Una ronda periódica por los medios de comunicación, incluidas las redes sociales, no tarda en conducir al visitante a una certeza: el propósito manifiesto o velado de los poderes de despojar a las personas de su cultura, vale decir, del soporte mismo de su existencia. El concepto de alienación adquiere aquí su dimensión precisa. Un ser despojado de sí mismo queda en manos de las fuerzas que todo lo controlan en su propio beneficio y en detrimento del individuo y la sociedad.
Poco importa la naturaleza de esos poderes:
políticos, religiosos, económicos o familiares, al final da lo mismo. El truco
no tiene misterio. Basta con manipular el lenguaje. Despojar las palabras de su
sentido y otorgarles uno distinto para provocar la confusión. En ese punto la
mente clama por un guía, una fórmula que la conduzca al camino correcto. En ese
momento aparece el mesías, el gurú, el caudillo o el coach, para utilizar un vocablo caro al mundo de la administración.
Al carecer de mirada crítica la persona está inerme y acaba engrosando las
filas de cualquier ejército de salvación.
Los políticos, así como los expertos en
mercadeo y publicidad lo tienen claro: huérfana de su propia cultura una
sociedad puede ser sometida a un reimplante en el que ese poderoso aliento
vital es sustituido por la pura
demagogia, por la promesa de ese mundo
feliz del que hablara Aldous Huxley en su novela. Así pues, se trata de extirpar
la Cultura con Mayúsculas para remplazarla por una cultura chiquita a la medida
de los intereses en juego. Peor aún: por una caricatura de sí misma que la
convierta en objeto deleznable. Logrado ese propósito, el camino queda abierto para
todo el que quiera colonizar esa tierra de nadie.
El siglo XX fue pródigo en ejemplos: mientras
el estalinismo quiso imponer el “ realismo socialista” como fórmula para poner el arte al servicio de un modelo
totalitario, la China de Mao acuñó el eufemismo “ Revolución Cultural” para
disfrazar un plan que condujo al hambre, el atraso y el exterminio.
Por su lado, la Alemania Nazi se sacó de la
manga un improbable pasado heroico que no solo negó de plano la validez
histórica de los otros pueblos sino que hizo de su aniquilación física y moral
un propósito colectivo.
Cuando les llegó el turno, los ganadores de dos guerras mundiales hicieron
de la propaganda poco menos que un arte mayor. Tenían razones de sobra. No solo
contaban con los viejos periódicos sino que tenían la radio, el cine, la
televisión y , entrado el nuevo siglo, el universo infinito de internet. No fue
difícil convencer al mundo de que el consumo y el derroche eran las únicas formas
de trascendencia en este mundo. Cuando el “American way of life” se hizo
planetario, incluso en el llamado mundo socialista el terreno estaba listo para
un nuevo advenimiento: el reinado de las grandes corporaciones encargadas de
proporcionar las condiciones de bienestar. El resultado ya había sido previsto
por algunos pensadores desde mediados del siglo XX: el debilitamiento e incluso
la desaparición del Estado- Nación como modelo de organización social y con él
la democracia misma en tanto instrumento de legitimación. De ahí la erosión de
entes como la Organización de las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos,
que jugaron un importante papel como
negociadores en tiempos de la Guerra
Fría. Sin criterio y por lo tanto sin pensamiento crítico para tomar distancia de la
multiplicidad de fenómenos que los asedian, los ciudadanos- otro concepto en
trance de revisión- se mueven en una deriva en la que creen ser dueños de su destino, al modo de esos surfistas
convencidos de que gobiernan las fuerzas del oleaje parados sobre una tabla.
A esta altura del camino el desafío consiste en
restituirles el valor a las cosas: no es la política la que crea la cultura por
decreto, sino esta última la que fundamenta las acciones políticas enfocadas a
transformar la sociedad. No son los influenciadores- el último detritus de la
llamada sociedad de masas- los que
determinan las decisiones de la gente.
Aunque no lo parezca todavía hay tiempo. El gran patrimonio de la
cultura que nos hace humanos está ahí, vivo y palpitante. Alienta en las literaturas orales y
escritas. Se agita en las músicas que se
fusionan y reinventan como lo hicieran los ritmos negros y anglosajones
que con su diálogo engendraron un
fenómeno tan potente como el rock, banda sonora de la luchas por los derechos civiles, desencadenadas luego de la Segunda Guerra Mundial. Habita en
los barrios, en las calles y en el vocerío de las grandes ciudades. Se insinúa
en los coloridos murales que brotan en
las paredes como imprevistas plantas tropicales.
Vale la
pena tenerlo en cuenta: no es precisamente MTV la creadora de los ritmos
latinos. Fueron éstos los que permitieron el florecimiento de esa corporación.
No son las llamadas “Industrias Culturales” y sus mercados diseñados a medida
las creadoras de mundos perdurables. Es al revés. Si lo entendemos así
comprenderemos que todavía tenemos tiempo de retomar el control del propio
destino y eso implica recorrer un camino distinto al postulado por la banalidad
de los medios de comunicación. Contra toda apariencia, el mundo no son sólo
caudillos, predicadores, influenciadores y Youtubers.
Basta con permitirse un momento de lucidez para
entender y asumir que la relación
orgánica entre cultura y política debe fluir en otra dirección, hacia el
terreno donde pervive lo humano como inalienable condición de la existencia.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=9qCBCSz1DeY&list=RD9qCBCSz1DeY&start_radio=1


