El último lustro del siglo XX asistí varias veces al Festival Internacional de Cine de Cartagena y me hospedé siempre en casa de mi compadre Gustavo Arango, ubicada cerca de la plaza de toros y del estadio de fútbol Jaime Morón. Creo que durante esos días éramos todo lo dichosos que puede ser un mortal: dormíamos poco, conversábamos y comíamos mucho, bebíamos ron como sedientos, reíamos bastante y consumíamos películas con el frenesí de auténticos adictos. En una de esas visitas me convertí en padrino de bautismo de su hijo Mateo, en una ceremonia oficiada por un cura borracho.
Las jornadas empezaban bien temprano, a eso de las nueve de la mañana, en
horario inusualmente puntual para tratarse de la Costa Atlántica
colombiana. Hasta el medio día se
desarrollaban las charlas y talleres. En esa época abundaban los críticos de
cine, en especial los cubanos formados en la escuela de San Antonio de los
Baños, que durante mucho tiempo tuvo a García Márquez como uno de sus
benefactores.
A eso de las once de la mañana, con el sol del Caribe cocinándonos a fuego
lento, empezaban las proyecciones de cine en distintas salas. Algunas duraban
hasta la una de la madrugada del día siguiente. A ese ritmo, si uno no tomaba
atenta nota, corría el riesgo de confundir los títulos de las películas, los
protagonistas y los argumentos. De modo que, para mantenerse despiertos, había
que suministrarle al cuerpo dosis de cafeína altamente peligrosas. Desde el primer año me comprometí con Gustavo
Arango a escribir reseñas para las páginas culturales del diario El
Universal donde el hombre trabajaba. Así que era cuestión de dormir unas
cuatro horas y levantarse a teclear en uno de esos computadores grandes y
pesados como mastodontes insomnes que empezaban a aparecer en las salas de
redacción de los periódicos.
Entre ese montón de películas hubo unas inolvidables. En busca de
Ricardo III, dirigida y protagonizada por un Al Pacino más desquiciado que
nunca fue una de ellas. A la lista se suma Doble o nada, una fábula que
vino a darle nuevas puntadas al mito de Carlos Gardel. Pero en especial hay una
anécdota alrededor de la producción canadiense El sexo de las estrellas,
dirigida por Paule Baillargeon. La proyectaron a las once de la noche en el
teatro La Matuna. Al ingresar a la sala, percibí una singularidad:
salvo una señora entrada en años y en carnes, el resto de los asistentes- unos
cincuenta- éramos hombres. Todos entraban solos, con un periódico o una revista
enrollados en la mano y miraban con aire furtivo en todas direcciones antes de
ubicarse en un lugar apartado, tal como hacen los asistentes a una proyección
de porno. Los únicos que estábamos
sentados juntos éramos Arango y yo; supongo que esa circunstancia nos convertía
en una pareja gay a los ojos de algunos asistentes.
Y entonces vino la reacción: quince minutos después de iniciada la proyección
algunos asistentes empezaron a retirarse, murmurando uno que otro insulto
mientras buscaban la salida. El equívoco
estaba claro: habían comprado su boleto confundidos por el título de la obra de
Baillargeon. Quizás esperaban una antología de sexo intensivo entre celebridades de la farándula o al menos el
recuento de situaciones escabrosas, algo así.
En realidad, El sexo de las estrellas- Le sexe des étoiles, en francés- cuenta la historia de Camille, una niña de trece
años que se reencuentra con su padre, convertido ahora en mujer, es decir, en
un enigma tan insondable como el de su madre, cuyas compañías masculinas no
soporta. Mientras se formula preguntas sobre la naturaleza del mundo en que le
ha sido dado vivir, Camille contempla el firmamento a través de un telescopio con
la sospecha de que, como los humanos, las estrellas no solo pertenecen a un
determinado género sino que pueden cambiarlo a medida que cumplen sus
circunvoluciones. Cuando le conté la historia al escritor Jorge García Usta,
entonces Jefe de Prensa del Festival dio rienda suelta a su humor costeño: ¡Pero
compa, usted sí que conoce bien la sicología de los pornópatas! exclamó en medio
de una estruendosa carcajada.
