martes, 1 de octubre de 2024

Buenos, malos y feos

 



Los frecuentadores de las viejas salas de cine recordarán aquella película del gran Sergio Leone protagonizada por Clint Eastwood (el bueno), Lee Van Cleeff (el malo) y Elli Wallach (El feo). También tendrán presente la banda sonora compuesta por el maestro Ennio Morricone con el ya legendario aullido del coyote clamando al cielo en medio de la noche.

La etiqueta de Western simplifica más de la cuenta esta historia que en realidad es un brillante tratado de geopolítica. Cada uno de los tres fulanos- que se detestan a muerte- tiene en su poder un fragmento del mapa que permite ubicar el tesoro de doscientos mil dólares escondido en un cementerio durante la guerra civil. Así que tendrán que llegar a un acuerdo si quieren hacerse con el botín. Después ya verán qué se hace. Puede irse cada uno por su lado o pueden acabarse a  tiros: depende del humor con que amanezcan ese día.

El aullido del coyote es el llamado del poder. En otras culturas podrá ser el rugido del león, del tigre o el silbido de la serpiente. Pero en las culturas de las praderas norteamericanas habitadas por indígenas ahora en fuga tenía que ser el coyote.

La parábola de fondo de El bueno, el malo y el feo es entonces la de la negociación, el contrato social. Éste es, en últimas, el verdadero tesoro. Décadas más tarde Leone emprendería una variante del asunto en otra obra maestra suya: Érase una vez en América. Por eso, la película sigue siendo grande en medio de las miles de producciones mediocres que se hicieron sobre la conquista del oeste norteamericano.




Pero vamos por partes. En el principio fue la horda, la consigna de tierra arrasada y la eliminación del otro, del distinto, el forastero. Sus grandes símbolos fueron la lanza, el escudo y la espada. Milenios más tarde sería la noción del Derecho Divino de reyes y príncipes la encargada de conjurar las ineludibles turbulencias de toda comunidad… hasta que la ilustración echó por tierra esos valores, plantando la simiente de lo que sería la sociedad laica y su consiguiente expresión política: la democracia y la ilusión del gobierno de todos por la vía representativa. Pero faltaba un  buen trecho para eso. La humanidad tendría que asistir primero al derrumbe de los imperios y a la extinción de las monarquías, seguido de la instauración del capital y la tecnocracia como gobiernos planetarios, no sin antes sufrir la devastación de dos guerras mundiales. No podía ser de otra manera: si los flujos del dinero y la técnica se hacían globales, también tendrían que serlo las nuevas formas de exterminio.

Una vez consolidada la contabilidad de muertos y pérdidas materiales, los líderes de las potencias que se disputaban palmo a palmo la geografía del planeta tuvieron que admitirlo: era cuestión de supervivencia poner en marcha un nuevo Contrato Social, sobre todo después de que la bomba atómica nos dejó entrever el rostro del apocalipsis en persona. No fue difícil aceptar que, con todas sus limitaciones, la democracia representativa constituía un eficaz freno para la demencia desbocada.  Tenemos pues que el bueno, el malo y el feo tuvieron que sentarse a negociar.  Al final se repartieron el tesoro, es decir el mundo. Y la fórmula funcionó.




Hasta que se produjo el desplome del Imperio Soviético, socavado por la ineptitud y la corrupción de sus líderes, así como por las maniobras de las grandes corporaciones occidentales, incluido El Vaticano. En ese momento resultó claro que se precisaba de soportes legales y políticos distintos para los nuevos mapas de poder: la guerra de los Balcanes y la reanudación de viejos conflictos regionales dejaban sin piso la veleidad aquella de que habíamos llegado a El fin de la Historia. En realidad, la tantas veces enterrada y revivida idea de Marx sobre la inevitabilidad global del capital regresaba con todo su vigor.

La internet en particular y las tecnologías digitales en general vinieron a reforzar el concepto: habitábamos un mundo donde la velocidad y la inmediatez de todo alentaban la nueva deriva de los seres y las cosas. Una palabra se entronizó desde entonces en las conciencias: Flow. En medio de ese flujo se multiplican los asesinatos en serie, los casos de corrupción, los fundamentalismos de todo tipo, las “guerras relámpago” que pueden durar años, la especulación financiera y los mercados burbuja que estallan arrastrando consigo a millones de inversionistas. Y, detrás del telón, la mentira como combustible de la política.




Al entrecruzarse, todos esos factores acabaron por reducir la democracia a un mero formalismo. Exhausta y poco digna de confianza, todos la desafían, empezando por los políticos que se beneficiaron de ella: populistas de izquierda o derecha, libertarios, neofascistas, neocomunistas, fanáticos del mercado, publicistas y toda una fauna de apóstatas se han unido al coro.

Bastan unos cuantos ejemplos para ilustrar esa debilidad: el asalto al capitolio en Estados Unidos perpetrado por simpatizantes de Donald Trump, la invasión de la embajada mexicana en Quito ordenada por el presidente Novoa, la nueva masacre desatada en el cercano oriente, el fraude en las elecciones de Venezuela o la utilización de los aparatos de la justicia para neutralizar o eliminar rivales. Hemos llegado así a lo impensable unos años atrás: dictaduras democráticas o golpes de Estado blandos, según la manida definición al uso.

De modo que si aspiramos a rescatar algo en medio del desastre urge forjar un nuevo Contrato Social que le fije reglas del juego a este flujo incesante, a ese flow cantado por las nuevas músicas urbanas. El bueno, el malo y el feo tendrán que pactar un nuevo alto el fuego, antes de que uno de ellos o todos al tiempo aprieten el botón  del fin del mundo y esta vez de manera irreversible.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=K7PNC4pUffs