viernes, 6 de junio de 2025

En el país de Babel

 








En su ya clásico libro Después de Babel el escritor George Steiner arriesga un  viaje de ida y vuelta en procura de desentrañar algunas claves del arte de traducir obras literarias. En su recorrido formula preguntas a todas las fuentes posibles: la lingüística, la filología, la historia, las literaturas de la antigüedad y, por supuesto, el habla popular.

Cuando tiene algo parecido a una suma de respuestas lanza la pregunta más inquietante de todas: ¿Qué traduce realmente el traductor? Acto seguido, esboza otra todavía más perturbadora: ¿Es posible realmente la traducción? Cuando hoy leemos La  Ilíada en inglés, español, francés, alemán, ruso, mandarín o cualquier otro idioma ¿Leemos en efecto a Homero o estamos ante una multiplicidad de ficciones surgidas en el juego especular planteado por el traductor?

Algo semejante sucede con la lectura de los textos de Historia: en últimas nunca sabremos si el Julio César, el Alejandro, el Napoleón o el Bolívar que hallamos en la página impresa existieron alguna vez tal como nos los pintan los expertos o son el resultado de una urdimbre de rumores, textos no siempre fidedignos, testimonios muchas veces amañados, manipulaciones y, todavía más, los cambios  introducidos  por quien lee desde sus propios prejuicios y juegos de intereses.

Esas inquietudes y muchas otras le surgen  en algún momento  al lector de En el país de la magia y otras traducciones, de Eduardo López Jaramillo, segunda publicación del sello editorial Destiempo, una idea liderada por el investigador, poeta y gestor cultural Mauricio Ramírez.

La deuda del escritor Eduardo López Jaramillo (1947-2003) con la gran tradición literaria universal es de sobra conocida: sus lecturas de griegos y latinos, de los  maestros franceses, rusos, ingleses, así como de la poesía que va de Píndaro a Constantin Cavafys,  se transparentan en su legado de poemas, cuentos, novelas y ensayos que  forman ya parte de nuestro patrimonio cultural.

En su ya mencionado libro, G. Steiner recuerda que, simplificando las cosas, los traductores han tomado uno de estos dos caminos: la traducción literal, en la que se intenta trasplantar una lengua a otra palabra por palabra, con el riesgo que eso implica para el ritmo, los juegos de silencios y las evocaciones, en el entendido de que ni siquiera en un mismo idioma dos palabras significan exactamente lo mismo. Dicho de otra forma: el  traductor puede  verse enfrentado a la aporía planteada por el talante infranqueable del sinónimo.

La otra vía es la llamada traducción libre. En ésta, el traductor intenta una versión que, salvando los escollos de la literalidad, le entregue al lector la esencia o el espíritu de la obra  original, facilitando de esa manera  su viaje al universo  interior del autor enfrentado a los retos de su vida personal y a las particularidades de su tiempo. Virgilio en el exilio puede ser un buen ejemplo: una traducción literal corre el albur de desconectarnos del estado de ánimo de quien una vez gozó de privilegios otorgados por el poder, para ser despojado de ellos una vez cambió el curso de los vientos.




 Frente las disyuntivas de la vida- y la traducción hace parte de ellas- Aristóteles  sugería el término medio, la búsqueda del equilibrio entre fuerzas encontradas. A juzgar por lo leído en la selección de Editorial Destiempo, este fue el camino elegido por Eduardo López Jaramillo al asumir con todo el rigor su papel de traductor ( aunque es mejor adoptar el sentido del vocablo anglosajón translate).   Esa es la intención que alienta en sus versiones de Guillaume Apollinaire ( cinco poemas), Ezra Pound (tres poemas), Jacques Prevért (tres poemas) Henri Michaux (uno) y Constantin Kavafys (cuatro poemas).

