martes, 29 de septiembre de 2015

Baile en el vacío




 “Una pereirana ganó un reality. Mañana a las 2 p.m. habrá caravana desde el aeropuerto y luego será condecorada en la Gobernación, según anuncia la jefe de prensa de ese ente territorial donde manda el señor Botero”.
Activo  como se mantiene en las redes sociales,  el periodista Abelardo Gómez  me envió el mensaje apenas supo la “noticia” el lunes 28 de septiembre. El hombre conoce mis obsesiones con la banalización de la  vida cotidiana y concluyó- con razón- que allí habría un buen filón para un artículo.
Al principio fue una sospecha. Después se convirtió en una certeza: la publicidad, el mercadeo  y los medios de comunicación crearon una realidad paralela en la que la gente  se instala como una manera de hacerle el quite a la vida de todos los días. En esa lógica resultan más importantes los detalles sobre la lencería que utilizará la actriz  Sofía  Vergara en su noche de bodas, el próximo episodio de la telenovela de turno o la evolución de la rodilla de Lionel Messi.  Exiliados en esa burbuja, renunciamos a cualquier posibilidad de abordaje crítico del mundo y por ese camino eludimos la responsabilidad de intervenir en él.


No sé a ustedes, pero desde su aparición, siempre me han inquietado los múltiples y ambiguos matices del concepto de reality show  ¿Es  la realidad convertida en espectáculo  o éste último vuelto realidad? Por lo visto, el fenómeno funciona en ambas direcciones. De un  lado,  están las personas que se someten a la humillación de   contar sus miserias ante millones de televidentes a cambio de unos cuantos pesos. Situado en los límites de la alienación, el público se solaza en el dolor del otro, no por un talante malévolo, sino porque  carece de los elementos para  elaborar un juicio crítico y por lo tanto para entender y valorar la compleja trama de contradicciones sobre la que se teje una vida. Es más: ni siquiera es capaz de establecer distancia entre los comerciales y  la narración. Para él todo es ya un solo producto en el que las lágrimas se mezclan con la fragancia del último perfume de Shakira.
En el otro frente  el espectáculo se ofrece como sucedáneo de la vida.  Reunidos en una isla desierta donde se simula el mito de Robinson Crusoe o en un país exótico donde los rigores del clima y el rostro áspero de la naturaleza  forman parte del catálogo, un grupo de individuos  juega enfrentarse a situaciones extremas.  Juegan: porque a diferencia de los antiguos héroes de los  viajes  iniciáticos, los exploradores modernos viajan con seguro de vida, se vacunan contra enfermedades tropicales  y disponen de socorristas  escondidos tras bambalinas, dispuestos  a auxiliarlos cuando las cosas pasan de castaño  a oscuro.


Por todo eso me  impactó el mensaje  de Abelardo Gómez. Que un ama de casa, un oficinista o una colegiala  crean sufrir con las vicisitudes  de  la estrella de su reality favorito resulta más o menos comprensible. Pero que un gobernador piense de veras   que hay algo heroico en ganarse un reality show  es indicio de grandes fisuras en la manera de ver el mundo. Me  alegra mucho que la señora Vanessa Posada  se haya ganado su  buen fajo de  billetes,  aunque sean devaluados. Pero eso de armar caravanas, entregar condecoraciones  y decir que   ese hecho representa no sé qué cosas sobre  la mujer pereirana, resulta no solo una muestra de frivolidad tropical- lo   que no constituye novedad alguna- si no el indicio  de que  alienados, controlados y empujados por los medios de comunicación, hemos aprendido a  interpretar un peligroso baile en el vacío.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Los designios del fuego




 “Otro tanto sucede al final de la calle: crece la jauría que destroza, encarnizada, la textura grácil de un fémur seco”. Con esa frase, nimbada de  una  extraña frialdad poética,  concluyen   las 108 páginas de El museo de la calle Donceles, la  obra de Rigoberto Gil Montoya, finalista del  concurso de novela  convocado por la Universidad Javeriana en 2014.
Como un fémur seco: así son esos objetos exhibidos  en los museos, que contemplamos con el estupor de quien asiste a la precaria y fugaz resurrección de  una  suma  de sucesos caros a la propia vida y a la de los otros. No por casualidad, alguien definió al museo, a los museos, como “Cementerios de recuerdos”. Y lo dijo también Ernesto Sábato, escritor  clave para el relato que nos ocupa: “En últimas, vivir consiste en construir  futuros recuerdos”.


Convencido de esto último, Ovalle, el narrador de la novela, accede a los deseos de  Carmela, su madre y juntos abren un museo, aunque atendiendo a conceptos y propósitos distintos. Mientras para la mujer  las cosas tienen un valor en sí mismas  y por eso en su colección pueden convivir  las flores artificiales y los bordados de artesanía, para el hijo, profesor  en la  Facultad de Artes Visuales, el único sentido de los objetos reside en su capacidad para narrar  una historia a quien los contempla. Es decir, lo mismo que sucede con los buenos libros. El museo de Carmela es anodino. El de su hijo es, entretanto, enigmático
La anécdota básica es propia de las novelas de género negro que tanto apasionan  al escritor Gil Montoya.  El  martes  25 de marzo de 2003, con la luna en cuarto menguante, un incendio destruye  las instalaciones del museo, mientras el profesor Ovalle está ausente, luego de  una de las frecuentes disputas con la madre. El cuerpo de la mujer no aparece, lo que a los ojos de la policía convierte al hijo en sospechoso. La sentencia aquella de “Sin cuerpo no hay prueba”, que para algunos no pasa de ser un tecnicismo jurídico, deviene en este caso asunto metafísico.

