jueves, 26 de diciembre de 2013

El vino de los años




La poesía anda de cumpleaños por estas fechas. Un  27  de diciembre de  1943, cuando medio planeta se  desangraba en la Segunda Guerra Mundial, nació en el Poble Sec, barriada obrera de  Barcelona, un niño a quien bautizaron como Joan Manuel Serrat i Teresa, hijo de  Ángeles y de Josep.
España atravesaba la oscura noche del franquismo, alimentada con los mitos forjados por el régimen para mantener adormecida a la muchedumbre: la cantante y bailarina Sarita Montiel, el torero Manolete y el niño protagonista de la película Marcelino pan y vino. Los juegos  entre el Real Madrid  y el Barcelona ya eran para entonces  una suerte de metáfora de la radical confrontación entre la tenaza de los fascistas y las aspiraciones libertarias de los republicanos.
“En realidad, lo que me empujó a tomar la guitarra y cantar fue la ilusión de que así podría tocar con mayor  facilidad el culo a las muchachas”, le dijo una vez al periodista  Juan Carlos Pérez Salazar en una entrevista concedida al suplemento cultural del periódico El Mundo de Medellín, en una muestra más de ese humor suyo que derrama a partes iguales en la conversación y en las canciones como un vino generoso.
Con la esperanza de   mitigar las angustias económicas de la familia se tituló de perito agrícola, en una especie de decisión premonitoria: en la etapa tardía de su carrera  musical se convirtió  en propietario de viñedos que cuida, según sus amigos más cercanos, con la misma dosis  de rigor y ternura que siempre  consagró a la composición de sus canciones.
De  ternura y rigor están hechos esos versos suyos que varias generaciones convertimos en banda sonora de   la propia vida.  Aunque  se niega al calificativo de poeta - “Solo soy un artesano de la canción”, dijo en una oportunidad- la belleza de  cientos de poemas crónicas está allí para refutarlo. No por casualidad miles de melómanos eligieron   a  Mediterráneo como la canción más bella  cantada en lengua castellana. Una ironía, si nos atenemos a su empeño temprano en cantar en catalán. Lo vi por primera vez en compañía de Juan Carlos un   7 de noviembre en el Teatro Metropolitano  de Medellín. Había una calidez en el aire, una manera de darse al público que marcaba un notable contraste con el  engreimiento tan corriente en el mundo  de la canción, donde  muchos no piden audiencias sino adoradores.
Esa noche, cuando interpretó  Aquellas pequeñas cosas, una mujer entrada en los cuarenta se rompió en fragmentos diminutos, como  si estuviera hecha de porcelana. Así son sus canciones: siempre pulsan una cuerda  esencial de nosotros mismos, ya se trate del ideario sentimental o de las convicciones políticas, porque sus intereses creativos siempre  han gravitado en esos dos terrenos. Un himno generacional de la índole de  La mujer que yo quiero se ve complementado enseguida por la  indignación acumulada en una canción como Disculpe el señor. En el universo serratiano la vida íntima  y la política habitan cuartos contiguos.
Son  muchos los seres humanos con  los que he tendido puentes a través de sus canciones: Juan  Carlos, Rigoberto, Julio César, Alberto Verón, Diego Jaramillo, Edison Marulanda, Guillermo Constaín, Germán Gómez, Maurier Valencia. Y  pesar de que la vida, como es su obligación, nos ha puesto a transitar por caminos distintos y a veces irreconciliables, cada vez que escucho   al poeta  catalán  experimento un sentimiento de gratitud por la manera en que cada uno de ellos me ha ayudado a estar vivo. Al  fin y al cabo “Decir amigo/no se hace extraño/ cuando se tiene/ sed de veinte años/ y pocas pelas/ y el alma sin media suelas”.
Cuentan los cronistas que muchos argentinos sintieron que la  horrible noche de la dictadura había cesado cuando el Nano volvió  a cantar en su país. La verdad es que el hombre había hecho méritos para ganarse el odio de tipos tan siniestros como Franco, Pinochet o Videla y eso le costó su buena dosis de exilio. Por un pelo se escapó de nacer el 28 de diciembre, el día  en que los católicos honran la memoria de los  Santos Inocentes. No importa, ahora que  cumple 70 quiero escanciar el vino de los años, el vi de l´any, por la dosis de belleza que le ha regalado a mi vida y a la de tantos coetáneos.

PDT: les comparto enlace del tributo que Joaquín Sabina le rindió a su compinche Serrat.
 http://www.youtube.com/watch?v=Z_kH6tm9ouw

jueves, 19 de diciembre de 2013

Apague y vámonos





Gildardo  Cordero tiene setenta y cinco años. Conoce a la perfección el sentido de dos verbos: el infinitivo trabajar y el participio pasado de desplazar. En la década del cuarenta del siglo pasado llegó en compañía de sus padres, entonces una  pareja de jóvenes colonos santandereanos, a desbrozar monte en las inmediaciones de Quinchía y Riosucio. Menos de un lustro después, cuando la tierra estaba produciendo maíz, frijol, yucas y plátanos, además de albergar media docena de cabezas de ganado, los amos del mundo, representados por un reducido grupo de propietarios, decidieron que ya era suficiente con tanto advenedizo y desataron  una de las periódicas carnicerías que en la Historia de Colombia han tenido y siguen teniendo un fin único: apropiarse de la tierra labrada y valorizada con el trabajo de otros. El pretexto, ya lo sabemos, fueron las disputas  entre liberales y conservadores, que tras su ropaje  ideológico escondían en realidad un propósito que los hermanaba: por un lado  extender los límites de los latifundios, sin importar si había que hacerlo a sangre y fuego  o con la complicidad de notarios y funcionarios venales que  autenticaban documentos fraudulentos. Por el otro, la necesidad de proporcionar mano de obra joven y barata a la naciente  industria que se insinuaba en ciudades como Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla. Negocio redondo por donde se le mirara.
Durante diez años fueron protagonistas de un éxodo que los condujo hasta las inmediaciones del municipio vallecaucano de Sevilla hasta que,  dos años después de la llegada del dictador Gustavo Rojas Pinilla al poder, animados  por las noticias de parientes y amigos  que se habían adentrado en el sur del país,  viajaron al Caquetá donde, una vez más, reemprendieron la tarea iniciada quince años atrás.  
 Cuando cumplió  veinte años Gildardo se casó con Hermelinda Impatá , una muchacha de origen indígena que también había  llegado con sus mayores huyendo de las matanzas en el occidente de  Caldas.  A dos horas de Cartagena del Chairá se dedicaron a   cultivar la tierra  y a engendrar hijos con un fervor bíblico: siete hombres  y cuatro mujeres, más   veinte cuadras de tierra fueron el resultado de ese empecinamiento. Cuatro décadas transcurrieron viendo crecer a los niños y parir a las vacas, mientras lejos, muy  lejos  de casa, otros  construían  por ellos eso que se ha dado en llamar   “el destino nacional”, un engendro  fabricado  con la codicia de unos cuantos y amasado con la miseria  y el dolor de muchos. En esas andaban  cuando oyeron hablar  por primera vez de la palmicultura y la producción de insumos para los biocombustibles: ellos, que todavía se movilizaban a lomo de caballo y mula. El resto sucedió  tan rápido como el ataque de una serpiente. Ofertas de compra, amenazas veladas y ataques directos que, medio siglo después, los pusieron otra vez en camino sin otro patrimonio que la ropa que llevaban puesta. 
Hoy, hacinados en una habitación de la pomposamente llamada  “Ciudadela  Tokio” en la ciudad de Pereira, Gildardo Cordero y su familia son la prueba viviente de  la perversa eficacia de unas  políticas agrarias dirigidas a  acorralar a los  campesinos, para que no tengan una salida distinta a  la de vender al mejor postor y dejar la tierra a disposición de toda suerte de mafias ilegales y legales. Al fin y al cabo ya no se necesita producir alimentos, pues en su defecto los importamos por millones de toneladas desde que la apertura económica llegó  para quedarse. Entretanto, a  miles de personas como Gildardo no les queda  otra opción que mirar a su pareja , y con el  desconsuelo instalado en el corazón pronunciar una vez  más la vieja frase aquella: mija, apague la luz y vámonos.

martes, 10 de diciembre de 2013

Ordóñez el perverso




                                              Cortesía de Matador

En la Colombia de hoy Procurador se escribe con p de perverso. Iba a decir con p de puta, pero me pareció un irrespeto con esas honestas y serviciales damas. La decisión de  destituir  al alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, por parte del funcionario que hoy detenta un cargo elevado al rango de poder celestial, es apenas el colofón para una suma de  arbitrariedades en las que las creencias  religiosas y  los prejuicios ideológicos reemplazan al criterio como base de cualquier juicio.
 Ni soy simpatizante del movimiento Progresista ni Petro es santo de mi devoción. Su soberbia me parece una de las peores características de un gobernante: lo enceguece a la hora de medir los alcances de sus actos. Pero lo que acaban de hacerle es una infamia que avergonzaría a  una sociedad con un sentido distinto de la decencia. Sobre todo porque el más retardatario sector de los colombianos,  convencido de que las grandes  decisiones se toman pasando las cuentas de una camándula, le está cobrando al alcalde de Bogotá  por partida doble: su antigua militancia en la  guerrilla y sus   actos de gobierno que afectaron los intereses de  grandes grupos de poder, entre los que se cuentan el uribismo en el campo político,   aparte de los carteles que monopolizaron durante  años el colosal negocio de la basura en Bogotá y los empresarios de corridas de toros, que incluyen ganaderos,  apoderados, intermediarios y otros actores vinculados a la actividad.
Para expedir la resolución que destituye e inhabilita por 15 años al alcalde Petro, el Procurador se centró en el caso de las basuras. De todos es bien conocido que el cambio de modelo del manejo de los  residuos en la capital del país causó en su momento  un caos generalizado,  aprovechado al máximo por los  opositores del alcalde, a través de la manipulación de unos medios de  comunicación afectados a su manera por  la pérdida de la pauta de quienes controlaban el manejo de las basuras y la actividad del reciclaje. Es bien sabido que en este último negocio tienen intereses los hijos del ex presidente Uribe.
Con el paso de los días, la situación se normalizó, hasta el punto de  que muchos de  quienes fueron feroces críticos de la medida hoy reconocen sus bondades. Sin embargo, el  Procurador, actuando  más como vocero de esos intereses particulares que del conjunto de la sociedad, ya se había jugado esa carta  y no podía echar marcha atrás. El resultado es la destitución del alcalde y por ese camino el regreso de una situación de incertidumbre que ha acompañado el ejercicio político y administrativo de Bogotá en los últimos años.
Es tan visible la mala intención del Procurador y de quienes influyen  en sus decisiones, que incluso personas cercanas  a él no dejaron de advertir la evidente desproporción entre la sanción de tres meses impuesta al anterior alcalde Samuel Moreno, implicado en gravísimos casos de corrupción   y el castigo aplicado a  Petro: 15 años que en la práctica echan por tierra su carrera política y todo por una acción administrativa, rodeada en principio de yerros, pero que con el paso del tiempo  consiguió equilibrar las cargas.
Otro de  los grupos que enfocó toda su artillería pesada contra el alcalde fue el de los taurinos. No es del caso discutir las bondades  estéticas de la tauromaquia. Lo  cierto es que al suspender  el contrato  para la realización de corridas de toros en Bogotá  el alcalde desató las furias de un  sector de la élite colombiana, afecta a  esa práctica y vinculada también al negocio. Entre algunos de sus representantes se encuentra el ex ministro  Germán Vargas Lleras y varios integrantes de la familia Santos, antigua propietaria del periódico  El  Tiempo.
Alineados de entrada en su contra, los medios de comunicación de Colombia no le han reconocido una buena al alcalde. Ni siquiera los aciertos de su modelo de salud o  el acompañamiento a los ciclos educativos de niños y jóvenes. Con todo, ha sido tal el despropósito del Procurador que ya algunas voces empiezan a reclamar medidas que limiten  el desmedido y arbitrario poder otorgado a ese cargo. Y  esa  es la noticia buena del asunto:  esas primeras muestras de lucidez son el resultado directo de los propios desmanes en que ha incurrido Ordóñez el perverso en el ejercicio de sus funciones.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Pócimas de brujas