En el país de la magia, de Henri Michaux, le da título a esta selección de traducciones. Una visita a los primeros versos permite hacerse a una idea sobre las intenciones del traductor:

Vemos la jaula, escuchamos aletear. Percibimos

el ruido indiscutible del pico afilándose contra

los barrotes.  Pero nada de pájaros.

 Nada de pájaros. De inmediato, el lector se siente trasladado al misterio no desvelado  y apenas sospechado por el traductor.   El espíritu de Michaux sigue intacto y el  visitante ha ganado una de esas revelaciones que solo puede prodigar la gran poesía. Por esa vía, comprueba además que, tal como sucedió con sus poemas, cuentos, ensayos y su novela Memorias de la Casa de Sade, López Jaramillo consiguió  sobrevivir a los riesgos planteados  por Steiner en Después de Babel para llegar a salvo  a esa otra orilla donde el poema alumbra sin perder su carácter inefable.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=eUtCC5VPwBs

 

 

 

 

 

lunes, 2 de junio de 2025

Julio cuando era Julio

 

                                           Julio César González



Por alguna razón, el chico se sentía atraído por dos imágenes: la primera era una portada de la revista deportiva argentina El Gráfico, donde Osvaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes de la Plata y del Atlético Nacional, abrazaba a su pupilo Carlos Salvador Bilardo, más tarde entrenador del Deportivo Cali, la Selección Colombia y la Argentina campeona de México 86.

La segunda era la carátula de Wish You Were Here, el álbum de Pink Floyd publicado en 1975, donde los músicos rinden tributo a Syd Barret,  el brillante compañero que se extravió en las montañas de la locura y a quien  apodaban así: el diamante loco. En el diseño, dos manos mecánicas se estrechan con un fragmento de mar al fondo.

Fue hace casi medio siglo. El niño se llamaba Julio César González, hijo de Alicia y Ovidio, zapateros de profesión que regentaban un taller y un almacén llamado Calzado Bianchi, en tributo a  Cochise Rodriguez, el legendario ciclista colombiano convencido por el italiano  Felice Gimondi de militar en su escuadra, la Bianchi Campagnolo.

Supongo que al Julio de entonces le llamaba la atención el contenido afectuoso de ambas imágenes, sin importar que en un caso se tratara de seres humanos y en el otro de artilugios mecánicos.

 Recuerdo que cuando puse a sonar Shine on you crazy diamond en mi rudimentario equipo de reproducción el muchacho abrió la boca como si quisiera tragarse el sonido, tanto fue el impacto de  ese juego de sintetizadores sirviendo de fondo a la guitarra de David Gilmour y  la voz de Roger Waters acompañadas de un coro de mujeres. El hechizo del rock había hecho presa del todavía no adolescente Julio César.




A partir de ese momento empezó   a irrumpir en mi cuarto cuando la curiosidad lo aguijoneaba, armado siempre de una lista de preguntas. Para la época Colombia contaba con dos canales de televisión donde casi nunca se transmitían partidos de fútbol en directo. El Gráfico y sus   muy bien logradas portadas, para no hablar del talento literario de sus cronistas era lo más parecido a la virtualidad. Así que Julio se sentaba a hojear las revistas mientras preguntaba por las destrezas de  los jugadores ¿Y este es bueno para qué? indagaba, levantando la mirada de la página. Era mi turno entonces.  Gatti es un arquerazo medio loco. Maglioni es un tipo que una vez hizo tres goles en un minuto y cincuenta segundos. Bochini es un mago repartiendo balones desde el medio campo. Un día, atraído por la figura de un melenudo con las medias abajo en medio de un aguacero me preguntó por su nombre. Cuando le dije que lo apodaban “El borracho” González corrió escaleras abajo a contarles a sus padres y  a sus hermanos menores que tenían un pariente famoso en un lugar llamado Argentina.

Mientras saciaba su sed de historias futboleras se acrecentaba su interés por el rock. Examinaba las carátulas por ambos lados y se sumía en hondas cavilaciones antes de solicitar canciones que escogía al azar. Va uno a saber qué imágenes y qué emociones desencadenaban en su espíritu los nombres de bandas como Deep Purple, Black Sabbath y Led Zeppelin o títulos de canciones del talante de Smoke on the water,  Children of the grave o Dazed  and confused.

Era inevitable que sus padres empezaran a recelar de la naturaleza y el móvil de sus excursiones, pero, sobre todo, de la catadura moral de su anfitrión, al fin y al cabo un tipo de dieciocho años, melenudo, lector de autores sospechosos de herejía y sospechoso él mismo de meterse un pucho de marihuana cada vez que la situación lo ameritaba… y casi siempre lo ameritaba.

De modo que las expediciones se le volvieron clandestinas y, por lo tanto, más excitantes. Vigilaba las ausencias de Ovidio y Alicia, y cuando se cercioraba de que se encontraban a buen recaudo, emprendía la carrera   escaleras arriba, pues compartíamos una casa de bahareque en la calle de los zapateros, en la carrera octava con calles once y doce de Pereira.  Por lo demás, teníamos un vecindario ilustre: Helmer Agudelo, reducidor, El mocho Sierra y su esposa Bernarda, proxenetas, Carlos Cortés, incendiario reincidente y otras joyas así.


                                                      Ovidio con Julio y Diego

Pero no solo de rock vive el hombre. En una de sus pesquisas, el pequeño explorador descubrió  Mediterráneo, el álbum que  hizo célebre a Joan Manuel Serrat  en el mundo de habla hispana y fue amor a primera vista. Con inusitada precocidad memorizó las letras y eso le sirvió, pasados los años, para convertir a sus hermanos Diego, Mauricio y Carlos Andrés, en fervorosos seguidores del cancionero del poeta catalán. De la misma manera, empezó a interesarse por los títulos de mi pequeña colección de libros, entre los que destacaban obras de Herman Hesse, Albert Camus, Ernesto Sabato y un norteamericano que por entonces me desvelaba: William Saroyan.

Hay personas en este mundo destinadas a abrirnos puertas y ventanas hacia otras dimensiones de la vida. Si Julio descubrió algunas de ellas hurgando entre mis revistas y vinilos, otras personas queridas hicieron lo propio conmigo. Miriam, profesora de música en el colegio Deogracias Cardona, me desveló el universo poético de Serrat, y con él, las generaciones de poetas del 98 y el 27, aparte de mostrarme el Sergeant Peppers´de los Beatles. Por su lado, mis primos Pacho Londoño y Álvaro Grisales me señalaron la senda del  rock, compartiendo conmigo unos cuantos discos y cintas de casete:  Hair of the dog, de Nazareth,  Let it be,  de The Beatles y el inefable In- A- Gadda-da –vida, de los Iron Buterfly, son algunas de esas reliquias que despiertan mi sentimiento de gratitud hacia esos dos anarquistas entrañables.  Pacho murió hace un par de años al caerse de un andamio cuando buscaba no sé qué misterios en las alturas. A Álvaro, que aprendió a ganarse la vida como artesano, se lo llevó una turista alemana, prendida a partes iguales de su mirada taciturna y de la destreza de sus manos que hacían prodigios con los materiales más insólitos.


                                                          Bilardo y Zubeldía

Pero volvamos a Julio. Guardo nítida en la memoria la imagen   de ese niño subiendo las escalas y entrando en mi  habitación con el aire expectante y temeroso de quien aguarda una revelación. Lo veo examinando la portada de El  Gráfico donde aparece la fotografía de Alejandro Semenewickz- que después vino a jugar en el Nacional de Zubeldía-, antes de tomar el álbum de Janis Joplin donde aparece Summertime y solicitar su audición de manera perentoria.

Sin saberlo, ese niño estaba forjando su propio destino de diamante loco.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=cWGE9Gi0bB0