miércoles, 30 de noviembre de 2016

La otra mitad del desastre






Setenta  cadáveres desperdigados sobre un monte gélido no tienen apelación.
Salvadas proporciones, el llanto de un niño abrumado por  una derrota más  de su equipo  favorito tampoco la tiene.
Sobre todo si ambos dramas están surcados por muchas cosas turbias.
Por una de esas fuerzas que algunos llaman azar y otros destino, la noche del 28 de noviembre de 2016 fue testigo de   dos  historias cruzadas: la eliminación del Deportivo Pereira en  su pugna por el ascenso, y la muerte en un accidente aéreo de los  integrantes del club brasileño Chapecoense, uno de esos  equipos de pueblo  o de barrio, capaces todavía de embarcarse en empresas románticas.
Como la de los jóvenes del Deportivo Pereira que anhelaban volver a la primera división.
Un hombre. Un  grupo de  hombres emprenden el vuelo hacia  la gloria y se encuentran de frente con el desastre.
Los cuerpos y las ilusiones  se van a tierra y se quedan ahí: mudas expresiones de no se sabe qué.
“Los hados funestos”, llamaban los antiguos a esas cosas.


Sucede que  detrás  de las dos historias alientan  asuntos más prosaicos y rastreros. Como el negocio infame en que se convirtió el fútbol, por ejemplo.
Los muchachos del  Chapecoense  partían a cada juego internacional con el aire de una panda de colegiales en su primer día de vacaciones. Noventa minutos sumados suponían un paso más hacia “La otra mitad de la gloria”, como bautizaron a la  Copa Sudamericana los creadores del engendro.
En realidad se trata de una hábil estrategia de mercadeo  concebida por la cadena Fox y los dueños de la Confederación de fútbol, con tres únicos propósitos: vender publicidad, facturar por derechos de televisión y transferir jóvenes  futbolistas por sumas millonarias hacia los mercados del exterior, en una cadena de negocio de la que participan empresarios, periodistas deportivos como Fernando Niembro, entrenadores, representantes, padres de familia y una larga lista de intermediarios.


Como todo negocio, el del fútbol  baja costos para optimizar ganancias y por eso los jugadores del Chapecoense volaban en un avión  maltrecho y de alto riesgo. Ya lo dije: se trata de un equipo de pueblo grande, no del FC Barcelona o el Real Madrid, esas poderosas multinacionales de la pelota.
Mientras  los chicos brasileños agonizaban con su alijo de sueños en la misma tierra que vio  morir a Carlos Gardel, un niño de Pereira   mordía el polvo abrazado a  una bandera roja y amarilla, ignorante de lo más oscuro: el equipo que aprendió a amar aferrado a la teta de su madre no puede ascender a la primera división. Aunque quiera. Aunque tenga con qué. Sus dueños- o quienes fungen como tales- lo precondicionan  a la derrota, así falten apenas  unos segundos para el pitazo final.


Como lo  han advertido tantos, si caen a la segunda división  para los equipos fundadores  del fútbol profesional colombiano  resulta más rentable permanecer allí. Reciben comisiones por publicidad y derechos de televisión. Pero  hay todavía más: pueden transferir  a  jóvenes promesas hacia  ligas lejanas por jugosos fajos de dólares que se desvanecen en muchas manos ávidas de renta rápida.
Es la lógica de la especulación financiera llevada al terreno del deporte.
Mientras eso sucede, los últimos románticos que son los hinchas de fútbol padecen lo suyo, recurriendo incluso a la mendicidad o al delito para agenciarse la boleta de ingreso al estadio. Viajan en  la parte  trasera de camiones apestosos y se despellejan los nudillos contra los muros luego de una derrota por nocaut. En un intento desesperado por comprender lo inefable, deciden creer en maleficios  que les impiden a los suyos alcanzar la meta.


En el entretiempo,  después de pronunciar llorosos discursos sobre  los féretros de los futbolistas, los forajidos del maletín negro se frotan las manos pensando en el siguiente negocio. Después de todo, el show debe seguir.