Con esas imágenes en la cabeza fuimos una noche a visitar al poeta Gustavo
Ibarra Merlano, quien nos recibió con impagable hospitalidad en su apartamento
frente al Mar Caribe. En una animada
sesión de Whisky nos compartió su limpia y sosegada poesía y nos habló de su amistad
ya casi extinguida con Gabriel García Márquez, asunto del que se ocupa Gustavo
Arango en su libro Un ramo de Nomeolvides, García Márquez en El Universal,
obra que le abriría las puertas del mundo académico en Estados Unidos. Al salir de su casa el poeta Ibarra Merlano,
fervoroso católico, me regaló un ejemplar de su traducción de Akáthistos,
el himno litúrgico de la iglesia bizantina del siglo V, considerado el primero
compuesto en honor de la Virgen María. De ese tamaño era su generosidad.
Fue mi hermano Juan Carlos Pérez quien me presentó a Gustavo Arango en una
de mis visitas a Medellín. Eran los días duros de la guerra y el padre de mi
tocayo había sido acribillado a tiros años atrás. No precisamos de mucho tiempo
para tejer una complicidad a tres bandas, alimentada por lecturas comunes,
películas y fútbol, incluida una peregrinación
a Armenia para ver un partido Quindío- Nacional donde, envueltos en
trapos verdes, nos comportamos como debe hacerlo un hincha digno de ese nombre:
como fanáticos de una secta ortodoxa que no admite herejías.
Un diciembre nos dio por hacer la novela del Niño Dios, precedida de un
ritual acaso sacrílego. Nos fumábamos un bareto- porro-cacho- pucho de
marihuana y emprendíamos el ritual. Nunca pasamos de la primera página. Por si no lo recuerdan, aquí va el primer párrafo
del día primero:
En el
principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre en lo más
alto de los cielos: allí era la causa, a la par que el modelo de toda creación.
En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Niño de
Belén. Allí es donde debemos datar la genealogía del Eterno que no tiene
antepasados, y contemplar la vida de complacencia infinita que allí llevaba.
Ustedes ya se
imaginarán la reacción de los tres lectores: ¿A quién se le ocurre pensar que, salvo los gozos y los villancicos, la novena del Niño
Dios es un texto para niños? Eso de la genealogía del eterno que no tiene
antepasados o las profundidades de incalculable eternidad exige la
ayuda de teólogos. Por ese camino terminamos leyendo a san Anselmo, san
Ambrosio y otros padres de la iglesia. Aunque lo de leer es puro cuento:
tampoco logramos pasar de la segunda página, porque nos perdíamos en ese bosque
de profundas especulaciones que hablan del uno, del todo y del infinito con un
tono que se acerca bastante a las abstracciones matemáticas.
Busco en el
cuarto de San Alejo de mis recuerdos y me veo sosteniéndome la cabeza con ambas
manos, pidiendo clemencia a las potestades de lo alto, mientras mis dos
contertulios se tenían el estómago, impotentes ante el acceso de la risa nerviosa
que produce lo incomprensible. En definitiva, la novena de aguinaldos no es un
juego de niños y, bien visto, tampoco de adultos.
Las memorias de
esos días están consignadas en unos cuadernos que para muchos resultarán tan abstrusos
como los tratados de teología. El club de los mataturras, bautizamos a
esas sesiones memorables para los tres conversadores involucrados en la
aventura. Tan memorables como la noche que, ante la inminencia del toque de queda,
Juan Carlos y yo corrimos por las calles de una Medellín desierta y poseída por
el miedo desde la casa de Gustavo Arango hasta el barrio Laureles donde vivía
la abuela de Juan, perseguidos por un enemigo tan invisible como palpable. Al
llegar a buen puerto y sentirme a salvo, descubrí que llevaba en la mano un
ejemplar de Un tal Cortázar, el libro publicado a partir de la tesis
laureada de Gustavo sobre uno de sus autores queridos. Quién sabe, la
literatura y la amistad tienen sus misterios y a lo mejor fue ese libro el que
nos salvó el pellejo esa noche.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=vF_pgXZ2nw0
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