Al recordarse los diez años de la muerte del escritor Eduardo López Jaramillo recupero del archivo y comparto con ustedes esta nota publicada en el suplemento literario del periódico El Colombiano de Medellín a raíz de la publicación de su novela.
NOVEDAD LITERARIAPremio de novela
Centenario Ciudad de Pereira
Memorias de la Casa de Sade:El deseo, el poder y la muerte
El año pasado, el premio de novela Centenario Ciudad de
Pereira, fue otorgado a una extraña y bella novela: Memorias de la Casa Sade,
del escritor pereirano Eduardo López Jaramillo. El autor del presente comentario
ofrece un análisis de la novela y su autor.
Por
Gustavo Colorado
Grisales
En las páginas finales de Memorias de la Casa de Sade,
la novela del escritor pereirano Eduardo López Jaramillo, se nos presenta al
legendario marqués en compañía de la Beauvoisin, una de sus tantas amantes, en
el momento de aprestarse a presenciar sobre el escenario improvisado de su
palacio en La Coste, la representación del drama del troyano Eneas y su tortuosa
historia de amor con la reina Dido, cuya belleza y poderío tenían fama de torcer
el rumbo de los navegantes, fueran estos hombres o dioses, que se adentraban en
las aguas del Mediterráneo.
Dejando a un lado el hecho de que las
alusiones a la antigüedad clásica constituyen un tópico en la obra literaria de
López Jaramillo, al punto de configurar la impronta misma de su trasunto
creador, la anécdota adquiere relevancia en la medida en que, al resumir la esencia de la tragedia, es decir, el desencuentro entre las criaturas y el
universo, la historia de Eneas y Dido nos remite sin preámbulos a la materia
misma con que fue amasado el destino -si ese concepto cabe para un
librepensador- de Donatien de Sade, conocido por sus muchos adeptos en el mundo
como El divino Marqués, cuya vida resume las tinieblas, convulsiones e
iluminaciones que el siglo XVIII supuso para la civilización occidental.
Y es que la vida del libertino francés y el sistema planetario forjado a
imagen y semejanza de sus aspiraciones condensan la dimensión de lo trágico
implícito en la experiencia vital de los grandes espíritus, entendido como el
carácter inexorable de la ruptura producida por su forma particular de entender
el mundo y la manera como los poderes terrenales delimitan y aniquilan lo más
cierto de las esperanzas humanas.
Y es aquí donde reside el primer gran
logro del escritor pereirano, pues superando la obvia tentación de centrarse en
los aspectos mórbidos y escandalosos de la biografía de su personaje, emprende un minucioso y preciosista trabajo de investigación que le
permite y nos permite en nuestra condición de lectores gozosos, reconstruir en
detalle los lugares, las atmósferas, los hitos históricos y sobre todo los
estados colectivos de conciencia que dieron lugar a que en la Francia que ya
sentía hervir en sus entrañas los miasmas de la Revolución surgiera un hombre
que muy pronto -y tal vez sin proponérselo- se convirtió en símbolo de los
postulados de la ilustración, al hacer de la sexualidad realidad y metáfora de
las potencialidades del individuo frente a las camisas de fuerza de los dogmas
religiosos y del poder paralizante de las convenciones de una aristocracia próxima a su fin. No es causal entonces que la novela
comience con una invocación a los poderes inciertos pero irrenunciables de la
memoria como único instrumento para acercarnos a las claves de nuestro paso por
el mundo.
Por ese camino, el autor nos permite asomarnos a la vida del
conde Jean-Baptiste, padre del marqués, desde su nacimiento en el palacio de
Mazan, el 12 de marzo de 1702, con su saga de intrigas y ascenso en los salones
del poder y el favor de las damas hasta los años inevitables de la decadencia y
la decepción que resumen el periplo de toda vida humana.
Guiados por el lenguaje siempre medido y sobrio del narrador, somos testigos
de una manera de concebir el mundo en la que la ambición, el envenenamiento y
todas las formas posibles del crimen; el sexo como señuelo para obtener favores
y destruir ilusiones; la rapiña, la mentira y el rumor forman parte del orden
natural de las cosas. En ese ambiente enrarecido y fastuoso vendría a nacer
Donatien de Sade, justo en la mitad de un siglo que padeció y gozó por igual la
ventisca arrasadora de las ideas de Voltaire, un espíritu que surca todo el
ámbito de la novela, como si de algún modo la vida del marqués fuera en parte la
materialización de los postulados de ese filósofo y poeta que acabó por minar lo
poco que sobrevivía de la injerencia del clero en la conciencia de los
habitantes de ese siglo que para algunos significó la victoria de la razón sobre
el oscurantismo y para otros nada más y nada menos que el advenimiento del
terror, oculto tras el ropaje de la racionalidad.

