lunes, 20 de enero de 2025

Letra prima

 

                                                                Teresita Grisales



El fútbol y el vicio de la lectura son como el sarampión: se contraen en la infancia y sus secuelas lo acompañan a uno el resto del camino. Mi tía Teresita, la menor de las hijas de Martiniano y Ana María, me regaló el primer balón y el primer libro de mi vida. Desde entonces los libros, el fútbol y mi tía ocupan un lugar especial en mi corazón. El balón era una superbola de puro cuero cosido, de esas que cuando se mojaban adquirían el peso de una piedra. El libro era un ejemplar de tapa dura donde se contaba en viñetas la historia de Genoveva de Brabante, la princesa que vivió durante seis años con su hijo en una cueva de las Ardenas, luego de ser condenada a muerte por culpa del mayordomo Golo, que la acusó falsamente ante su esposo, el príncipe Siegfried de Tréveris. No recuerdo por qué razón Genoveva acabó convertida en santa. Tendré que preguntarle a San Google un día de estos.

De fútbol hablaremos después. Por ahora me ocuparé de mi propia historia sin fin con los libros.

Teresita no había terminado el bachillerato cuando fue nombrada profesora en la escuela de la vereda por mediación de un cura llamado Sigifredo Morales. Así funcionaban las cosas en esos tiempos. Más tarde finalizó sus estudios de secundaria y universidad y emprendió una brillante carrera como maestra. Una vez jubilada se dedicó a educar nietos, bisnietos y, como van las cosas, creo que tendrá tiempo de enseñarles a leer y escribir a unos cuantos tataranietos. La vida la dotó de un don especial para eso.  En cumplimiento de esa misión tuvo siempre a su lado una amiga de la que nunca se apartó: la cartilla La alegría de leer, creada por el educador Juan Evangelista Quintana en 1930.




Cierro los ojos y la imagen me vuelve plena desde algún lugar del aire. Teresita, que tendría unos diecisiete años, explicaba el alfabeto ante un grupo de niños que no le perdían hilo al vuelo de la tiza en su mano, mientras viajaba por el tablero dibujando una sucesión de animalitos que se llamaban a, e, i, o, u, m, n, p, s. Por una de las ventanas entraba un sol mañanero que convertía su pelo en un remolino dorado. En esa época ni se soñaba con lo que hoy se llama preescolar. Como yo tenía cuatro años no podía ser matriculado, pero igual asistía a sus clases en condición de clandestino, cada vez más fascinado con el hecho de que los animalitos dibujados por mi tía en el tablero, al juntarse representaran cosas: mariposa, gata, mesa, limón. También se podía nombrar con ellas a las personas: Martín, María, Julia, Germán. Y hasta sonidos: ¡Pum! ¡Carrataplam!

 Mi asistencia sin falta a sus clases me hizo merecedor de un regalo que todavía conservo, aunque sus páginas amenazan con deshacerse al menor roce de los dedos: un ejemplar de las Cien Lecciones de Historia Sagrada, que  leí como un libro de aventuras: José vendido por sus hermanos, la travesía del  Mar rojo y el prodigio de la zarza  ardiente hicieron que  no fuera una novedad para mí cuando empecé a ver películas bíblicas en esos teatros que tenían luneta y gallinero, desde donde los asistentes más díscolos arrojaban toda suerte de proyectiles: corozos, pepas de guama, frutos de zapote y hasta colillas de  cigarrillo encendidas.




 Fue en esas páginas donde aprendí que todo buen libro es un relato de aventuras. No importa si se habla de filosofía, de matemáticas, de ciencia, de teología, de poesía o de ficción: lo que se despliega ante el lector es la revelación de la mente de un hombre frente a un público que asiste al descubrimiento de cosas nuevas o ya olvidadas.

Con el paso del tiempo me crucé con personas que sumaron lo suyo a esa revelación, cada una desde sus propias inquietudes. En el bachillerato, Luis Eduardo Tabares, que trabajaba como locutor nocturno (bombillos, les decían) me compartió sus libros de Toni Negri, Louis Althusser , Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo y otros teóricos  del marxismo. En grado cuarto de bachillerato un profesor de literatura llamado Alfonso Mahamud, que llevaba en la sangre la herencia de Las Mil y una noches, me regaló tres libros que abrieron puertas a otras dimensiones del mundo: El Túnel, de Ernesto Sabato, La Peste, de Albert Camus y El Coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Por esos días, una prima llamada Ana María, como nuestra abuela, completó la incipiente biblioteca con una joya titulada Las cárceles del alma, del escritor húngaro Lajos Zilahy. Desde entonces la familia no ha parado de crecer.  Es más, con la llegada de Internet los buenos libros digitales se han multiplicado a un ritmo que hace imposible leer todos los que uno quisiera.




Con puertas y ventanas bien abiertas era imposible no toparse con prójimos que andaban en las mismas: buscándose en las páginas de los libros, convencidos de que allí alentaban las claves de una existencia tan bella, dolorosa, misteriosa e incomprensible como un crepúsculo.  Fue así como llegué a la vida- o ellos llegaron a la mía, no puedo precisarlo- de Alberto Berón, Jorge Enrique Osorio, Juan Carlos Pérez, Diego Jaramillo, Guillermo Constaín, Juan Guillermo Álvarez, Julio César González, Edison Marulanda, Rigoberto Gil y Abelardo Gómez. Una muchacha llamada Aura Ruíz, que después se hizo médica y se consagró a bucear hondo en las intuiciones de Gurdjieff, pasó como uno de esos vientos de agosto que todo lo remueven y me dejó en las manos la sospecha de algo terrible que se agitaba embozado en las páginas de una novela con un título perturbador: Sobre héroes y tumbas.

Toda vida está hecha de encuentros y desencuentros. Los caminos se bifurcan y las personas se dispersan, es lo corriente. Con algunos de ellos no volví a verme, con otros cuando nos cruzamos somos tan extraños que es como saludar un recuerdo. Con unos cuantos, a Dios gracias, conservamos una hermandad que no cesa de crecer a pesar de las distancias geográficas o de las impuestas por los compromisos de cada día. La mía, en todo caso, sigue la ruta señalada desde el día que, a instancias de mi tía Teresita, me asomé a la primera página de Genoveva de Brabante y ya no volví a salir.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=-NcrN22R6zI


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