La vida sin lenguaje es deportada.
Aliocha Coll
El Portón sin puerta es el
título de una selección de koanes, esa
forma oriental de conocimiento hermana de la gran poesía que tanto impresionó a
Ludwig Wittgenstein. Su autor es el maestro chino Wu-men Hui-hai (1183-1260),
quien sugirió que el mundo solo puede ser aprehendido a través del lenguaje de
la poesía. Vistas así, las metáforas son las únicas capaces de salvar el abismo
entre las palabras y las cosas. La intuición bíblica del verbo hecho carne
cobra entonces su pleno significado.
Los grandes
poetas de todos los tiempos han consagrado su vida a buscar la palabra precisa,
que es otra forma del silencio, y han tenido que sortear las tentaciones del
sinónimo- no existen dos vocablos que signifiquen exactamente lo mismo- en su
intento casi siempre frustrado de aproximarse a lo que, a falta de un nombre mejor,
decidimos llamar la realidad.
Esa realidad no es, por supuesto, la de la ciencia y su
expresión más prosaica, la técnica. Es un más allá de todo, una inasible línea
de sombra que vela el mundo y lo pone lejos de nuestro alcance. En esa línea
somos fantasmas que se mueven sobre la cuerda floja de su propio no ser y
ensayan señales luminosas a los otros
fantasmas que van y vienen en todas direcciones. El poeta avizora esa línea
pero no puede trascenderla: una vida entera no basta para ello, pero otros poetas
lo siguen intentando.
Uno de esos
intentos lleva el título de Atila, obra inclasificable del escritor
español Aliocha Coll (Madrid, 1948- París, 1990). Mientras trabajaba en ella, el autor anunció
que una vez terminada su vida carecería de sentido. Y así fue: se suicidó en
París el 15 de noviembre de 1990, cuando contaba apenas cuarenta y dos años de
edad.
Esas cuatro
décadas le bastaron para intentarlo por
todos los medios. Vitam Venturi Saeculi, Imaginarias y El hilo de
seda son los títulos de esos intentos en los que, atendiendo acaso la
sugerencia de Wu-men Hui-hai, llevó el lenguaje a sus extremos, haciendo de la
lectura de su obra un ejercicio difícil cuya recompensa son algunos momentos de
iluminación. Para eso debemos tener
presente que la paciencia es una virtud asiática.
Empecemos la andadura con un fragmento de Atila:
En ese párrafo
el autor nos entrega las claves para una lectura lúcida y gozosa. De momento,
debemos dejar de lado los viejos manuales
que hablan de argumento, nudo y desenlace como sustentos de la ficción. Y por el puerto más alto bajaba exangüe el
cielo a pordiosearle indolencia al granito. Así de simple: estamos ante una
propuesta literaria soportada sobre poemas en prosa y aforismos que todo el
tiempo alumbran el camino del lector.
Pero en Atila
también hay una historia. La historia de amor entre Ipsibidimidiata, hija de
Roma, y Quijote, hijo de Atila, sobre cuya unión se funda una esperanza: la de
preservar el legado vital de un Imperio Romano en pleno declive, sitiado por
unos bárbaros que en realidad son los llamados a recoger el acervo cultural y
vital de un pueblo necesitado de sangre nueva. Lejos del estereotipo del
destructor, Atila es en realidad un guerrero lúcido que se sabe destinado a
hacer suyo lo construido por Roma a lo largo de los siglos. De ahí su
declaración de principios: “ Es la
esperanza lo que conserva la vida, no el miedo”. Acto seguido, amonesta a su pueblo: “Sin
salir a no puedes salir de”, para cerrar declarando: “ El miedo se ríe del que
lo padece”.
Bajo esa
perspectiva, Atila es también una crónica. El relato de hombres y
pueblos enfrentados a su disolución, mientras en ese tránsito intentan resolver
el acertijo del propio destino. Ese acertijo está consignado en la pregunta:
“¿Por qué la vida de un hombre era a la crónica de la historia lo que la vida
de un día era a la crónica de su longevidad?”.
