jueves, 4 de julio de 2013

Buenos salvajes



En uno de los foros sobre restitución de tierras adelantados por estos días, un profesor cuyo nombre no deja de contener una buena dosis de ironía, Hernán Cortés, planteó una curiosa fórmula para devolverle la paz al campo colombiano: regresar a los modos de propiedad y producción de las tribus precolombinas que, según  él, hicieron posible la coexistencia pacífica entre los pueblos y la explotación sana y saludable del medio ambiente.
Dada la excentricidad de la propuesta, pues los modelos no son aplicables a un país de casi cincuenta millones de habitantes  con problemas endémicos de violencia rural  y menos a un planeta  que supera los siete mil millones, me di a la tarea de revisar la historia de los pueblos indígenas de América.
Para  empezar, no  encontré rastro alguno de  “coexistencia pacífica”. Todo lo contrario: si algo facilitó  la conquista de  México fue el carácter imperialista de los aztecas. El  resentimiento  provocado por sus invasiones y despojos, hizo  que muchos pueblos se unieran al conquistador como una manera de liberarse del yugo.
Trasladados  más al sur,  al actual territorio  de Colombia , Ecuador, Perú y Bolivia  hallamos una pugnacidad permanente expresada en sangrientas guerras de sucesión ligadas al anhelo de propiedad y dominio. Por su lado, lo del “respeto al medio ambiente”  resulta explicable por la desproporción   entre el número de  habitantes y la cantidad de tierra disponible. La noble idea  de  permitir el  descanso de la Pacha mama mientras se cultiva  en otro lado es impensable hoy en un planeta sitiado por el hambre y por la concentración de las riquezas.
 Eso para no hablar de la estructura familiar de muchas tribus, signada  por  la situación subordinada de las mujeres, reducidas  en muchos casos a la condición de   vientres reproductores  y bestias de carga. Si a eso le sumamos la legitimación de los asesinatos rituales no tenemos propiamente un panorama alentador.
Mucho me temo entonces que el profesor Cortés, poseído de  un caudal de buenas intenciones, como tantos activistas, decidió apelar al viejo y conocido mito del buen salvaje como  salida frente a una encrucijada colombiana en la que grandes  poderes económicos y criminales se proponen asfixiar cualquier intento de reforma agraria.
Como bien lo sabemos,   los filósofos de la ilustración   fueron los encargados de darle soporte discursivo   a un viejo anhelo de la humanidad: el retorno a una improbable edad dorada, tierra de promisión o paraíso perdido donde los hombres vivían en perpetua armonía con el entorno y con el prójimo, es decir  , en  un estado de letal aburrimiento  equiparable a  la parálisis física y mental. ¿A quien se le ocurre semejante idea? Pues a una criatura  sitiada todo el tiempo por la desesperanza  , la frustración y el miedo producido por el simple hecho de estar viva.
Desde finales del siglo XIX una legión entera de  sociólogos, antropólogos y líderes políticos se encargó de reforzar la idea. Según sus teorías los pueblos aborígenes- que desde luego nos legaron  muchas cosas buenas  de  su cosmovisión , sus costumbres y su manera de organizar la vida pública y privada- expresan lo  incontaminado y bueno de la condición humana, mientras los conquistadores, bárbaros y evangelizadores serían lo sucio, lo corrupto y por tanto condenable.
Por fortuna para la salud física y mental de todos, la realidad  no es tan maniquea. Lo que llamamos  cultura es el resultado de  dolorosos  y fructíferos encuentros entre  aborígenes y bárbaros. Entre nómadas y sedentarios. De esas confrontaciones a veces mortales  surgieron las músicas, las teogonías, las formas de gobierno  y de organización económica, así como la gastronomía, las distintas expresiones del arte y las múltiples maneras de explorar y disfrutar la sexualidad. Como resultado de ello tenemos el Popol Vuh pero también El Quijote; el sonido melancólico de las quenas y los acordes de la música de cámara   europea; la paella valenciana y las tortillas mexicanas; las esperanzas de las comunidades utópicas y los horrores del capitalismo extremo. Para bien y para mal, ese  es nuestro  mundo de hoy. En todo caso la solución al acertijo no la encontraremos a través de un salto mortal hacia ese pasado donde habita, bien lo sabemos, la trampa de la nostalgia que todo lo empaña.