Siguiendo al marqués en su búsqueda sin tregua del conocimiento del mundo y
los arcanos del placer, asistimos, entonces, sin proponérnoslo a decir verdad, a
los estremecimientos de esa vieja Europa cuyo péndulo oscilaba de la estirpe
enfermiza de los borbones a las quimeras mesiánicas de la casa de Habsburgo, sin
olvidar por supuesto los estertores de la antigua grandeza del Sacro Imperio
Romano, que aún alentaba en los corazones nostálgicos de muchos súbditos que observaban angustiados cómo el mundo se resquebrajaba bajo sus pies.
Quizás
por eso la búsqueda se hace a veces patética, como si esos cuerpos desnudos que
se desvanecen entre gasas al despuntar el alba, o la filigrana exquisita que
adorna los pisos y paredes de esos palacios consagrados a los dioses del sexo y
el poder, fueran meras ilusiones destinadas a desaparecer una vez abiertos los
ojos a la realidad del siglo, avivando con su lento deslizarse de lava ardiente
la ansiedad de unos hombres y mujeres sedientos de absoluto, que sin embargo
alcanzan a entender, antes de disolverse en la vejez y la nada, que "La muerte
no solamente abre para sus elegidos las puertas del más allá, sino que
contribuye a transformar, muchas veces de manera extremada, el frágil
calidoscopio de los vivos", según consigna el narrador en la primera frase del
capítulo titulado La Embajada en Boon.
A transformar el calidoscopio de su hijo,
consagrará Jean-Baptiste la energía y recursos de su madurez, con la esperanza
de ver a su vástago entronizado de una buena vez y para siempre en el círculo de
los grandes.
Pero, ya lo sabemos, los hijos están destinados a desandar
el camino de los padres, y muy temprano el pequeño da muestras de su carácter
indómito, cuando una tarde de finales de primavera, en medio de una disputa por
la posesión de una muñeca, humilla al infante Luis-José, a cuyo lado se educaba,
gracias a las gestiones de su padre, que soñaba para él un destino digno de una
familia cuyo linaje se remontaba a los tiempos de las luchas de Luis El bávaro
con los papas de Avignon, cuando Laura, la mujer que inspiró los mejores versos
de Petrarca, contrajo nupcias con Hugo El viejo, ascendiente directo de la casa
de los Sade.
Esa acción instintiva en un niño arroja luz sobre el curso
que había de seguir la vida de un hombre para quien las veleidades del poder y
los efímeros incendios de la carne serían apenas formas de celebrar la vida
frente el orden de un universo soportado sobre apariencias y formalismos, de una
manera tal que los vicios privados se constituyen en la moral pública, como se
anuncia en la primera página de la novela, a manera de certero preludio de los
acontecimientos por narrar.
En ese propósito de celebrar la existencia
frente a los poderes de las tinieblas, la novela deja caer, al tenor de un azar
que sólo lo es en apariencia, las figuras del pintor flamenco Rubens; de Madame
Pompadour, favorita entre todas las mujeres del rey y de las logias
franc-masónicas, figuras que en muchos sentidos armonizan con el carácter y
expectativas del marqués: la sensualidad manifiesta en la robustez de las damas
pintadas por Rubens, la fastuosidad de los salones presididos y frecuentados por
La Pompadour y el ansia de conocimiento y dominio de sí mismos presente en los
grandes maestres de la logia. A todo ello podemos sumar la presencia constante
de su tío, el abate Jacques-Francois, una suerte de genio tutelar que se encargó
de conducir a su sobrino hasta la fuente misma de las fuerzas que gobiernan el
mundo, con la ayuda de todo el conocimiento acumulado por los sabios a lo largo
de la historia.
Por eso no es casual que al final del relato, el viejo
abate aparezca en el palacio de La Coste, extasiado ante los tesoros de una
biblioteca que guarda en sus estantes, presididos por un busto del filósofo
cordobés Séneca, títulos como la Historia de las vírgenes o Las profecías de
Nostradamus, pasando por textos de Salustio Tito Livio y San Agustín, hasta
llegar a las páginas delirantes y lúcidas de El Quijote o el Elogio de la locura
de Erasmo de Rótterdam.
Si miramos con atención, no hay contradicción
alguna en el carácter abigarrado del último cuadro. Después de todo, los
placeres de Venus, los meandros del poder y el laberinto de una biblioteca, son
caminos inequívocos para asomarse a lo inefable de la condición humana, manejada
a su antojo por una divinidad de muchas caras, cuyos ojos miran por toda la
eternidad hacia los abismos de la muerte.
Por eso podemos
decir que allí reside la grandeza de esta novela de costumbres titulada Memorias
de la Casa de Sade, porque más allá del reconocido virtuosismo del autor en el
manejo del lenguaje, lo que nos queda es su capacidad de utilizar una figura
histórica y literaria como la del marqués, tan frecuentada por el cine y la
literatura, para mostrarnos una percepción de la historia en su condición de
teatro del absurdo, en cuyos límites se recrea una y otra vez, por los siglos de
los siglos, la trilogía de fuerzas que determinan los pasos del hombre sobre la
tierra: el deseo, el poder y la muerte.