martes, 14 de febrero de 2023

Esclavos de la salud

 



Siempre pensé que la ensalada de frutas era una forma del milagro. Un goce para los ojos, el olfato, el paladar y, vaya uno a saber por qué misterios de la sinestesia, también para el oído. De niño, cada vez que me sentaba frente a ese plato creía que me iba a comer el arco iris.

Influencias malsanas de los hermanos Grimm, supongo.

Pero no pasaba solo con las frutas. Por humilde que fuera, todo alimento acarreaba consigo una forma de goce. Por algo decían nuestros viejos que “Con buen hambre no hay pan duro”. Piensen nada más en esa maravilla del “calentao”, una delicia gastronómica que, por lo visto, tiene sus variantes en distintos lugares de la tierra, siempre sobre la base de no desechar lo que sobró del día anterior.

Una vez resueltos los apremios de la supervivencia, los pueblos emprendieron el camino del refinamiento y entonces la cocina empezó a parecerse a la alquimia y a la música: un instrumento por aquí, una pizca de este ingrediente por allá, otro tanto de un aderezo recién descubierto por este lado, una cocción a fuego lento y pronto se estaba a las puertas del prodigio. No por casualidad la gastronomía es, al lado de la música, uno de los soportes de la cultura… además de la religión, claro, porque siempre se necesitará de alguien que convoque a la comunión y bendiga el pan.

Pero esas parecen ser cosas de otros tiempos, a juzgar por la instrumentalización de que ha sido objeto la comida, a resultas de la obsesión por la salud y, al parecer, por la inmortalidad alcanzable a través de una mezcla de consumo y abstinencia. Antes de paladear un alimento la gente se pregunta para qué sirve y qué enfermedades evita o provoca. El simple disfrute pasó a un plano secundario.

Bueno, es hora de que les cuente a qué viene todo esto. Hace cosa de una década estaba sentado en un lugar céntrico de Pereira, especializado en   ensaladas de frutas- hay especialistas de todo en este mundo, ustedes ya saben-. Apenas empezaba a regocijarme con mi arco iris de sabores cuando un especialista en el fin del mundo irrumpió en el local y, sin mediar preámbulos, soltó su homilía de juicio final sobre los indefensos parroquianos inocentes de cualquier posible pecado distinto al de una irrefrenable pasión por las frutas.



“¿No saben que se están a punto de envenenarse con esa mezcla?” aulló el tipo a los cuatro vientos. Por instinto miré al administrador del negocio y por una fracción de segundo lo imaginé como un asesino embozado, proclive a mezclarle cianuro o alguna salmonela letal a sus ensaladas. Pero el sabio y buen hombre ya había echado mano de un garrote, dispuesto a expulsar al profeta.  Y lo hubiese molido a palos si este no huye a grandes zancadas, no sin antes inundar el local de folletos a todo color donde se advertía sobre los peligros de cientos de alimentos que, detrás de su apariencia inocente y sugestiva, esconden el mismísimo rostro de la muerte. El nombre del folleto era tan perentorio como el tono del predicador “¡Cuide su salud! ¡Cuidado con lo que come!”.

Nunca me pareció de fiar la gente que escribe titulares entre signos de exclamación. Pienso que su intención es sembrar el pánico para venderle alguna cosa a su audiencia:  un objeto, una idea, una religión, una dictadura, qué sé yo. Pero una cruzada contra las frutas ya era al colmo. La única fruta riesgosa de la que tengo noticia es una variedad de papaya bautizada por los abuelos con el apodo de “Tapaculo”. Ustedes ya imaginarán por qué. Pero una campaña de desprestigio contra la ensalada de frutas ya era el colmo.

Pero qué le hacemos: tengo el vicio de leer todo lo que cae en mis manos, incluidos los folletos de las sectas milenaristas. Y en el folleto de marras pintaban un panorama terrorífico. Según el autor del artículo, el sodio y el potasio a veces se complementan y en otras compiten con ferocidad, al punto de convertir el organismo del comensal en una réplica del Armagedón, el lugar donde, según la tradición bíblica, tendrá lugar la batalla del juicio final.



Es tanto el poder de las palabras que por un momento sentí retortijones en la panza. Imaginar al ángel potasio y al demonio sodio- o al revés- arrojándose rayos, centellas y balas de azufre en mis entrañas me puso mal de veras.  Para colmo, al mirar por el rabillo del ojo, descubrí una inquietante fila de parroquianos que aguardaban ante la puerta del baño. Me temo que muchos de ellos salieron convertidos a la nueva fe y pasaron a engrosar los ejércitos del profeta.

De ahí en adelante todo fue una avalancha: programas de radio, franjas enteras de televisión, revistas impresas y páginas de internet orientadas por “especialistas”, se arrojaron sobre audiencias sugestionables que, sin detenerse a pensar, empezaron a comprar lo bendito y a eludir lo pecaminoso. Se abrieron por centenares tiendas de “alimentos saludables” y toda suerte de pastillas y pócimas para eludir el dolor y prolongar la vida. Pero ese es otro asunto: ignoro qué pueda significar a escala cósmica vivir diez años de más o de menos. A lo mejor la exuberante piña o la jugosa papaya puedan explicarnos algo al respecto.



Los escritores de origen judío nos familiarizaron con el concepto de comida Kosher, una tradición que se remonta a antiquísimos tabúes tribales que definían la identidad de la comunidad a partir de una serie de prohibiciones, con su correspondiente catálogo de recompensas y castigos. La más conocida para nosotros, es de lejos, la relacionada con el consumo de carne de cerdo. En este caso, lo Kosher es lo permitido, lo que se ajusta a las formas de la ley hebrea.

El escritor Rigoberto Gil sugiere que detrás de la comida vegetariana alienta una nostalgia por la carne.  ¿Sentiremos alguna vez nostalgia de las frutas? ¿Estaremos acaso ante una versión revisada de lo kosher aplicada a las frutas? ¿empezarán a vendernos bananos sin potasio y papayas sin sodio aptos para creyentes de la nueva fe? Todo es posible cuando se desata una cruzada, sobre todo si echa raíces en esta esclavitud de la salud que  se ha apoderado del mundo con  su inevitable legión de mistagogos y terapeutas.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=b56SnP73CzQ

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Gustavo.

    Pero qué Odisea frutesca en la que te has metido. Te imaginé mirando las frutas en tu plato, tal como los niños sacan las verduras de entre los cereales. Mejor dicho, esas ocurrencias pasan en al país del realismo. Aunque pensándolo bien, frutas y escatología pueden tener una relación. Si no, ¿qué hacían esos comensales haciendo fila para ingresar al baño? Saludos y gracias por sus aventuras en la ciudad sin puertas... y sin comida Kosher, porque el palacio de la chunchurria y donde Anita, resultan muy tentadores.
    Abrazos

    Diego eFe

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  3. Jajaja. Qué bueno eso de la relación entre frutas y escatología, apreciado Diego. Y asumo el significado de escatología en todos sus sentidos: los del más acá y los del más allá.
    Y si: súmele " Donde el Palomo" a la ruta de " El Palacio de la Chunchurria", " Donde Anita" y todas las demás tentaciones de esta tierra.
    Muchas gracias por el diálogo.
    Gustavo Colorado G

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