miércoles, 20 de diciembre de 2017

La hora de llegada





 ¡Esto parece la hora de llegada! Clamaban las abuelas cuando una situación intempestiva sembraba  el caos en una cotidianidad solo en apariencia controlada por la rutina.

Cuando diciembre asoma detrás de la última hoja del calendario una saludable confusión, combinada con una refrescante laxitud, se instala en la vida de la gente.

Una de las razones es el regreso de miles de personas  que un día viajaron a otros lugares del país o  del mundo y se quedaron  lejos de casa para volver, después de muchas navidades, en busca de unos reencuentros  que a veces solo existen en la propia memoria porque el talante inexorable de la vida ha seguido su propio curso.

Aeropuertos y terminales terrestres se convierten por estas fechas en escenario  de la dicha o la desolación. De un volverse a ver que a la menor fisura se convierte en desencuentro.



Volver

Desde la última semana de noviembre el aeropuerto Matecaña es un hervidero de gente ansiosa. 

Familias enteras corretean por los pasillos apretando ramos de flores contra el  pecho. Mujeres que se han puesto muy bellas para la ocasión aplastan la nariz contra la vidriera buscando los rasgos de un rostro amado entre la hilera  de cuerpos cansados que descienden del  avión. Todos los viajeros agitan la mano a la multitud aunque su saludo solo vaya dirigido a  un alguien en especial. Por ahora es como encender una  bengala en la oscuridad por si alguien  los ve.

En este  avión llegan viajeros que llevan cinco, diez, veinte, treinta y hasta cuarenta y ocho  horas  saltando de aeropuerto en aeropuerto en busca de sus propios pasos perdidos.



Miami, Nueva York, Ciudad de México Santiago, Buenos Aires, Sao Paulo, Madrid, Barcelona, Las Palmas, París, Londres,  Berlín, Roma, Sidney, Pekín, Tokio, Delhi o Moscú son los lugares a donde ha ido a parar y a parir esta diáspora de personas  originarias del  Eje cafetero que   coincidieron en el vuelo Bogotá – Pereira que suele arribar a esta ciudad a eso de las 10.30 de la noche.

Se llaman Clemencia, Ricardo, Adrián, Amanda, Luisa, James, Gabriel, Etelvina Mariela, Maicol, Andrea, Pastora, Niray, Ángela,  Rubiela, Miguel, Martha y una centena de nombres más.

Son bebés, niños, jóvenes, adultos y viejos fundidos en una confusión momentánea de gritos, lágrimas y abrazos.

Muchos de ellos jamás se habían visto en la vida, pero durante los cuarenta y cinco minutos que dura el viaje entre  Bogotá y Pereira se sintieron hermanados por una fuerza que  los ayudó a sobreponerse al cansancio: la certeza de pertenecer a una especie de cofradía: la de millones de colombianos que desde mediados del siglo XX, empujados por la curiosidad o la necesidad, tomaron sus maletas y emprendieron viaje hacia lo desconocido.

Miles de esos peregrinos han muerto  fuera de casa y sus cenizas fueron esparcidas a un viento que, en principio, no era el suyo. Otros, simplemente no  quisieron regresar porque un día se despertaron  y descubrieron que ya no albergaban nostalgia alguna en el pecho. Unos cuantos sintieron que, por alguna razón  insondable, odiaban de veras el lugar donde habían nacido y cortaron de tajo todo contacto.

Pero ese no es el caso de los ocupantes de este vuelo.

Para ellos  los carteles de bienvenida y las fiestas con  música vallenata que los esperan en casa son suficiente recompensa.



Los pasos  perdidos.

¡Comer mondongo en la galería!

¡Escuchar baladas en  Iskidara!

¡Ir a un partido  de la Copa Ciudad Pereira!

¡Bailar   en Mango biche!

¡Tirar baño en San José!

¡Escuchar tangos en  La Milonguita!

¡Comer fritanga en El palacio de la chunchurria!

¡Moteliar en Amoblados el Jardín de Caracol- La Curva!



Los pedidos son tantos como las dichas aplazadas de quienes vuelven a casa.

Muchos no saben que buena parte de los lugares donde creen haber sido felices ya no existen porque el secreto de la vida consiste en no parar.

