Para
mi querido Maurier, feligrés gozoso y doliente
El Deportivo Pereira, para
desmemoriados
Solo al final de la conversación me dijo su nombre.
Me visitó a mediados de la década del noventa para ofrecerme enciclopedias
en mi condición de responsable de las nacientes bibliotecas de Comfamiliar Risaralda,
la entidad donde trabajo. El hombre transitaba esa franja de edad indeterminada
entre los sesenta y los setenta años.
Un detalle llamó mi atención: parecía menos interesado en vender que en
conversar; arrastraba las erres y el acento de su voz conservaba reminiscencias
de algún país del sur de América. Entre un café y otro la charla se extendió
hasta el cierre de la jornada. Hablamos de libros, de política, de fútbol, de
amores, desamores y de todas esas cosas que alientan el fuego de una buena conversa. Acordamos la compra de diccionarios y
enciclopedias para todas las bibliotecas y, al despedirse, caímos en la cuenta
de que no me había dicho su nombre.
Carmelo Colombo, para
servirle, dijo con
espontánea amabilidad y se despidió con un cálido apretón de manos. Su nombre
me sonaba familiar, pero no lograba ubicarlo del todo en mi memoria.
A la vuelta de un mes me llegó una carta escrita con delicada caligrafía.
Agradecía el haberle dedicado tiempo y hablaba de sus nostalgias y de sus
sentimientos encontrados: añoraba a su vieja Asunción y amaba a Pereira, la
ciudad donde había fundado una familia y había visto morir a unos cuantos
amigos. En ese momento lo recordé con claridad: se trataba del mismo Colombo,
el jugador paraguayo que en los días tempranos del fútbol profesional
colombiano llegó a Pereira a probar fortuna en un equipo del que, en distintos
momentos, harían parte compatriotas suyos como César López Fretes, Casimiro
Ávalos, Benito Galeano, “Pataemula” Calonga y Andrés Recalde.
Años después de ese encuentro, en mis cursos de la universidad fui profesor
de un muchacho llamado Antonio Colombo, que resultó ser nieto de Carmelo.
Vueltas que da la vida.
Evoco esos momentos porque cada nueva generación que llega al mundo lo hace
con la convicción de que la historia empieza con ella. De su nacimiento hacia
atrás todo es una nebulosa, más cercana al universo de los libros y las
leyendas que de su propia realidad. Con toda certeza, los muchachos que hoy
festejan hasta el delirio la gloria recién estrenada del Deportivo Pereira no
tienen idea de quienes fueron los futbolistas mencionados atrás. Ignoran que
fueron los precursores de esa historia de amor futbolera entre Pereira y
Paraguay que dio lugar a la leyenda de “La
furia guaraní”, como se conoció al Deportivo Pereira de la época. Como
tampoco saben qué es una enciclopedia, un diccionario o una carta: cuando ellos
llegaron al mundo ya se había entronizado el reinado de internet.
De modo que para ellos publico esta carta. Para que se enteren de que su dicha
de hoy es el resultado de un largo y tortuoso camino- pérdida de la categoría
incluida-, que se remonta a los tiempos anteriores a la creación del fútbol
profesional en nuestro medio.
Fotografía: Laura Sepúlveda
Un alto en el camino
A finales de los ochenta descubrí un lugar ubicado en la esquina de la
carrera 10 con calle 5, en el Barrio Berlín de Pereira. Lo regentaba un señor
de unos ochenta años llamado Luis Carlos Giraldo. “Mi arbolito”, era el nombre del sitio. Era un híbrido entre
tienda, bar, café y salón de juegos de mesa. Antes de la construcción del
estadio “Hernán Ramírez Villegas" allí se congregaban las barras del Pereira que iban
de tránsito hacia el estadio de Libaré o regresaban después de una tarde de
gloria o de desdicha. “Alberto Mora Mora”
se llama el estadio, rebautizado como “El
fortín de Libaré” porque en su grama cayó más de un gigante, empezando por el
legendario Millonarios de Pedernera, Di Stéfano, Rossi y compañía.

