jueves, 27 de junio de 2013

Del árbol de la belleza




Los cínicos lo han repetido tanto que siempre se está al borde de creerles: no son estos tiempos para la poesía y menos para la poesía amorosa, nos dicen. Estoy convencido de lo contrario: precisamente porque escasea , la palabra poética es hoy más necesaria que nunca. La precisamos en medio del reinado de la vileza y el fraude, sobre todo cuando el decálogo del sálvese quien  pueda sustituyó al principio de solidaridad  y el intercambio de secreciones como  epigrama del rito del consumo acabó por suplantar  a lo que un día se llamó  comunión de las almas.

“ El amor es tan valioso a causa de su escasez en el mundo. Por eso  cuando lo encontramos debemos procurar que dure lo más posible”  declaró una vez el premio Nobel de economía Paul Samuelson. En esa dirección apunta el libro de poemas  titulado Todos los días tu piel, del médico y escritor Juan Guillermo  Álvarez Rios. Tuvieron que pasar más de veinte años  desde la publicación de  Las espirales de septiembre  para tener entre las manos un nuevo libro de su autoría. Se trata de un centenar de poemas  sembrados con paciencia de viejo campesino,  alimentados con la tenacidad de un muchacho enamorado  y cosechados del árbol mismo de la belleza.

Siempre ha sido la poesía un fruto difícil. Está hecha de silencios, de largas cavilaciones, de breves momentos de lucidez y prolongados desencuentros con la palabra. Porque el del poeta es un trabajo dirigido a encontrar  la palabra precisa para nombrar el mundo: el de afuera y el de adentro. Quien escribe versos es un  cazador  solitario  en busca del vocablo  capaz de conjurar  la verborrea y las estridencias que ocultan la esencia de los seres y las cosas. Y  Juan Guillermo Álvarez tuvo desde muy temprano el talante del cazador. Lector de la gran  poesía universal supo afinar los sentidos para diferenciar  la joya del abalorio. “ Soy un ladrón de la belleza”, escribe , para agregar luego: “No sé como es esto de agradecer por lo robado”. Pero en realidad si lo sabe: su último libro es un sumario de agradecimientos a los dones recibidos, empezando por el impagable  hecho de estar vivo. “Porque  un sabor preciso nos descubrió los labios” afirma en  un verso fácil de convertir en canción. Pero  no es fácil como resultado de una fórmula , sino porque su obra entera está hecha de esa forma de música resultado del encuentro feliz entre las búsquedas del hombre y las resonancias del mundo. Su oído ha sido afinado tanto por los clásicos como por el mejor rock and roll de todos los tiempos. Por  momentos ese ritmo se expresa en  saltos mortales que dan vértigo: la guitarra de Jimmy Page se empeña en desnudar un corazón  herido.  Unos pasos más adelante todo es sosiego: los violines de una cantata de Bach anuncian la hora de la tregua.

 No hay poesía amorosa sin musa: la de nuestro poeta alienta en cada uno de sus versos. Puede cambiar de nombre, de edad o de color de piel, pero en últimas es la misma y única mujer  con muchos rostros. En ocasiones será la estrella de  los marineros. En otras hará las veces de sangrante herida pero en una u otra circunstancia  para el poeta es siempre la dadora de belleza. Y no hay belleza sin dolor, como nos lo recuerda  Álvarez en estos versos: “A diez pasos la belleza, otra/ Siempre y siempre la misma/ esta vez liberada y liberadora/ Gracias a la magia de otro rostro/ Me quita esa disnea, me regala/Otro bouquet  y me empuja/A viajar los pasos necesarios para sobrevivirla”.

Sobrevivir a  la belleza. Qué mejor destino para un poeta. Contra el lugar común,  ni el poeta ni el místico buscan  incendiarse o disolverse en la visión  de su divinidad. Lo que esperan es convertirse en  otro para  emprender el camino de vuelta  y alumbrar con su hallazgo el destino de otros hombres. Esa es la esencia del mito de Prometeo: un hombre se hace grande robando el fuego a los dioses  para entregarlo a sus semejantes. Solo así adquiere el derecho  a un lugar en los recintos de la poesía que, bien lo sabemos , es la fundadora del mito. En el último poema citado el autor da las gracias “ Por el imborrable aroma de los nísperos/Porque sé que usted sabe que  era cosa de vida/ Esto de robármelos/ Esto de  ir de su piel a su hueso/ Dios le pague”
No sé si exista  manera de agradecer una palabra pronunciada a tiempo. Como tampoco existe moneda para pagar el precio justo del pan temprano. Pero después de leer su libro, Juan Guillermo, Dios le pague. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Códigos de guerra