Leo  en una revista de divulgación científica que los fabricantes de perfumes invierten sumas millonarias en desarrollar componentes químicos capaces de despertar los más aletargados instintos sexuales de quienes los perciben.  De hecho, en la publicidad de revistas exclusivas para hombres   o mujeres se insiste en que los productos anunciados “ pueden volver loco al más indiferente”.
Ah, carajo. De modo que las pócimas de brujas no son patrimonio exclusivo de la  Edad  Media, me digo mientras pienso, con no poca dosis de desazón, si las historias de amor que me dejaron el corazón hecho trizas durante varias décadas no fueron el resultado de un trance casi místico provocado por los dardos de Cupido, sino el desenlace  ineludible de una conspiración de la industria del perfume  ¿Qué  hacer entonces con los poemas de Pablo Neruda, las canciones de Agustín Lara, las baladas de Nicola di Bari, los versos de Lennon y Mc Cartney o las serenatas con música de Los Panchos? Confieso que me sentí tan  estafado como esa remota noche de diciembre  cuando descubrí que el Niño Dios no era otro que mi abuelo Martiniano en calzoncillos.
En busca de consuelo, consulto un bestiario medieval  y encuentro la siguiente receta para atrapar de por vida al objeto del deseo:
-5 huevos podridos
- 6 sapos
-3 ojos de ratón
-7 rabos de gato muerto
-2 tripas de buey
- Pelo de la persona amada
Bueno. La verdad, les digo  que no se diferencia mucho de lo hallado en un manual de química básica, donde  nos dicen que la Feniletilamina, uno de los detonantes del estropicio amoroso, es una amina aromática muy simple, de fórmula C8H11N, definida como un alcaloide neurotransmisor monoamínico. Nada muy  distinto de las recetas de las brujas ¿verdad? Y ni que decir de la dopamina, bautizada como “ la droga del amor  y la ternura”, en un descarado robo del nombre que el cantante Roberto Carlos les daba a sus  conciertos. La verdad, ignoro qué va a pensar de todo esto mi vecino Aranguren, un poeta de Santa Marta convencido de que los de su tierra inventaron esa forma extrema de la desesperación sexual  bautizada como encoñamiento. Dudo de que llegue a aceptar esta verdad amarga: ese estado no es resultado del consumo intensivo de pescado y mucho menos de las propiedades salutíferas del  agua de mar. La verdad, puede ser desatado con solo manipular determinada molécula en un laboratorio.
Con ese panorama, ya no sé  cuál  atajo tomar: si bajar para siempre las persianas de mi corazón, lo que sería  una pésima noticia para mi mujer, o renunciar  a las explicaciones de la ciencia, cosa que desataría  la animadversión de mis amigos racionalistas. Desde que pusieron en entredicho la existencia del mismísimo Dios los científicos se empecinan en no dejar títere con cabeza. Basta con que, después de muchos insomnios y cavilaciones, cualquier mortal encuentre un consuelo para sus desventuras y las del prójimo, para  que llegue un hombre de bata blanca y expresión furibunda a  echar por tierra sus ilusiones.
Si. Igual que ustedes sé que, en su etimología más pura, el verbo  seducir  es sinónimo de  engañar,cautivar, embobar,encandilar, embaucar y una larga lista de vocablos que no es del caso reproducir en esta época del año en que tanta gente quiere sentirse seductora. Pero esto de los perfumes me tiene con la cabeza dando vueltas. Espero me entiendan: no es fácil  descubrir a esta altura del camino, a las puertas de la edad provecta, que  a lo largo de la vida uno estuvo enamorado de una sucesión de fantasmagorías engendradas por la mente perversa de los expertos  químicos de corporaciones tan diabólicas como L´oréal, Coty, Revlon, Puig, Weil, Gaultlier o Nina Ricci. Es como para perder por completo la fe en el destino de la criatura humana.