La historia
oficial nos dice que la ciudad fue fundada un 30 de agosto de 1863. En su himno
se habla de “heroicos y buenos hijos”. Los primeros cronistas hacen énfasis en
el progreso incesante como una de sus improntas y en el talante liberal
como seña de identidad de sus
habitantes. Además insisten en las acciones generosas de la familia Pereira
Gamba a la hora de donar los terrenos para los primeros asentamientos. De
manera simultánea se habla de una vocación comercial temprana y de un espíritu
siempre abierto a las corrientes del mundo.
Casi siglo y medio después, las palabras gesta y pujanza encabezan los discursos pronunciados en las
fiestas aniversarias. Con ellas se ha alimentado, entre otras cosas, el mito de
una exclusiva colonización antioqueña.
Sin duda algunas de esas cosas son ciertas. Pero hay otras historias no
contadas, y menos desde la palabra escrita . Por ejemplo, la aventura de
Guadalupe Zapata, una mujer de raza negra ignorada en los primeros textos por eso mismo: Por negra y por mujer.
Asunto apenas natural en una aldea que desde muy temprano quiso borrar el
componente mestizo de sus primeros habitantes, llegados desde las
haciendas azucareras del Cauca, de las
montañas donde los Embera Chamí amasaron
su destino milenario. Y claro: También desde territorio antioqueño.
A resultas de todo eso, en los clubes
sociales decidieron un día escoger al bambuco como expresión musical de una identidad unipolar. Pero nada es tan
simple. Por fortuna, basta recorrer las calles de Pereira de noche y de día
para sentirnos invadidos por la multiplicidad de ritmos que nos habitan. Tangos
del Río de la Plata o compuestos en el puerto de La Virginia, da lo mismo.
Salsa y boleros de las Antillas. Rock de Manchester o Detroit. Baladas de
México o Venezuela. Vallenatos de la Guajira
y despecho de todas partes. Todas esas músicas dicen algo de nuestra
condición.
Cada cierto tiempo tomo mi morral, calzo mis
tenis de siete leguas y salgo a reencontrarme con sus rincones, sobre todo
los negados por las voces del poder. Detrás del cerro de Canceles
palpita una abigarrada multitud
expulsada de todas partes por la pobreza o por una de las muchas violencias
que nos definen como país. “Ciudadela Tokio”
bautizaron a ese lugar, con no poca dosis de ironía. Según los urbanistas, una
ciudadela es un conjunto de residencias dotado de servicios que garanticen las
condiciones mínimas de dignidad para una población: Recreación, deportes,
salud, trabajo, educación, zonas verdes y opciones para uso creativo del tiempo
libre. En Tokio de esas cosas solo se
escucha hablar cuando los políticos en
campaña se deciden a trepar la ladera en cuya cima alientan varios millares de votos potenciales.
Otra cosa es
recorrer a Cuba. Los nombres de algunos de
sus barrios todavía guardan reminiscencias de los tiempos de la revolución
que le dio nacimiento al sector: La
Habana, Leningrado, La Isla. En los años
setentas y setentas, buscando el sueño americano, muchos de sus habitantes fueron a parar a lugares como Queens y New
Jersey de donde importaron el gusto por
la salsa dura y los hábitos de consumo de la clase media de Estados Unidos.
En un ejercicio
de prospectiva adelantado durante la alcaldía de Israel Londoño, los expertos
participantes reconocieron por primera
vez el papel de las economías ilegales en los procesos económicos y
sociales de la ciudad. Es decir, le pusieron nombre técnico a nuestra facilidad
para incorporar las prácticas y la estética de las mafias que forjaron a su medida la reciente historia de
Colombia . Centros Comerciales, discotecas, restaurantes, fincas con saunas y
toboganes, automóviles de alta gama y
clínicas donde las muchachas se
operan pechos y trasero a pedido de los nuevos ricos son parte de un paisaje
devenido símbolo de una manera de ver el mundo fundada en el arribismo.
“Solo nos queda
puro el hijueputa/ y lo estamos negando todavía”, escribió el poeta Luis Carlos
González, hastiado de las pretensiones de unas élites proclives a la irrealidad. Hoy, en medio de tanta
celebración, quizás nos haga falta una
buena dosis de esa sana lucidez, para
asomarnos a los otros rostros de
nuestra realidad, escamoteados una y otra vez por la historia oficial.