                                                          Ilustración de Pablo Calle

La vieja imagen del periodista consagrado a fatigar las calles en busca de historias ha sido reemplazada por  la de un grupo de personas sentadas en una sala de redacción, a la espera de que el mundo y sus avatares irrumpan en la pantalla del computador o se  manifiesten a través de las vibraciones de sus tabletas y teléfonos digitales.
En ese punto se centra hoy la discusión acerca del presente y futuro de los periodistas y los medios de comunicación, sobre todo cuando algunos expertos auguran que no tardarán mucho en ser suplantados por las redes sociales y su capacidad para generar oleadas envolventes de información.
No suscribo esta  última tesis. Al contrario, pienso que la calidad, la velocidad y el tamaño de la información nos obligarán a cualificar los criterios y por ese camino a no confundir las herramientas con el producto: por eficaces que estas sean no conducen a parte alguna sin los buenos oficios del orfebre, en este caso el periodista. En esa medida ni Internet ni los otros valiosos recursos tecnológicos podrán sustituir a las fuentes verificables y mucho menos al trabajo de campo, es decir a ese territorio palpitante donde el investigador se enfrenta a la vida  y sus protagonistas.
Por esas razones resulta tan gratificante encontrarse con trabajos de grado como el presentado por Laura Sánchez Largo, joven estudiante de periodismo de la Universidad Católica de Pereira. Su título es Cuando salí de Cuba, un reportaje donde recrea las condiciones  de vida de los presos por el delito de rebelión en la cárcel de Bellavista, ubicada en  el Área Metropolitana de Medellín.
Motivada por la convergencia de los diálogos de paz con las guerrillas y la crisis del sistema carcelario en Colombia, la  narradora emprendió la tarea de contarnos, desde las entrañas del penal, las visiones de mundo, los juegos de poder y las luchas por la supervivencia de un grupo de hombres que protagonizan tras las rejas su propia versión de la historia de Colombia.

                                                     Laura Sánchez Largo

En tiempos de facilismos  y de la religión del “corte y pegue”, Laura Sánchez se sumergió durante varios domingos en los pasillos de la cárcel de  Bellavista y desde allí recreó para nosotros con  aguda mirada y fina escritura la manera como se reproducen en el interior de las cárceles los códigos de un país en guerra: el equilibrio de poderes entre guerrilleros y paramilitares, la conquista de privilegios, los negocios particulares en un sistema donde hasta el aire vale plata  y las  inconsistencias y corruptelas del aparato de justicia nos son presentadas echando mano de las viejas y efectivas técnicas del periodismo narrativo.
Cuando salí de Cuba es también una muestra de los intentos por abordar el conflicto armado  sin los maniqueísmos de la secular división entre buenos y malos. Para ello la autora se apoya tanto en la definición legal de preso político, rebelde o insurgente, como en el manejo que los organismos internacionales  y  las asociaciones de derechos humanos les dan  a esos conceptos y a la manera como repercuten en la información sobre el conflicto. Pero ante  todo están las historias, obtenidas de la  voz misma de los protagonistas, que  en este caso se llaman Nilson, Alirio, Luciano o Damián, hombres   que gravitan entre el idealismo , el pragmatismo, la arbitrariedad y la contumacia : por eso mismo  ilustran tan bien  una cierta manera de ser colombiano.
En la escena final del reportaje asistimos a una suerte de alegoría: hartos de consumir una magra dieta de  agua con apio, un grupo de reclusos decide sacrificar la enorme rata que habían adoptado como mascota. A modo de protesta la cuelgan en el bongo o comedor del patio. Suspendido de  una cuerda el cadáver del animal parece resumir muchos episodios de la reciente y remota historia de Colombia. Es por eso que textos como este le devuelven a uno la esperanza en el periodismo como recurso indispensable para contar, pensar  y comprender la realidad. La Universidad Católica de Pereira está en mora de  crear las condiciones  para que este tipo de trabajos sean divulgados y conocidos más allá de las aulas y no se reduzcan a la mera condición de requisitos para optar a un título profesional.