Así que deberán eludir las trampas de la nostalgia y abrirse a otros descubrimientos si quieren aprovechar estas tres o cuatro semanas de vacaciones.

Bienvenido a casa, papá.

Te amo, Miguel

Eres lo máximo, Mariana.

Se lee en  pancartas improvisadas con cartulinas y lápices de colores.

Al fondo suenan canciones de Darío Gómez,  Dora Libia,  Diomedes Díaz y Jhony Rivera, esa especie de panteón de la nostalgia y el desarraigo que anida en los corazones de la gente de esta región.

Afuera  una noche de lluvia hiere con sus alfileres de hielo, pero eso no le importa a nadie.



Un improvisado carnaval de familias aguarda en taxis, motos, busetas y automóviles entonando coros entusiastas antes de emprender la última parte de la ruta  hacia barrios donde la dureza de la vida es conjurada a punta de rumba: Corocito, Berlín, San Judas, Santa  Isabel, Frailes, Ciudadela del Café, Galán, Panorama, San Fernando,  Boston, Kennedy.

A otros los aguarda un camino más largo hacia sus pueblos de origen: Belén de Umbría, Montenegro, Quimbaya, Anserma, Chinchiná, Marsella o La Virginia.

Les da lo mismo. La espera de  varios años ahorrando cada centavo para el viaje ya pasó.

Mejor dicho: A la hora de volver en busca de sus propios pasos perdidos lo mejor es tirar la casa  por la ventana.

Por eso mismo  mañana emprenderán  una romería en busca de pólvora para prender la fiesta, de ediciones piratas de los 14 Cañonazos bailables, de helecho para chamuscar el marrano, y  lo último pero no menos importante, del infortunado cerdo en persona.

Entonces, descubrirán que  no hay matadero junto al Puente Mosquera,  ni polvoreros a lo largo de la Avenida del Río y que tampoco abundan los vendedores de helecho en el vecindario.

Lo único que conserva su vigor son las grabaciones piratas de la música favorita.

La ciudad que tenían en la memoria  ya no existe y les tocará forjarse otra para llevarse de recuerdo.



Porque también descubrirán que la antigua galería es un importante centro cultural y que los campesinos, las verduleras, las putas  y los malandrines  que le daban vida y muerte fueron  desplazados  hacia  otros lugares de la ciudad donde aguardan la llegada del próximo  plan de renovación urbana para mudarse a otro rincón.

Una semana  después doña Maruja Largo, una abuela indígena que en los años setenta del siglo XX  viajó desde Riosucio hasta Caracas, donde décadas más tarde  se volvió  chavista, se quedará atónita al escuchar los relatos de médicos venezolanos que recolectan café en fincas de Risaralda, de antiguos burócratas que venden arepas en barrios periféricos de Pereira y Dosquebradas y hasta de curas abandonados de la mano de Dios que pregonan rifas clandestinas en  esquinas céntricas.

Vueltas que da la vida.

PDT . les comparto enlace a dos bandas sonoras de esta entrada...Y que tengan una muy buena navidad.


2 comentarios:

  1. Entrañable, colorida y simpática colección de estampas locales, estimado amigo. Sigo aprendiendo mucho acerca de su país y debo reconocer que le da mil vueltas al mío (al fin y al cabo, Colombia cuadriplica en población a Bolivia, así que por lo menos hay más cabezas que tienen algo que pensar para sobrellevar la existencia). Me he quedado intrigado con ese curioso uso del ‘helecho para chamuscar el marrano’, suena apetitoso el asunto desde ya. Siguiendo con las coincidencias, acá también tenemos platos como el mondongo (una sopa con ají amarillo, carne picada de cerdo y pollo, servida con mote de maíz pelado) y por supuesto nuestra fritanga local (un plato a base de cerdo horneado del departamento de Chuquisaca). Lo mismo, que tenga una excelente y, a ser posible, suculenta navidad.

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  2. Así es, José. A pesar de prohibiciones recientes, la tradición es más fuerte y mucha gente sigue vendiendo helecho seco de manera semiclandestina durante los días de Navidad y Año Nuevo. Como parte del ritual, en esos momentos el aguardiente fluye a grifo abierto, con la grave consecuencia de que no pocas veces los comensales suelen dirimir viejos pleitos utilizando los mismos cuchillos con los que acaban de destazar el animal.

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