Fue don Luis Carlos quien me habló del Deportivo
Patria, Vidriocol y Otún, que- según él- constituyeron el
germen del Deportivo Pereira. Aunque los cronistas discrepan. Después de todo,
el deporte favorito de los cronistas es discrepar. Las paredes de bahareque de “Mi arbolito” estaban decoradas con
fotografías en sepia de las alineaciones del Pereira en distintas épocas. Todas
estaban enmarcadas. Solo había una a color y de mayor tamaño: una imagen tomada
de las páginas centrales de la revista Vea
Deportes. Era el equipo de 1967, el llamado “Kinder de López Fretes”, por los jóvenes de gran calidad que se
estrenaron allí: Darío López, Miguel Escobar, “Tato” González, Alfonso Tovar y Gustavo Santa;
junto a ellos, los más curtidos Eusebio Escobar, Antonio Rada y Achito Vivas,
integrantes de la selección Colombia
participante en el Mundial de Chile 62. Y estaban, cómo no, los
paraguayos: el arquero Víctor González, el defensor Isaías Bobadilla y el
delantero “Moncho” Rodríguez.
Pero soy impreciso: la fotografía en cuestión era en realidad un altar. Un
tributo del viejo a sus héroes, los únicos de carne y hueso que conoció en
vida. Cada mañana, con fervor religioso, don Luis Carlos la engalanaba con una
flor nueva puesta dentro de una botella que en lugar de agua contenía restos de
cerveza dejados por la clientela.

Esos héroes vivían a veces en el vecindario. Utilizaban el bus urbano, no eran codiciados
por modelos y empresarios ni se transportaban en aviones privados. Muchos ni siquiera ganaban sueldo fijo; otros
trabajaban en fábricas y oficinas para ganarse la vida, pero se divertían lo
suyo, dentro y fuera de la cancha. Atesoro la imagen del arquero Hernando
García, del volante Oswaldo Calero y del gran Jairo Arboleda. Me los encontraba
a las seis de la mañana en el paradero de buses cuando me dirigía a clases en
el colegio Deogracias Cardona y ellos salían de un bailadero de rumba dura
llamado “Grill Copacabana”. La dueña
en persona atendía el sitio con un machete en bandolera, que utilizaba para
apaciguar a los clientes más pendencieros. Los tres jugadores parranderos llevaban
los botines- guayos, les decían- colgados al cuello y por supuesto, iban sin
dormir y más ebrios que sobrios a cumplir con el entrenamiento. Cuanto más
brillantes más bohemios eran. Faltaban
años para que los deportistas empezaran a cuidar su cuerpo con obsesión
narcisista y a concebirlo como su propia máquina de producir dinero.
Era al comienzo de los setenta. El siguiente medio siglo traería cambios
vertiginosos para el mundo y para el fútbol. Las transmisiones en directo por
televisión captaron un mercado y con él la llegada de toda la ralea de
empresarios y traficantes que bien conocemos.
Pero eso al hincha nada le importa: su destino es gozar y sufrir. Y en lo
segundo los del Deportivo Pereira tienen una fecunda experiencia recorriendo “El
largo y tortuoso camino” que cantaron The Beatles.
Apolinar Paniagua
La primera vez que vi jugar al Pereira fue en 1971. Jugaba a veces en el “Mora Mora” y otras en el estadio “Santa Ana” de Cartago, porque todavía
no habían sido entregadas las obras del “Hernán
Ramírez Villegas”. La nómina era una renovación y a la vez una continuidad
de “La furia guaraní”. Entre los colombianos Luis Largacha y Roberto
Vasco- porteros-, “Cachaco” Rodríguez y Oswaldo Calero, al tiempo que la legión
paraguaya la conformaban los volantes Aurelio Valbuena, Mario Rivarola, Julio
Gómez- nacido en Argentina pero paraguayo hasta los tuétanos- “Moncho”
Rodríguez y el mortífero goleador Apolinar Paniagua, el mismo que le marcó tres
goles a Otoniel Quintana, arquero de Millonarios, rompiendo de paso su marca de
1024 minutos con la valla invicta.
Y voy a detenerme en esa imagen porque, hasta ahora, el Pereira y sus
hinchas han vivido de dichas fugaces como esa, seguidas de largas, muy largas
agonías. Razones de sobra para entender y acompañar el carnaval que sus fieles
devotos celebran por estos días en las calles de la ciudad y, según las
imágenes que circulan en Internet, en los lugares más insospechados de la
tierra.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=cR6KiP0Eyyk