jueves, 13 de junio de 2013

El hombre oxidado




No resistí la tentación de contarles la historia de mi encuentro con El hombre oxidado. Como bien saben ustedes, caminar por las montañas  equivale para mí  a la misa dominical de muchos mortales. En mis recorridos suelo cruzarme con personas que piden  alguna cosa: agua, pan, orientación sobre la ruta, la hora o un simple saludo.
En esta ocasión fue distinto. Era una de esas mañanas luminosas que le hacen honor al nombre anglosajón para el día domingo: Sunday. El hombre  estaba de pie junto a la puerta desvencijada de su finca y me pidió que le diera una mano para empujar su auto renuente a encender o a dar cualquier señal de vida mecánica. “Debo hacer una diligencia y el maldito no responde”, dijo a modo de explicación. Era un tipo de unos sesenta años, de figura estilizada y buenos modales, con la característica nariz roja de los borrachines por vocación. En el cuello lucía una profusión de collares que bien podían hablar de un pasado hippy o de una reciente conversión a las causas ambientalistas.
Fue así como entré a  la casa de El hombre oxidado. Mi primera impresión fue la de una pieza floja en los goznes del tiempo. Por las grietas del patio de cemento se asomaban unas minúsculas plantas de flores amarillas,  animadas por una curiosidad recién descubierta. En un cobertizo que alguna vez  fue albergue de gallinas devenido mausoleo de objetos domésticos se apilaban sillas de mimbre,  sofás despanzurrados, maletas con sellos de aduana de países remotos, sombreros de plumas sin plumas, neveras portátiles, libros de hojas marchitas como mariposas disecadas, aparatos de radio, guantes de beisbol y pelotas de baloncesto.
Este hombre viajó mucho y un día se apeó  o alguien lo abandonó en esta estación fuera del tiempo y el espacio, pensé  mientras empujaba, en un esfuerzo inútil, su viejo  Dodge de los años setentas  que  gemía entre estertores de latas como un  enfermo desahuciado.
Vencido, me ofreció un vaso de agua a modo de recompensa. Atravesé   la sala, presidida por  una máquina de escribir marca  Olivetti  y una colección de  discos de vinilo en la que sobresalían la Primera Sinfonía de Brahms, el Sticky Fingers de  The Rolling Stones y El violín de Becho, de Alfredo Zitarrosa. Instalados en la cocina rehusé sentarme en una silla metálica  que amenazaba ruina y me concentré en la visión de una enorme nevera con aire de ballena encallada,  sobre la que reposaba un horno de microondas  cubierto por una capa de óxido que  le daba aspecto de armadillo.  De vuelta a la sala me detuve ante una colección de ejemplares del Almanaque Mundial en  cuyos mapas todavía figuraban países como Abisinia, Yugoslavia  o El Congo.
Pero todavía me esperaban sorpresas. De una de las paredes colgaba un calendario detenido en el mes de marzo de 1993. Tal vez  fueron los días en que, por alguna razón, mi anfitrión se deslizó fuera del sistema o este lo expulsó a él por alguna falta, un vicio o una pasión secreta. Fue por esa época cuando decidió abandonarse al mismo ritmo  irrevocable de sus objetos domésticos, me dije. Entonces comprendí: lo que en principio confundí con bronceado era en realidad una pátina de metal que lo acercaba a la condición de escultura antigua, quizás uno de sus secretos anhelos.
Cuando le devolví el vaso  vacío después de beber un agua con sabor a herrumbre vi en  el dedo anular de su mano derecha el resplandor dorado de una sortija matrimonial. El único objeto   a salvo de la capa metálica que parecía constituir el ADN de la casa. Algo adivinó en la expresión de mi rostro, porque me paralizó con el fulgor de sus ojos acuosos invitándome  a no formular preguntas personales. Le pedí ayuda  para empujar mi carro, fracasamos en el intento, lo recompensé con un vaso de agua y eso es todo, me decían esos ojos detenidos, como la casa misma, en un paisaje remoto. De modo que  le agradecí el agua, lamenté no haber sido de mucha utilidad y seguí mi camino, imaginando las múltiples circunstancias que pudieron  haber llevado a El hombre oxidado a echar anclas para  siempre en esta grieta del tiempo.