NOTA : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 24 de noviembre de 2016

La última función




 En  Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog, el delirio de un hombre empuja un barco selva adentro, porque  quiere que la voz de Enrico Caruso reine sobre la algarabía de los micos y las guacamayas.
En Pereira, un grupo de empecinados empuja un  viejo proyector de cine por calles y esquinas  hasta encontrar un local donde asentarse con su feria de imágenes en 35 milímetros. Hablamos de una aventura llamada Cine Club Borges
De ese tamaño son las pasiones humanas.
Lo del Cine Club Borges siempre tuvo un tinte heroico, desde que se instalaron en el  Teatro Comfamiliar al  despuntar  los años noventa del siglo anterior. La última gran  utopía se desplomaba arrastrando consigo el Muro de  Berlín  y el cine ya no era el  espectáculo de masas que desencadenaba histerias colectivas en esos grandes teatros construidos al nivel de la calle  y diseñados para albergar  un millar de personas.


El llamado Séptimo Arte  se ha había convertido en un eslabón de la cadena de consumo instalada en esos templos modernos que son los  centros comerciales: un almacén de ropa por  aquí, una sección de comidas por este lado, un salón de juegos en aquella esquina, un dispensador de Coca- Cola… y media docena de teatros con proyección  digital y películas desechables para completar el paquete.
Pero estos tipos querían un teatro a la vieja usanza.  Y lo armaron: compraron sillas de salas clausuradas, consiguieron  proyectores en mercados de las pulgas, insonorizaron   su sala con panales de huevos vacíos y se pusieron a proyectar películas en una sala- café- bar cercana al Lago Uribe de Pereira.
Querían mantener vivo el cine como expresión estética y la gente les respondió. Día tras día, peregrinos de varias generaciones ocupaban el café y la sala de proyecciones para tomarle el pulso a la movida cultural de la ciudad.


Jaime Andrés Ballesteros, novelista, cuentista, profesor y realizador audiovisual se propuso contar la crónica  de esa aventura.
Fuentes documentales  y testimoniales no le iban a faltar: no por nada fue uno de los fundadores del  cine club, en compañía de Nelson Zuluaga, Fernando Espinal y Jhon Wilson Ospina, entre otros apasionados del arte que hicieron grande hombres como  Frank Capra y Luis Buñuel.
El resultado es un libro de 205 páginas, titulado El cine contra  las películas, recuerdos del último teatro barrial de Pereira,  publicado en febrero de 2016.

“Habíamos extendido la gran lona en el piso. De alguna forma ese lienzo que parecía pertenecer a un pintor gigante, indicaba de golpe la verdadera dimensión de la empresa en la que nos habíamos metido. Ese inmenso rectángulo que iba cobrando su pulcritud blanca, gracias al restriegue enérgico que le propinábamos con cepillos, agua y detergente en cantidades generosas, sería en pocas semanas, si todo resultaba de acuerdo a lo planeado, la pantalla donde se proyectarían las películas del Cine Club Borges”.

Así, en  ese tono de epopeya urbana desplegado en el primer párrafo está contada la historia. De ahí en adelante, como  quien teje el guión  para una película de  aventuras, el narrador nos lleva a través de  una suma de imágenes al nacimiento y peripecias de una de las más valiosas empresas culturales gestadas en la región.


En su  recorrido evocamos títulos  de películas como Cinema Paradiso  o El silencio de los inocentes, claves en la imaginería de quienes se hicieron adultos en los años noventa. Asistimos a  anécdotas como la de aquella vez que la policía ingresó  a la sede del cine club, con el fin de interrumpir una fiesta de disfraces. Recordamos la presencia de importantes directores de cine colombianos y, sobre todo, admiramos el tesón de ese grupo de personas que, poniéndole cara a las  dificultades financieras, reinventaban cada día el milagro de  abrir las puertas de su sala,  justo cuando se  cerraban miles de cines de barrio en el mundo entero.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

domingo, 13 de noviembre de 2016

Hasta el fin del amor



         
                                                    
