esas expresiones  cabían en el campo de la cultura. Se hizo necesaria una vuelta de tuerca: no eran solo los ciudadanos quienes debían asistir a los teatros. Era el turno para que las instituciones  volvieran  la vista a la calle.
Fue así como empezaron  a cambiarse las políticas,  hasta  que la Constitución de 1991 le dio un giro definitivo a las cosas, al asumir a Colombia como un país de regiones  y  en esa medida definir la cultura como la base de la nacionalidad.


Esa aceptación de nuestro talante  diverso y contradictorio exige un cambio de escenario. El epicentro  de la actividad cultural ya no serán los teatros, sino las bibliotecas. Al estar ubicadas tanto en el centro como en la periferia de ciudades y departamentos  se convierten, por la propia dinámica  del entorno, en punto de encuentro. Más allá de su condición  de sitios de consulta o préstamo de libros, las bibliotecas empiezan a  albergar expresiones tan distintas y a la vez convergentes como la pintura, el dibujo, la tradición oral, las músicas, los concursos, la gastronomía, la recuperación de la memoria colectiva  y las tertulias  literarias. Las salas empiezan a llenarse de ritmos y voces. Es el palpitar de la vida lo que ahora toca a sus puertas.
Los libros recuperan  así su antigua condición mágica: sumada a su  función de fuente de consulta resurge su vieja condición de talismán, de conjuro capaz de abrir puertas y ventanas para asomarse a los misterios del universo. Siguiendo esa ruta, encontramos maneras para recuperar y conservar las historias pequeñas de la vida cotidiana que constituyen la base de la Historia grande de las sociedades.


A ese panorama nos enfrentamos hoy.  Para mantenerlo, el recinto de la biblioteca deberá ser fortalecido  en el plano    legal y financiero desde  las instancias locales, regionales y nacionales. Al menos esa fue la gran conclusión del XXIV Encuentro  Nacional de Bibliotecas  de Cajas de Compensación Familiar, adelantado en Leticia, Amazonas, ese  punto  de intercambio entre países y culturas. Ese solo  razonamiento implica  un salto  adelante   desde los vetustos tiempos  cuando primaba la  simplista noción de  cultura espectáculo.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Sueños redondos




                                          Tomada de El blog de Lalo, en BBC Mundo

Parecía la versión animada de un relato de los hermanos Grimm: el gran padre  Pato, ataviado con  la parafernalia del entrenador de fútbol, conducía la bandada de patitos, todos entre los siete y los  diez años de edad, hacia el bus que los aguardaba al otro lado de la calle.
Este hombre tendrá dificultades para armar su equipo de  niños : todos quieren ser el número  10, pensé mientras los miraba   pasar, enfundados  en sus camisetas blancas con el número de James Rodriguez a la espalda. Por lo visto este equipo no tendrá un sufrido arquero, un tenaz defensa centro, un laborioso volante mixto o un solitario delantero en punta. Nada de eso, en  Colombia el cielo tiene hoy número propio, al punto de que un vendedor de lotería me contó que los billetes terminados en  ese dígito se agotaron una  vez conocido el traspaso del goleador del mundial al Real Madrid.
Para algunos  seres humanos los más caros sueños personales tiene todavía un sentido trascendente. Son algo así como una espiral que conduce a la plenitud del ser.  Pero esos especímenes son cada vez más escasos: con la consolidación del consumo como fase extrema del capitalismo, esa plenitud adquirió forma material. El sentido de la vida se redujo  así a la posesión de objetos que , al devaluarse y perecer, exigen una constante renovación para no perder valor ante la mirada de los otros.
Ese bello juego que una vez fue el fútbol  no escapa a esta condición.  Monopolizado por un cartel llamado Fifa  y sus filiales nacionales, fue cooptado  a su vez  por los poderosos fabricantes de  artículos deportivos.  El caso  más patético lo vivimos el día de la final del mundial de Brasil, cuando le fue  otorgado un inmerecido trofeo como mejor jugador del campeonato a Lionel Messi, por manifiesta imposición de la firma Adidas, patrocinadora del evento y del jugador.


Hoy más que nunca, gracias a los resultados de la selección de fútbol y el traspaso de la mayoría de sus jugadores  a clubes prestigiosos, los sueños de una generación entera de niños son redondos como el balón  que muchos de  ellos abrazan al dormir,  en reemplazo de los viejos muñecos de peluche.
Por eso mismo, se hace urgente una reflexión que vaya más allá de las cuentas que los periodistas deportivos, encandilados por el resplandor del poder, repiten  una y otra vez sobre las alucinantes sumas pagadas por los propietarios de los equipos por jugadores que, en contraprestación, garantizan una multiplicación de las ganancias en venta de camisetas, derechos de  televisión, contratos de publicidad y boletería de ingreso a los estadios.


Tal como sucede con el narcotráfico,  aquí también es fácil caer en la fascinación del dínero rápido  y ganado a montones.  De allí a una distorsión grave de los criterios de valoración media un solo paso. Padres de familia, maestros, líderes de opinión y medios de comunicación deberían emprender una reflexión sobre ello. Para empezar, tendríamos que enseñarles a los pequeños que los logros de sus ídolos no se dieron por arte  de magia. Son el resultado de un talento natural, claro, pero también de días, meses y años de  entrenamientos, disciplina, rigor y privaciones. Pero además deberíamos recordarles que no todos pueden llegar a la cima y eso  no significa el fin del mundo. Y lo último,  pero no menos importante, que el deporte, la música, la actuación  y otras actividades sacralizadas por el negocio del entretenimiento , pueden ser un fin en si mismas, es decir, un camino para  alcanzar cierta forma de plenitud y no un simple medio para hacerse millonario en un abrir y cerrar de ojos, como creen muchos padres y traficantes de jugadores. En un escenario donde primen la mesura y la lucidez, los sueños redondos de  esta generación  tendrían menos probabilidades de  convertirse  en pesadillas cuando se den de narices con la dura realidad.