jueves, 6 de junio de 2013

Azarosos destinos




El  veinte de agosto de 1940, mientras la muerte y el horror se enseñoreaban del planeta disfrazados de Segunda Guerra  Mundial, los destinos de dos  hombres se  cruzaron de manera irreversible en una casa de Coyoacán, México, un país sacudido a su vez  por las reformas nacionalistas emprendidas por  el presidente Lázaro Cárdenas.
Uno  de los hombres, Liev Trotsky había encontrado en  ese país de dioses sanguinarios, pieles mestizas y sabores ardientes el refugio negado en otros lugares de  la tierra , luego del destierro decretado por su antiguo camarada Josef  Stalin.
El otro, Ramón Mercader, un español nacido en la rebelde y arrogante Cataluña, había librado en el frente Republicano  una batalla perdida de antemano contra  las huestes de Francisco Franco. En el momento de su encuentro final, el  exiliado soviético tenía en la mano un papel y un lápiz con el que pretendía corregir sin fortuna un fallido artículo de prensa escrito por el catalán. Este último, blandía un pico de alpinista que una fracción de  segundo después descargaría con toda la fuerza de su odio sobre el cráneo del que  fuera comandante del  Ejército Rojo durante los días de la guerra que implantó durante varias décadas el evangelio marxista sobre la tierra.
A partir de esa imagen,  empujadas por una fuerza  centrífuga, se desencadenan las historias que conforman la novela El hombre que amaba  a los perros, del cubano Leonardo Padura, un escritor conocido hasta entonces por la perfección de relojero de sus relatos policíacos.
Algunos la asumen como una fatalidad y entonces le dan el nombre de destino. Otros la  conciben como algo contingente y prefieren  llamarla azar.  En el fondo da lo mismo: cuando esa fuerza se desata la vida de un individuo o de una sociedad acaba arrastrada hacia el centro de una vorágine que, a falta  de un nombre mejor, optamos  por llamar historia, con mayúsculas o minúsculas. Depende de las circunstancias. En  el relato que nos ocupa, estas últimas convirtieron a Trotski en  víctima y a Mercader en victimario. Sutilezas aparte,  podemos aventurar una conjetura:desde el comienzo había algo de premonitorio en  el apellido del asesino.
Contra toda apariencia, los protagonistas  de la novela tienen algunas cosas en común. Ambos aman a los perros y encuentran en ellos formas de nobleza  impensables en los humanos. Los dos viven una experiencia errante y errática responsable en buena  medida del desenlace de sus vidas. Pero, ante todo,  los dos creían con fervor  religioso en la promesa de justicia social implícita en la doctrina comunista que muy temprano, al materializarse, se revelaría como un infierno solo comparable en la historia moderna  a la pesadilla desatada por los nazis. Sin conocerse, un cisma los convirtió  en enemigos: mientras Trotski adivinó  muy pronto   el absolutismo, la megalomanía y el horror agazapados en la magra figura de Stalin y luchó hasta el final de sus días para detener  su avance, Mercader fue un devoto creyente en los postulados del estalinismo hasta una fase tardía de su vida.
Justo en medio de esas dos vidas  arrastradas por las contradicciones  y vilezas de la política real, asistimos   a la aventura vital del narrador, un escritor amargo que presencia  y padece en la propia piel el derrumbe de  otra utopía: la de la revolución cubana, convertida en un cenagal de miserias, silencios, fugas, destierros y mentiras, mientras la dirigencia responsable de ese desastre parece vivir en otro mundo. Atrapado  en un presente  que abarca los años finales del siglo XX y los comienzos del XXI Iván- así se llama el hombre que acaba de perder a su esposa y malvive corrigiendo una  revista de veterinaria- recrea ante nuestra mirada el nacimiento, pasión y muerte de un sueño social y político devenido, como todas las ilusiones humanas,  simple caricatura de sí mismo. Solo que en este caso la caricatura no mueve a risa. Han sido tantos los engaños, el miedo y el dolor acumulados durante medio siglo, que solo removiendo las cenizas de un drama como el protagonizado por Trotski y Mercader es posible llegar al día siguiente  atizando en  el rescoldo de los relatos ajenos la dosis de calor apenas necesaria para calentar los propio huesos.