A la luz de esa
pregunta comprendemos el primer párrafo del libro donde, al modo de una obra de
teatro, se nos presenta a los personajes de una puesta en escena sin principio
ni fin.
Laocoonte
Así
abortó la misogénesis.
De
los treinta mil cruzados niños que en 1312 salieron en busca de un
taxidermista.
De
la estepa de tan extensa comba más que las montañas que la circundan. De tan
intensa cuenca más que los valles que circundan las montañas.
De
una comedia, que empezaba así:
SALOMON
personajes
ESPECTRO
DE ABSALON
HIJO
PUTA MUERTO
HIJO
PUTA VIVO
MALA
PUTA
BUENA
PUTA
SALOMON
REINA
DE SABA
Esos personajes,
o más bien espectros, como corresponde a una de las etimologías de la palabra
persona, abren de par en par las puertas a la risa que, bien lo sabemos, es el remedio
para quienes se toman en serio sus propias neurosis, sus patéticos intentos de
sentirse vivos, llámense amor, gloria, poder.
No se tomen
demasiado en serio esta historia, nos recuerda el
narrador- poeta-filósofo a cada vuelta de página. La vida es demasiado breve
para tomarse las cosas a pecho. Eso explica la idea que atraviesa el relato: “En
el fondo de la Caja de Pandora alienta la esperanza”, lo que conduce al
conocido Carpe Diem de los amados romanos, que a su vez lo tomaron, como
casi todo, de los etruscos.
En todas las
grandes obras literarias subyace una sospecha: “La memoria siempre huye hacia
la infancia”, según sentencia el narrador de Atila. Todos los atajos
conducen a ese reino perdido que a nivel de los pueblos tomó forma en la idea
de una Edad Dorada, de un Xanadú, de un Paraíso terrenal que se aleja cuando lo
creemos al alcance de la mano, porque no está fuera sino dentro de nosotros
mismos.
Y en la infancia
anida ya la muerte que se arropa a sí misma y nos envuelve en su espiral que
siembra a su paso una sospecha: “Como si también la muerte fuese una cuestión
de lenguaje, una parapalabra surgida antes de la primera sílaba, de la primera
sílaba con vocal, una cuestión de otra oralidad, puesta antes que cada cual se
salga con la suya”.
Ahí está la
cuestión: ni siquiera en la muerte podemos salir del lenguaje, porque no es punto
de llegada sino de partida y vuelta a llegar: la metáfora perfecta de la eternidad. Como sucede a todo lo largo del
relato, el poeta convierte esa idea en pregunta, que es la única manera de
deshacerse de las certezas: “¿O qué pega el culo de la esperanza al fondo de la
caja que resuena al fondo de la bodega de cada poema?”
El poema como
caja de resonancia de lo inefable. El aforismo en tanto síntesis de lo
infinito, esa especie de “rincón sin esquina” por donde se cuela el mundo
mientras “El sol de Capricornio despuntaba en el horizonte como un delfín
cansado, con el ocio de una mañana de domingo, más desidioso que ditirámbico “.
Con hilos así de
finos está tejida la urdimbre de Atila, historia infinita que conduce a
todas partes y a ninguna. A los mitos griegos y la vieja Roma, a la tragedia y
la comedia clásicas. Y, sobre todo, a los laberintos del lenguaje donde
escritor y lector son a la vez Ariadna, Teseo y el Minotauro. Echemos un
vistazo a ese laberinto:
En esa sucesión
de imágenes espacio y tiempo se hacen uno solo, como lo sugieren las
intuiciones de la física cuántica. Solo así se comprende la visión del sabio chino: la metáfora es lo único capaz de
suspender por un instante- aunque sea por un instante- la certeza de la
entropía y la disolución. El poeta – y Aliocha Coll lo es en grado sumo- se
asoma a ese abismo donde la eternidad fulgura en medio de su noche diurna para
regresar a contarnos el espanto de imaginar que existimos como la pesadilla de un
alguien a quien soñamos y que bien puede ser Atila.
PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=heZvEmLvN04&t=40s
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