6 comentarios:

  1. Ay, amigo Gustavo, qué apropiado resulta su texto para estas tierras bolivianas, donde los indígenas (categoría sospechosa considerando el intenso mestizaje de nuestra –América) hace tiempo que se esfuerzan por integrarse al modo de vida occidental y por ende a la tecnología y todas sus ventajas, sin que ello signifique que renuncien a sus ritos, costumbres y cosmovisión. Lo que resulta indignante es que surjan de pronto toda una suerte de sociólogos y otros “adelantados” culturales mayormente extranjeros que incurren en la práctica de querer convencer a esos pueblos sobre el modo cómo deben vivir, supuestamente para redituar glorias pasadas y otras patrañas revisionistas de escasa raíz histórica y que no tienen ningún sentido práctico en esta época.

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  2. "Ahí está el detalle", diría el cómico Cantinflas,apreciado José. Sentido de la realidad es lo que le hace falta a toda esta legión de expertos en ciencias sociales. Al final resultan ser más papistas que el Papa. Mientras los indígenas intentan aprovechar los avances de la ciencia y la tecnología sin perder su identidad esencial, todos estos señores pretenden devolverlos de un solo golpe a una inexistente edad de oro. En esa cruzada se empeñan personajes como el presidente boliviano y sus amigos. ¿ha escuchado usted hablar del adjetivo " cantinflesco"? Buenos, en este caso eso somos.

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  3. El profesor Cortés tiene una opinión demasiado positiva, o ingenua, de los pueblos antiguos, si puedo usar esa palabra. Estamos en estos días en Escocia, donde hemos aprendido una o dos cosas sobre la vida feliz de los clanes hace unos cuantos años. Se unían contra los ingleses, pero el resto del tiempo se degollaban mutuamente con gran entusiasmo. Hay numerosas anécdotas, entre ellas una que me parece excepcional: la guerra de la tuerta. Entre los clanes que más odio mutuo se tenían estaban los MacLeod y los MacDonalds. Era una época en que los clanes trataban de mantener la paz con casamientos con cláusula de rescisión, digamos, o prueba. Al año el marido podía repudiar a la mujer, con buena razón, aunque esto sea discutible. Una Donald, durante ese año, perdió un ojo (no se sabe exactamente por que) y además no le dio al jefe Leod un hijo. Entonces fue devuelta a su clan montada en un caballo tuerto, guiada por un hombre tuerto y acompañada por un perro tuerto. Tras eso, ambos clanes se mataron mutuamente hasta que apenas quedaron sobrevivientes. Tal vez haya una moraleja moderna para esto.

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  4. Mi querido don Lalo: tuertos andamos todos en ese singular y dañino propósito de mitificar un pasado que, mediante una hábil vuelta de tuerca, se convierte en futuro. Porque allí reside una de las paradojas: el universo soñado por los creyentes no está en realidad situado adelante, sino atrás. Lo cual, en un mundo que da vueltas , equivale a la más pura inmovilidad, es decir una de las formas de la muerte.

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  5. En el 'Canto General' o e 'Residencia en la Tierra' de Neruda hay un poema con unas líneas que dibujan este artículo Gustavo. La verdad no las recuerdo de memoria y no tengo el nombre del poema, pero me queda la esencia. Es el poder del pensamiento, la imaginación y el lenguaje.
    Como dijo Borges, somos herederos de muchas culturas, pero ese tiempo indígena, de nuestras sociedades precolombinas, es algo que suponemos nunca tuvimos o vivimos de manera latente (Sería bueno rescatar lenguas indígenas y tener algún conocimiento de Por qué Bogotá se llama Bogotá o Putumayo es Putumayo, a que muy pocos sabrán eso). Así, el pasado que no tuvimos siempre será nostalgia y la nostalgia la pensamos como algo bueno.

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  6. Ese es el problema, apreciado Eskimal: que la nostalgia, al pintarlo todo de colores bonitos, puede constituirse en una trampa mortal que nos inmoviliza, y por lo tanto nos impide avanzar. Siempre he pensado que alienta algo muy peligroso en aquél refrán de " Todo tiempo pasado fue mejor".

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