                                                               Para Julio, el hijo de Alicia
                                              
Igual que tantas otras cosas importantes de mi vida, lo descubrí al  promediar la década del setenta. Miriam, una profesora de música libertaria y medio mística, nos compartió en el aula grabaciones  en casete de algunos versos  cantados por  un poeta  dueño de una voz densa y lenta que casi nos mata de aburrimiento. Por esos días no entendí ni jota de la letra, pero  de todas  maneras el misterio- la sagrada esencia del misterio- anidó en  alguna parte de mi ser adolescente.
Apenas un lustro después, cuando  el mundo empezaba una época de pesadilla, como todas, pude  asomarme  al borde de la herida, porque eso era la canción: una herida renovada cada mañana por  la voz de un poeta y músico llamado Leonard Cohen. Chelsea Hotel es el título de  esa historia en la que  la habitación  de ese mítico lugar  es en realidad una metáfora del desarraigo, del profundo extrañamiento de quienes, como la mayoría  de habitantes de  Norteamérica, han sobrevivido  a todos los destierros.
Y  Leonard- lo supe años más tarde- no era ajeno a esa condición. Hijo de una familia judía burguesa de origen lituano, sospechó desde muy temprano que el relato del  Éxodo en el Antiguo Testamento era en realidad una clave cifrada del destino de los suyos y se preparó para enfrentarlo desde el fondo de sus entrañas.  Meditó mucho. Leyó cuanto libro estaba a su alcance, especialmente de poesía, filosofía, política y mística. Con esas armas, se sumergió en los profundos cambios sociales y culturales experimentados durante  y después de la  Segunda  Guerra Mundial y vivió  para cantarlo con esa voz suya llena de pausas y sugerencias de algo velado. De lo que  nunca se dice.


Con ese espíritu y esa voz nos legó versos como estos: “I remember you well in the Chelsea Hotel/ You were talking so brave an so sweet/ Giving me head on the unmade bed.”  “Valiente y dulce”. Nunca nadie, ni el más atinado de los cronistas, pudo definir con tanta precisión a Janis Joplin. Ni siquiera  los que también se  habían   ido a la cama con ella. Solo un espíritu como el de Leonard  supo vislumbrar la insondable desolación de esa mujer, para algunos la más original cantante blanca de blues, que   la llevó a morirse de tristeza y rabia a los veintisiete años. “Those were the reasons/ And that was New York/ We were running for the money  and the flesh”.
Esa era y es  Nueva York. Y así es el mundo: un montón de gente solitaria corriendo en pos del dinero y la carne como última recompensa. Cohen lo supo como nadie y por eso en esa canción pudo agradecerle a Janis la compasiva, la fugaz redención de una mamada en el Chelsea Hotel: “ You were famous, your heart was a legend/You told me again you prefered handsome men/But for me you would make an exception” dice al final de esa plegaria.


Por versos como estos, Leonard se hizo acreedor al Premio  Príncipe de   Asturias a las Letras en su edición 2011. Por alguna razón,  los pontífices que determinan donde empieza y donde acaba la literatura no armaron la pataleta que le dedicaron al Nobel de Bob Dylan- otro desarraigado  exitoso- hace apenas un  mes. Tal vez los  sorprendió  con la guardia baja o ignoraban que el autor de  Suzanne y Hallelujah, era un  “simple”  cantautor. A lo mejor pensaron que se trataba de un desconocido pero valioso autor llegado de   las estepas rusas, igual que tantos judíos desterrados y tocados por el vuelo de la palabra y la poesía.
Quienes  amamos la lucidez de sus versos y la suave cadencia de su voz nos despertamos  con un vacío nuevo el pasado 10 de noviembre: a los ochenta y dos años  había muerto ese hombre que una vez se recluyó en un templo budista, para regresar con más bríos a cantarle al oído a una de las mujeres que  amó y lo  amaron: “Dance me to the end  of love”. Y a fe que sus deseos se cumplieron.

PDT  : les comparto enlace a la- ineludible- banda sonora de esta entrada