viernes, 20 de marzo de 2020

Crónicas del año de la peste






Todo acontecimiento genera su propia saga de relatos, de crónicas. Más aún si es de carácter masivo y está rodeado de un aura catastrófica y se  expande en una cartografía de alcance global.

Bueno, desde que se originó y propagó  en la ciudad china de Wuhan, el Coronavirus ha desplegado su propia antología de crónicas del año de la peste.

Las hay de toda índole: política, económica, religiosa, cultural, metafísica. Lo que quieran.

Todo depende de la mirada de cada quien y de la manera como el virus afecta su entorno.

En los cafés, en los bares, en los parques, en las casas, en las iglesias, en las esquinas, en el transporte público, en la oficina, no se habla de otra cosa.

Es media tarde en la Plaza de Bolívar de Pereira. Un pastor protestante, biblia en mano, le recuerda a su creciente audiencia que en las páginas de ese libro están anunciadas las pestes que devastarían al  género humano como castigo por sus pecados. Acto seguido, señala el número de la página.

Quienes lo escuchan, bastante pecadores por lo visto, ponen cara de arrepentidos.

Dan ganas de decirles que, entre otras muchas cosas,  La Biblia es un libro de crónicas. Y como los virus y bacterias, con su estela de pestes y muerte, existen desde hace millones de años es  apenas natural que aparezcan registrados en esos relatos.

Es simple: a veces nos  aniquilan en masa y otras veces  nosotros los exterminamos a ellos. Es la manera de mantener el equilibrio.



Así las cosas, estaríamos hablando de un dato histórico o de un relato periodístico. No de una profecía. Después de todo, esas  criaturas invisibles y a veces letales nos precedieron y nos sucederán cuando hayamos desaparecido como especie.

El aire crispado de la concurrencia y mi instinto de conservación me dicen que es mejor callar.

Me dirijo entonces hacia El Cafetín, un bar céntrico donde abogados, profesores, jubilados y desocupados, entre otros especímenes de la fauna urbana, se consagran al inútil y sabroso oficio de arreglar el mundo.

Allí abundan  las teorías conspirativas. Animados por el café caliente y el aguardiente tempranero, cada uno juega su propia carta:

Que el Coronavirus es un arma química sembrada por la administración Trump para inclinar a su favor la guerra comercial con los chinos.

Que no, que no. Que fueron los chinos los que desarrollaron el virus, se lo auto inocularon y luego lo exportaron  para hacer colapsar la economía mundial y hacerse con el control de las empresas quebradas.

Sigo mi camino. En mi lugar de trabajo un activista de alguna cosa asegura que esto es apenas un nuevo paso en la creciente  oleada de odio contra las etnias que caracteriza  a los imperialismos. Una vez fueron los negros, más tarde los indígenas, luego los latinos,  después los árabes y ahora  son los chinos los llamados a personificar el mal.

Pienso entonces qué rumbo habrían tomado las cosas si en lugar de una remota ciudad china, el Coronavirus se hubiera originado en un punto de venta de McDonald´s o de Kentucky Fried Chicken, dos fetiches de los hábitos alimenticios norteamericanos.


A este ritmo, precisaré de muchas libretas   para anotar las historias que se multiplican  y contagian a una velocidad superior  a la del  Coronavirus mismo.

Por lo pronto, aquí en mi aldea ya se agotaron los  tapabocas y los líquidos anti bacterianos, lo que  ilustra muy bien nuestro talante de especuladores.

Ya lo sabemos: “Negocio es negocio”.

Me detengo en una estación del   transporte público. La única preocupación de dos contertulios está centrada en la suspensión de los torneos de fútbol. Por lo visto, preferirían enfermar antes que verse privados del único sentido de sus vidas.

Mientras eso sucede, los equipos más poderosos del planeta mantienen confinadas a sus estrellas: no es cuestión de  poner en peligro semejante cantidad de dólares.

Abrumado por tantas y tan encontradas percepciones se lo consulto a mi madre. En ochenta y cuatro años la vieja ha visto bastantes cosas.

“No se preocupe, mijo- responde-. Las  pestes llegan, se multiplican y cuando uno cree que todo está perdido Dios hace el milagro.”

Como no se me ocurre réplica alguna, emprendo la marcha hacia el parque más cercano. Allí recojo unos cuantos relatos  para seguir  alimentando mis Crónicas del Año de la Peste.

Al cruzar la esquina, un militante de la izquierda ortodoxa sentencia que las noticias sobre el virus están siendo utilizadas por el gobierno de Iván Duque para tomar medidas contra el pueblo colombiano.  “Por eso los  noticieros de radio y televisión no hablan de otra cosa. Espere a que despertemos y verá”, concluye, levantando su dedo índice de ángel exterminador.

Indignada a más no poder, una anciana amiga de mi madre, asevera que son tretas del diablo para obligar al cierre de los templos.


De vuelta a casa descubro  que  mi vecino, el poeta Aranguren, se ha puesto metafísico y hasta cita  la célebre consigna de los estoicos latinos “Memento Mori: Recuerda que debes morir”.

Resumo  su perorata diciendo que, según él, es una lección para la codicia, la vanidad y la soberbia del animal humano: un estornudo allí y se dispara el dólar. Un ataque de tos por allá y se desploman las bolsas.

Entre la fe de mi madre en los milagros y la interminable sucesión de teorías transcurre mi vida por estos días.

Y eso que no hablé de los  convencidos de que el Coronavirus aparece con nombre propio en las profecías de Nostradamus.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


2 comentarios:

  1. Me dice un amigo ilustrado que la manía de concebir patrañas para explicar la realidad tiene su propia identidad: los psicólogos la llaman ‘control compensatorio’, un recurso espurio para restablecer orden (algún orden) en un universo convulsionado. Esto, para los paranoicos. Otros, más sabios, recurren al humor. El ejemplo más filoso de humor popular me llegó hace unos días en el mail de otro amigo: “la verdad es que no se está tan aburrido en casa; pero me parece increíble que en un paquete de arroz haya 8976 granitos y en otro 8982”

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  2. Ja, ja, ja. Qué bella manera de expresar el insondable mundo del aburrimiento, mi querido don Lalo. Y eso que pensadores del talante de Shopenhouer y Kierkegard se han ocupado en extenso del asunto.
    Y sobre las teorías conspirativas, supongo que algo debe aliviar el ego eso de creer que el universo se ocupa de uno... aunque sea para perseguirlo.

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