jueves, 17 de diciembre de 2015

Estamos en contacto




 La historia me la contó Alonso Marulanda, actor y director de teatro reconocido en la escena local desde hace más de treinta años.  Resumida, dice  más o menos así:
 Doña Libia  anda por los sesenta años. Don Josías, su marido, ronda los sesenta y cinco. Los dos habitan una pequeña finca ubicada a  una hora del casco urbano del municipio de Villa María, en el Departamento de Caldas. Vendiendo huevos,  leche y quesos lograron darle estudios universitarios a sus cuatro hijos: dos  mujeres y dos hombres  que se llaman Ángela, Cristina, Álvaro y Manuel.
Durante años  los hijos los visitaron  mínimo  una vez a la semana. Luego se sumaron  nueras y yernos. Más tarde  aparecieron  los nietos.
Sentados en bancas de  guadua protegidas por una caseta de madera con techo de paja compartían las pequeñas y decisivas noticias de la vida: el trabajo, los estudios, los anhelos, los temores. En fin, las dichas y desventuras comunes a todos los mortales, pero que se vuelven únicas en cada experiencia personal.
Un día,  hace cosa de diez años,  la tribu entera apareció con un regalo para los viejos: habían hecho causa común y les compraron un par de teléfonos celulares de última generación.  “Para que estemos en contacto” dijeron en coro los integrantes del  clan.


En efecto, se mantuvieron en contacto: llamaban varias veces  al día y se enteraban de todos los detalles: la presión arterial de doña Libia, los partos de las vacas, el aguacero del martes, las bravatas de don Josías, los chismes del vecindario.
Pero un día, los viejos sintieron al mismo tiempo la señal de alarma: a medida que se incrementaban las llamadas escaseaban las visitas.  Las excusas  aumentaban al ritmo de las ausencias. Ya se sabe: exceso de trabajo, reuniones con colegas, indisposiciones, viajes reales o inventados, daba igual porque el vacío se había instalado justo en medio de la mesa de los dueños de casa. Ya no tenían  necesitad de  utilizar  las ollas enormes y pródigas para satisfacer el apetito y los caprichos de su descendencia.  Para  los dos bastaba con preparar unos platos escuálidos, cada vez más parecidos a la comida chatarra que venden en la calle para llenar  la panza de los que van por el mundo con el aire presuroso y angustiado que acaba por igualar a perseguidos y perseguidores.


Curtidos en la lucha con las incertidumbres y asperezas del campo, la víspera de una navidad decidieron dar la última batalla. Con el señuelo del inicio de la novena de aguinaldos, desempolvaron las recetas de  las antiguas golosinas y  utilizaron los teléfonos celulares para extender la invitación: “ Los esperamos el dieciséis  para empezar las novenas. No olviden traer los cascabeles para acompañar las canciones y los dulces para los niños invitados. Ah: les tenemos a todos un regalo de sorpresa. No falten”.
A las  seis  de la tarde de ese  sábado de diciembre empezó  la novena de aguinaldos. Rezaron las  oraciones, entonaron los villancicos, compartieron los dulces. Llegó la hora del regalo sorpresa: cuidadosamente envueltos  en papel impreso con motivos navideños le devolvieron a la familia en pleno los dos  teléfonos celulares. “Queremos verlos, abrazarlos, tocarlos, mirarlos a la cara, no que nos llamen cincuenta veces al día. Ustedes deciden”,  casi le gritó doña Libia a la pandilla estupefacta. Alonso Marulanda interrumpió allí su relato. Pero sospecho  que a esta hora  Ángela, Cristina, Álvaro, Manuel y toda su descendencia todavía deben estar preguntándose en qué momento perdieron el contacto que habían creído ganar.

2 comentarios:

  1. Severa lección de humanidad se han despachado los viejos con toda la prole. Entrañable historia que ilustra muy bien la gran paradoja de nuestros tiempos: la tecnología ha acortado tanto las distancias con el perfeccionamiento de las telecomunicaciones pero cada vez tiende más a alejar a las personas entre sí. Ya no es raro que vecinos se pasen horas hablando por teléfono cuando podrían visitarse mutuamente. Ni hablar de las parejas que conversan lado a lado a través de emoticones y sms. Personalmente, me saca de quicio que en reuniones familiares o de amigos siempre haya alguien en la mesa atendiendo a su dichosa pantallita como si no existieran los demás. Dan ganas de echarle a patadas y que vaya a hacerle el amor a su aparatito (el celular, digo) a otra parte. Hemos perdido el norte con este invento infernal. A modo de ejemplo, el marido de una prima se resiste tajantemente a comprarse uno, que si no su maniático jefe extranjero le llamaría a todas horas por cualquier asuntillo, confiesa aliviado. Como usted sugiere, quizá sería bueno deshacerse de tantos trastos para no perder el contacto de siempre.

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    1. Apreciado José. En principio, el escritor Umberto Eco definió la telefonía celular como el más perfeccionado sistema de control y esclavitud.
      Tiempo después sucumbió a la "necesidad" del aparatito: así de grande es la capacidad del sistema para controlar y alienar nuestras vidas.

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