Setenta cadáveres desperdigados sobre un monte gélido
no tienen apelación.
Salvadas proporciones, el llanto
de un niño abrumado por una derrota
más de su equipo favorito tampoco la tiene.
Sobre todo si ambos dramas están
surcados por muchas cosas turbias.
Por una de esas fuerzas que
algunos llaman azar y otros destino, la noche del 28 de noviembre de 2016 fue
testigo de dos historias cruzadas: la eliminación del
Deportivo Pereira en su pugna por el
ascenso, y la muerte en un accidente aéreo de los integrantes del club brasileño Chapecoense,
uno de esos equipos de pueblo o de barrio, capaces todavía de embarcarse en
empresas románticas.
Como la de los jóvenes del
Deportivo Pereira que anhelaban volver a la primera división.
Un hombre. Un grupo de
hombres emprenden el vuelo hacia
la gloria y se encuentran de frente con el desastre.
Los cuerpos y las ilusiones se van a tierra y se quedan ahí: mudas
expresiones de no se sabe qué.
“Los hados funestos”, llamaban
los antiguos a esas cosas.
Sucede que detrás
de las dos historias alientan
asuntos más prosaicos y rastreros. Como el negocio infame en que se
convirtió el fútbol, por ejemplo.
Los muchachos del Chapecoense
partían a cada juego internacional con el aire de una panda de
colegiales en su primer día de vacaciones. Noventa minutos sumados suponían un
paso más hacia “La otra mitad de la
gloria”, como bautizaron a la Copa
Sudamericana los creadores del engendro.
En realidad se trata de una hábil
estrategia de mercadeo concebida por la
cadena Fox y los dueños de la Confederación de fútbol, con tres únicos
propósitos: vender publicidad, facturar por derechos de televisión y transferir
jóvenes futbolistas por sumas
millonarias hacia los mercados del exterior, en una cadena de negocio de la que
participan empresarios, periodistas deportivos como Fernando Niembro,
entrenadores, representantes, padres de familia y una larga lista de
intermediarios.
Como todo negocio, el del
fútbol baja costos para optimizar
ganancias y por eso los jugadores del Chapecoense volaban en un avión maltrecho y de alto riesgo. Ya lo dije: se
trata de un equipo de pueblo grande, no del FC Barcelona o el Real Madrid, esas
poderosas multinacionales de la pelota.
Mientras los chicos brasileños agonizaban con su alijo
de sueños en la misma tierra que vio
morir a Carlos Gardel, un niño de Pereira mordía el polvo abrazado a una bandera roja y amarilla, ignorante de lo
más oscuro: el equipo que aprendió a amar aferrado a la teta de su madre no
puede ascender a la primera división. Aunque quiera. Aunque tenga con qué. Sus
dueños- o quienes fungen como tales- lo precondicionan a la derrota, así falten apenas unos segundos
para el pitazo final.
Como lo han advertido tantos, si caen a la segunda
división para los equipos
fundadores del fútbol profesional
colombiano resulta más rentable
permanecer allí. Reciben comisiones por publicidad y derechos de televisión.
Pero hay todavía más: pueden
transferir a jóvenes promesas hacia ligas lejanas por jugosos fajos de dólares
que se desvanecen en muchas manos ávidas de renta rápida.
Es la lógica de la especulación
financiera llevada al terreno del deporte.
Mientras eso sucede, los últimos
románticos que son los hinchas de fútbol padecen lo suyo, recurriendo incluso a
la mendicidad o al delito para agenciarse la boleta de ingreso al estadio.
Viajan en la parte trasera de
camiones apestosos y se despellejan los nudillos contra los muros luego de una
derrota por nocaut. En un intento desesperado por comprender lo inefable,
deciden creer en maleficios que les
impiden a los suyos alcanzar la meta.
En el entretiempo, después de pronunciar llorosos discursos
sobre los féretros de los futbolistas,
los forajidos del maletín negro se frotan las manos pensando en el siguiente
negocio. Después de todo, el show debe seguir.
NOTA : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada