jueves, 13 de junio de 2013

El hombre oxidado




No resistí la tentación de contarles la historia de mi encuentro con El hombre oxidado. Como bien saben ustedes, caminar por las montañas  equivale para mí  a la misa dominical de muchos mortales. En mis recorridos suelo cruzarme con personas que piden  alguna cosa: agua, pan, orientación sobre la ruta, la hora o un simple saludo.
En esta ocasión fue distinto. Era una de esas mañanas luminosas que le hacen honor al nombre anglosajón para el día domingo: Sunday. El hombre  estaba de pie junto a la puerta desvencijada de su finca y me pidió que le diera una mano para empujar su auto renuente a encender o a dar cualquier señal de vida mecánica. “Debo hacer una diligencia y el maldito no responde”, dijo a modo de explicación. Era un tipo de unos sesenta años, de figura estilizada y buenos modales, con la característica nariz roja de los borrachines por vocación. En el cuello lucía una profusión de collares que bien podían hablar de un pasado hippy o de una reciente conversión a las causas ambientalistas.
Fue así como entré a  la casa de El hombre oxidado. Mi primera impresión fue la de una pieza floja en los goznes del tiempo. Por las grietas del patio de cemento se asomaban unas minúsculas plantas de flores amarillas,  animadas por una curiosidad recién descubierta. En un cobertizo que alguna vez  fue albergue de gallinas devenido mausoleo de objetos domésticos se apilaban sillas de mimbre,  sofás despanzurrados, maletas con sellos de aduana de países remotos, sombreros de plumas sin plumas, neveras portátiles, libros de hojas marchitas como mariposas disecadas, aparatos de radio, guantes de beisbol y pelotas de baloncesto.
Este hombre viajó mucho y un día se apeó  o alguien lo abandonó en esta estación fuera del tiempo y el espacio, pensé  mientras empujaba, en un esfuerzo inútil, su viejo  Dodge de los años setentas  que  gemía entre estertores de latas como un  enfermo desahuciado.
Vencido, me ofreció un vaso de agua a modo de recompensa. Atravesé   la sala, presidida por  una máquina de escribir marca  Olivetti  y una colección de  discos de vinilo en la que sobresalían la Primera Sinfonía de Brahms, el Sticky Fingers de  The Rolling Stones y El violín de Becho, de Alfredo Zitarrosa. Instalados en la cocina rehusé sentarme en una silla metálica  que amenazaba ruina y me concentré en la visión de una enorme nevera con aire de ballena encallada,  sobre la que reposaba un horno de microondas  cubierto por una capa de óxido que  le daba aspecto de armadillo.  De vuelta a la sala me detuve ante una colección de ejemplares del Almanaque Mundial en  cuyos mapas todavía figuraban países como Abisinia, Yugoslavia  o El Congo.
Pero todavía me esperaban sorpresas. De una de las paredes colgaba un calendario detenido en el mes de marzo de 1993. Tal vez  fueron los días en que, por alguna razón, mi anfitrión se deslizó fuera del sistema o este lo expulsó a él por alguna falta, un vicio o una pasión secreta. Fue por esa época cuando decidió abandonarse al mismo ritmo  irrevocable de sus objetos domésticos, me dije. Entonces comprendí: lo que en principio confundí con bronceado era en realidad una pátina de metal que lo acercaba a la condición de escultura antigua, quizás uno de sus secretos anhelos.
Cuando le devolví el vaso  vacío después de beber un agua con sabor a herrumbre vi en  el dedo anular de su mano derecha el resplandor dorado de una sortija matrimonial. El único objeto   a salvo de la capa metálica que parecía constituir el ADN de la casa. Algo adivinó en la expresión de mi rostro, porque me paralizó con el fulgor de sus ojos acuosos invitándome  a no formular preguntas personales. Le pedí ayuda  para empujar mi carro, fracasamos en el intento, lo recompensé con un vaso de agua y eso es todo, me decían esos ojos detenidos, como la casa misma, en un paisaje remoto. De modo que  le agradecí el agua, lamenté no haber sido de mucha utilidad y seguí mi camino, imaginando las múltiples circunstancias que pudieron  haber llevado a El hombre oxidado a echar anclas para  siempre en esta grieta del tiempo.

10 comentarios:

  1. Qué exquisita y a la vez herrumbrosa historia. Al leerla sentí como si estuviera contemplando una fotografía de un personaje congelado en el tiempo, en tono sepia, extraída de un baúl de los abuelos. ¿su accidentado interlocutor no será uno de esos viajeros del tiempo o cronopios que describía Cortázar?...¿o se no se habrá topado con uno de los fantasmas de Rulfo?...me cuesta definir posición en su inverosímil relato, que estoy dudando ahora mismo si es real o fruto de su apoltronada imaginación, jeje. Siga caminando por esos senderos para que nos regale historias como esta.

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  2. Ese será siempre el gran escollo, apreciado José: ¿Cómo contar la realidad , sin que parezca ficción? Mientras lo resolvemos, creo que los seres escapados o caídos por una fisura del tiempo abundan en la vida cotidiana. Aquí en Pereira tuvimos un brillante erudito de la llamada " música culta" llamado Benjamín Saldarriaga. Refiriéndose a la literatura, el hombre afirmaba que no se había escrito nada digno de llamarse arte desde finales del siglo XIX. El mismo parecía sacado de una novela de Stendhal. Si usted lo hubiese visto no dudaría un ápice de la existencia de El hombre oxidado, estimado amigo.

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  3. Gran post, Gustavo, admirable relato, con una imagen poderosa, muy sugestiva. La parte fantástica se desliza en la narración con la naturalidad de los sueños, como debe ser, sin estridencias ni exclamaciones de incredulidad. Y al final queda en el aire una sospecha, que no sé cuántos lectores compartirán. Tampoco sé si el autor lo tuvo en cuenta , pero eso forma parte del hechizo (¿todavía se puede usar esta palabra o es demasiado cursi?) literario: la posibilidad de que el vaso de agua que le da el Hombre Oxidado desencadene en el relator el mismo proceso de oxidación, y que el próximo capítulo de su vida sea de herrumbre y espera, de espera por un hombre que llegará a su puerta y… O tal vez el Hombre Oxidado es un atisbo de la persona secreta del relator, con discos de Zitarrosa y la Olivetti que usó para escribir aquel libro que… Pero también está allí el anillo, y entonces… Bueno, basta, que estamos ante el antiguo y sagrado acto de la lectura.

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  4. Qué bella palabra esa de hechizo, mi querido don Lalo. Por lo demás, también se utiliza para aludir a algunos artefactos fabricados de manera artesanal y rudimentaria.
    ¡ Ah carajo! me puso usted a pensar en esa vieja historia del hombre que sueña estar soñando, y en ese sueño a su vez sueña estar soñando... y así ad infinitum. Para regresar a la vigilia tiene que desandar el camino paso a paso, pero al final no puede saber si ya está despierto o si sigue soñando que sueña.

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  5. Yo me encontré una vez, en una caminata por un trocha no muy concurrida, al tal Martín Abad, de ojos acuosos y collares de hippie, de piel de oxido y arrugas de patriarca eterno. Tiene una boina que nunca se quita porque, dicen, debajo le crece un árbol que se le despega del cráneo. Tal vez un comino crespo.

    Pero Martín no tiene carro. Entonces no podría ser el personaje de su relato.

    Cami

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  6. Ja, Ja. Buen apunte, Camilo : tampoco tiene sortija matrimonial ni está rodeado de electrodomésticos agonizantes. Aunque, a su manera, también se instaló a vivir fuera del tiempo.

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  7. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    1. Vaya que dejó el acertijo Gustavo, yo suponía que era Martín Abad; luego pensé, porque no daba con la repsuesta, en Benjamín Saldarriaga. Ahora no sé. Lo cierto es que estos personajes llenos de tanto poder mágico, por decirlo de alguna manera nos regalan su manera de vivir o pensar para ser más humanos. No sé, era eso de la Maga, que podía nadar en ríos metafísicos mientras otros apenas se asomaban a sus riveras.
      Como don Benjamín, o Martín Abada, o el hombre oxidado, espero hayan más perdidos en sus ideas y sus obras y su otra obra, su misma vida que parece sorprendente. Aunque es triste que en algunos casos esta termine mal y olvidada por nosotros a pesar de lo mucho que nos aportaron.
      Saludos.

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  8. Bueno, queda abierta la invitación para alimentar el acertijo... y sobre todo para nuca resolverlo, que es lo realmente valioso de todo acertijo, apreciado Eskimal.

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