lunes, 20 de febrero de 2017

De bruces a la sima





Medellín, Colombia. Años cincuenta del siglo XX. Miles de inmigrantes llegan de todos los rincones del país. Muchos de ellos huyen expulsados por la violencia entre liberales y conservadores que sembró los campos de sangre y pavor. Otros arriban atraídos por el trabajo ofrecido por la creciente industria textil que, con el edificio Coltejer como máximo fetiche, devino símbolo y resumen de la ciudad durante medio siglo.
Así se formaron barriadas enteras habitadas por obreros y empleados: Manrique, Aranjuez, Antioquia, Zea, Florencia, Pedregal y Castilla destacan entre decenas de asentamientos  levantados con cemento y ladrillo a la vista.


Tres décadas después, a lo largo de los años ochenta, los hijos y nietos de esas familias vieron cómo la promesa se resquebrajaba. Las fábricas quebraron y lanzaron una legión de desempleados a las calles. Sin formación académica alguna, los padres habían tenido más oportunidades que sus hijos, muchos de ellos egresados de universidades públicas. A modo de telón de fondo los grupos de izquierda se hicieron voz de un malestar cuyas facetas violentas no tardarían en manifestarse.
Justo en ese momento, el narcotráfico emergió como opción de vida y legitimidad para una amplia franja de esa juventud que se sentía excluida.
Otros se vieron empujados a las filas  de la insurgencia y volvieron al campo abandonado por sus antepasados. Las armas fueron de hecho su manera de enfrentarse a la sociedad de la que se sabían marginados.
Unos cuantos- una minoría, en realidad- echaron mano de cuanto desecho encontraron, fabricaron precarios instrumentos  musicales y se arrojaron a las calles con sus ritmos ruidosos a decirle al mundo las razones de su desgarradura: abuelos desplazados y despojados, padres ausentes, madres explotadas, hermanas abusadas, pan escaso, discriminación en el aula… y allá al fondo, una ciudad de oropel que los ignoraba.


Tal como sucedió en los extramuros de Manchester o Nueva York, fue en esos barrios donde nació el Punk en Medellín. Al principio, las bandas trataron de imitar a The Ramones, Sex Pistols, The Clash y otras hordas de energúmenos  furiosos con el establecimiento que se aprestaba a pasar del estado benefactor al egoísmo despiadado de  la era  de Thatcher y Reagan.
Esos muchachos no tardarían mucho en comprender que podían  contar la historia desde la propia herida, sin necesidad de préstamos. Después de todo, el dolor, la violencia y el abandono abundaban en esas calles empinadas desde donde se divisaba la ciudad del poder, la ciudad de los otros.
Un rápido examen a  los nombres de esas bandas nos revelan la esencia de lo que  se gestaba: Mierda, Pichurrias, Los  Dementes, Semen, Pne, Tóxico Social o Relleno Sanitario. Incluso se concedieron licencias para hacerle un guiño iracundo al matriarcado antioqueño: Cuidado con las begonias,  era el nombre de uno de los grupos.
Desde luego, no todos eran Punk. En la naciente escena convergían el rock and roll, el metal, el hard rock y  el blues. Pero de esa suerte de magma surgió un vigoroso movimiento que, a través de letras elementales y un inédito despliegue de energía, dio cuenta de las ilusiones y la frustración de los muchachos en una sociedad cada vez  más desigual: por definición, el punk fue desde sus comienzos  un hecho político. Sus letras nos dicen cosas como estas: “Nunca triunfé/ yo siempre perdí/ y sin embargo sobreviví/ siempre nacido para perder/  Y hasta mi muerte ¡eh(sic) de perder!”.
A modo de bebida litúrgica esos chicos despachaban botella tras botella de  un brebaje  llamado “Tres patadas”,  capaz de prodigar en pocos minutos al oficiante  y  los feligreses el impagable don del olvido.


Uno de esos sacerdotes  era Esteban, baterista y fundador de una banda llamada DexKoncierto. Lo conocí  a finales de los ochenta en el municipio de Bello, donde vivía en una cueva desde la que desafiaba al mundo con proclamas que conmovían con su sencilla desnudez. Aún hoy, moviéndose entre Latinoamérica y Europa,  Esteban sigue animando la movida punk que circula por los subterráneos con sus discos en vinilo y sus fanzines.
De  a poco se armaron parches en las esquinas, en  parques, en canchas, en lotes abandonados. Grababan sus canciones en casetes y las echaban a rodar de mano en mano. Así nacieron leyendas que alcanzaron algún nivel de notoriedad cuando el director de cine Víctor Gaviria invitó a varias agrupaciones para la banda sonora de su película Rodrigo D No Futuro.
Un detalle: siempre  y en todo lugar las mujeres han estado presentes en la escena punk. Patricia Arenas, Yaneth Arias, Sandra, Natacha y  Constanza se contaban entre ellas.


Con estas y muchas otras cosas está tejido el libro Mala Hierba: el surgimiento del punk en el barrio Castilla, escrito por Carlos Alberto David Bravo, con prólogo de Fabio Garrido, bajo el sello editorial Desadaptadoz. Entre la crónica, el poema y el análisis sociológico las 177 páginas del libro nos conducen al corazón roto de una ciudad que por un lado encandila con la promesa del consumo sin límites y por el otro  atiza la frustración y la angustia entre quienes no pueden entrar a la fiesta.
 A través de una cuidadosa pesquisa que les sigue el rastro a los conciertos, las voces de los músicos, los lugares de encuentro, las  grabaciones y las notas  de prensa, el autor nos ayuda a descifrar algunas de las claves de esta música que les  sirvió a muchos jóvenes  para  lanzarse de bruces y con temeridad no exenta de ternura a la sima de su propia desazón
No sé si estos muchachos- hoy ya no lo son tanto- hayan leído a León De Greiff. Pero nadie puede poner  en duda que se bebieron hasta el fondo el zumo de  aquellos versos del poeta: “Juego mi vida/ cambio mi vida/ de todos modos la llevo perdida”.

PDT : les comparto enlace a la  banda sonora de esta entrada

miércoles, 15 de febrero de 2017

El legado de Pocahontas





Desde que, aupado por los medios de comunicación y las redes sociales, Donald Trump pasó de ser un atrabiliario hombre de negocios  a convertirse en presidente de los Estados Unidos de América,  le he seguido  el rastro a las posiciones asumidas por muchas personas  frente al fenómeno.
Están los desaprensivos, que lo ven  como un pintoresco- aunque tétrico- proveedor de material de trabajo para los caricaturistas del mundo  entero.
Existen los paranoicos, convencidos de que un día de estos el tipo oprimirá un botón y se desencadenará el infierno nuclear en el que pereceremos todos calcinados. Conozco un director de teatro que incluso le fijó   fecha al Apocalipsis en versión Yankee: 4 de julio de 2021.
Ubicados entre las dos líneas aparecen  los que  afincan  sus esperanzas en el conocido pragmatismo político y económico de los estadounidenses. Según esa tesis, cuando empiecen a escasear los consumidores, la mano de obra y los votos inmigrantes, alguien echará  mano de las leyes  y emprenderá una  batalla jurídica que conduzca a su destitución.


De mi parte, prefiero ubicarme en primera fila a ver como este individuo, que parece escapado de las  tiras cómicas y  cuya educación política empezó  en un reality show, camina sobre la cornisa de su propia desmesura y amenaza con despeñarse ante las  cámaras que animan el espectáculo.
Porque en realidad, Trump y lo que él  encarna es nada más que el desenlace ineludible de la vieja demencia norteamericana desnudada   por sus escritores y artistas desde el momento en que los peregrinos del Mayflower pusieron pie en  la nueva tierra.
Después de todo, el magnate es apenas otro entre los herederos de Billy the Kid, el más certero cazador de mexicanos de todos los tiempos.
Si disponen de tiempo me acompañan en el recorrido.
Según una variante de la leyenda, la princesa Pocahontas nació dotada con un himen sismo resistente. Así las cosas,  el capitán Smith no tuvo otra alternativa que asaltar la fortaleza con cañones de alta potencia. Resulta entonces que uno de los mitos  fundacionales de la nación americana es el resultado de una violación.


En Vineland, la novela de Thomas Pynchon, los pájaros de una granja californiana les roban la comida a los perros y acaban ladrando y  persiguiendo a los automóviles que cruzan la autopista interestatal.
Esta vez nos encontramos a las puertas del delirio.
En Moby Dick, el capitán Ahab persigue  a la ballena blanca con un empeño parecido al fervor metafísico.
Toda la urdimbre de la novela está definida por esa obsesión.
Sumo y sigo: en un  breve relato de Sam Shepard, escritor, actor y baterista de rock, una muchacha agoniza  con la palanca de cambios de una vieja camioneta incrustada en la vagina, después  de recibir una sobredosis de  afrodisiacos.
La furia sexual completa de esa manera el otro fragmento roto del espejo en el que los norteamericanos llevan contemplándose desde que abandonaron la vieja Europa para  adentrarse  en lo innominable, esa palabra tan cara a los relatos de Howard Philips Lovecraft.
Podríamos seguir enumerando y nos perderíamos en una madeja de historias cruzadas por las  viejas y conocidas señas de la identidad humana: Violencia, delirio, sexo y obsesiones. Y no es que esas cosas sean exclusivas de los norteamericanos, pero estos sí que han sabido convertir esos ingredientes en  la materia misma del alma nacional, al punto de atravesarlo todo: la cultura, la religiosidad, la economía, la música, las relaciones con el mundo y, por supuesto, la política.


Esa materia alienta  en los presidentes asesinados a lo largo de su historia cuando los precarios engranajes de la democracia dejan de funcionar. Palpita en las secuencias de las películas porno, tan parecidas a una cadena de montaje: es la fría y calculada válvula de escape a siglos de puritanismo y represión.  Galopa al ritmo de guerras prefabricadas por los negociantes de  armas y por los profetas del destino manifiesto.
Tomo aliento y  persigo esas señales  en las pesadillas de Edgar Allan Poe o en las aldeas olvidadas de Faulkner. En los grises arribistas de Saul Bellow o en los punkeros sin presente de Garth Risk  Hallberg. En las puestas en escena de Frank Zappa o en las invocaciones de Cohen y Dylan.
Si tienen tiempo y paciencia, podemos andar y desandar todos los caminos. Siempre volveremos al punto de partida  para confirmar que  Donald Trump, ese personaje que podría haber sido engendrado por Los Muppets, es apenas la síntesis, la versión perfeccionada  de una insania que ya  se agitaba en la mirada esquiva y en el aire crispado  que se advierte en los retratos de los padres fundadores.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Sísifo y el correcaminos





De niño, frente a la pantalla del  televisor en blanco y negro, siempre me fascinó la torpe obstinación del coyote  persiguiendo a ese pájaro zanquilargo por un desierto infinito.
Como todas las personas a esa edad vi decenas, cientos de veces los mismos episodios sin que llegara a cansarme la repetición.
Había una suerte de misterio en  esa sucesión de equívocos.
Ni los explosivos, ni las flechas ni las trampas artesanales le ayudaban mucho al coyote  en su propósito: a última hora, cuando estaba a un tris de atrapar su presa, ésta se le escurría de las garras. Algo pasaba siempre: o la pólvora  estaba húmeda o  le estallaba un segundo antes de arrojarla. Las flechas  erraban el blanco o chocaban con objetos surgidos de la nada. En fin, que la trampa se atascaba y el perseguidor terminaba adolorido y atrapado por su propio artilugio.
Tardé unas cuantas décadas para entender con algún grado de racionalidad que en esa  historia palpitaba una metáfora sobre las cosas inasibles: el deseo, la dicha, el  amor. Es decir, la vida misma.
Y entonces  me resultó ineludible pensar en  Sísifo empujando  su piedra cuesta arriba en medio de grandes fatigas… solo para reiniciar la tarea  pocos metros antes de llegar a la cima. O al menos a lo que  él creía que era la cima.

Igual que en la historieta.



O mejor dicho: igual que  en cada segundo, en cada minuto, en cada día, en cada año de nuestra existencia.
Por eso se queman muñecos de  Año Viejo y se brinda en la medianoche del fin del ciclo anual: para regalarnos la ilusión de que el pasado queda atrás y de paso creer que, ahora sí, vamos a  alcanzar al  Correcaminos de la propia vida.
Asunto imposible de  entrada porque perseguidor y perseguido son en realidad la misma criatura. Echamos a volar espejismos para olvidarnos del vacío que, como el  desierto, se extiende entre nuestro punto de partida y el  de llegada. Entre la  nada que nos precede y la que nos sucede.
Como nos lo han explicado tantas veces, desde antes de la escritura los mitos tratan de hacer comprensible el  enigma de  nuestro tránsito por el mundo. Todos los anhelos, los miedos, las fatigas, las obsesiones y los desencantos se resumen allí. Por eso trascienden  el campo del arte y la literatura para devenir espejos,  cifras de nuestra aventura personal y colectiva.
Allí está, por ejemplo, el mito del vampiro  atravesando siglos y geografías para  recordarnos la desesperación del  hombre viejo que busca en la piel, en la sangre de las muchachas un último aliento que le permita recorrer el tramo final.
O el más socorrido de todos: Prometeo sediento de infinito, encadenado a la roca de su propia impotencia.
Siglos atrás, los ancianos de la tribu estaban encargados de cuidar y multiplicar esa suerte de galería de espejos en que se mirarían  sus sucesores.
Los hijos de esta época disponemos de otros artefactos para contemplar el reflejo propio y el ajeno. Tenemos el cine, la televisión, las revistas, los discos, la internet y unos cuantos artificios  cada vez más sugestivos.


Pero no debemos confundirnos con el ropaje. En el fondo es lo  mismo: millones de seres persiguiendo algo  entrevisto en sueños o escuchado en medio de una conversación distraída.
Justo  en  ese punto  se desata una persecución en la que dejamos pedazos de nosotros mismos, como señales regadas al azar hasta que solo queda un montoncito de huesos ardiendo en el desierto.
Igual que en la historia de Sísifo y el Correcaminos.

PDT.  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.