                                               Rigoberto Gil Montoya

Y aquí concluyen los parentescos de género, porque El museo de  la calle Donceles es en realidad un apasionado tributo a la  capacidad de la literatura para crear mundos, destruirlos y refundarlos  luego en otra parte.  No por casualidad  el relato está surcado por  la presencia de Alejandra Vidal Olmos, esa criatura de ficción, más real que muchas mujeres  de carne y hueso, que se  prende fuego en  el ático de un viejo caserón de  Buenos Aires, como una manera de hacerse eterna: al modo del viejo mito,  renacerá siempre de sus cenizas, cada vez que un lector se asome a las páginas de Sobre héroes y tumbas.
Pero no es solo Sábato quien habita estas páginas. En un incesante ir y venir, los destinos de personajes de ficción se cruzan en distintos tiempos y lugares.  De Ricardo Piglia a Carlos Fuentes, pasando por los más cercanos  Octavio Escobar y Orlando   Mejía hasta llegar  al objeto supremo, al fetiche mayor: la primera máquina de  escribir que poseyera Gabriel García Márquez,  robada  durante los saqueos posteriores al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en una  innombrada  Bogotá el 9 de abril de  1948.


Como si su designio fuera el fuego, la máquina desaparece en el incendio del museo de la calle Donceles,  lo mismo que el cuerpo de su propietaria. En ese lapso, por motivos distintos,  Ovalle pasa una buena temporada en la cárcel. Al salir de allí, cree haber encontrado asidero para su vida en un empleo como profesor de artes.
Pero la memoria es implacable. Un día,  la máquina reaparece, embalada en un guacal  y con ella  el fantasma  de Leopoldo Vallejo, antiguo amante de  Ovalle. El río de los recuerdos, la máquina del tiempo, empiezan a correr hacia atrás, devolviéndonos de golpe  a la esencia de todo proyecto literario: librar una  batalla sin cuartel contra la desmemoria.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Vida al parque




 Durante la celebración de los cincuenta años de presencia de la Alianza Francesa en Pereira, el gestor cultural Jorge Mario Quintero contaba  en detalle cómo se tomaron el  parque Olaya  Herrera  para la realización de la Fiesta de la Música, un evento que  se remonta a las tradiciones del mar Mediterráneo europeo, relacionadas con  los ritos del solsticio de verano.
Con el paso de los años el evento echó raíces en la ciudad y se hizo a su propio lugar, al lado de festivales como  el del bambuco, el bolero, el de música sinfónica  y Convivencia Rock,  abriendo así espacios para las distintas tendencias  que dan cuenta de  nuestra diversidad cultural.


Así se han hecho las cosas entre nosotros. Ante la ausencia de políticas  públicas serias y pensadas a largo plazo, artistas, creadores, instituciones y gestores se han apropiado de los espacios con sus propuestas, fortaleciendo así un patrimonio colectivo que permite mirar con  una buena dosis de esperanza el futuro inmediato.
Nunca  un  patrimonio había sido tan desaprovechado  en la ciudad como el parque Olaya Herrera. Cuatro manzanas de zonas verdes en una capital  con grandes carencias en materia de opciones para  el uso creativo del tiempo libre. Y eso a pesar de estar ubicado junto al edificio de la Gobernación de Risaralda  y a la antigua estación del tren donde funcionó durante muchos años la biblioteca pública Ramón Correa Mejía. Pero además esá situado a cinco cuadras de la Plaza de Bolívar y a un costado de la calle de la fundación.


Ante la indolencia de las autoridades, responsables de su buen uso  y de brindar seguridad, el lugar se convirtió en una tierra de nadie. Desierto de  día y oscuro de noche, representaba toda una tentación  para los malandrines, atentos al  paso de algún incauto para despojarlo de sus pertenencias.
Fue así como el Olaya se convirtió en  lo que los expertos en jergas urbanas llaman  un “Territorio de miedo”. De esa manera se  origina una espiral perniciosa en la que la gente se aleja de los lugares porque los considera peligrosos, facilitando  de  ese modo su ocupación por parte de los delincuentes.
Y entonces,  llegaron los ritmos musicales a  llenar de vida esos territorios. Como su nombre lo sugiere,  La Fiesta de la Música no se circunscribe a un género determinado. Por sus puertas cruzan raperos, rockeros, salseros, metaleros, amantes del  jazz,  de la música sinfónica, del hip-hop y de una decena de ritmos más. A su llamado acuden personas de  todos los géneros y edades, hermanadas por dos  cosas: el amor por la música  y el respeto  hacia los gustos de los demás. Algo parecido acontece con Convivencia Rock, un  evento que reúne a las casi infinitas  vertientes de este género musical que un día se extendió por el mundo y se fusionó con algunos de los ritmos de sus lugares de acogida. En Colombia, nada más, tenemos bambuco rock,  cumbia rock, carranga  rock y unas cuantas fusiones más que dan cuenta  de la inagotable capacidad de la música  para  mezclarse cada vez que se cruza con una expresión nueva en el camino.


Pero no fue solo la música la que acabó por devolverle la vida al parque. Exposiciones de  pintura, jornadas de animación de lectura dirigidas a niños, jóvenes, adultos y viejos. Teatro  de calle, danza  folclórica  y contemporánea forman hoy parte de un paisaje que nos enriquece  y  le da nueva forma a la ciudadanía. Y todo a partir de tomas espontáneas de unos espacios  que nunca representaron interés alguno para las autoridades civiles . Uno pensaría que desde la Gobernación de Risaralda se debieron haber trazado desde hace mucho tiempo acciones en ese campo, pero no fue así. Por fortuna, la corriente de la vida acaba por imponerse a la desidia del burócrata.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada