jueves, 25 de agosto de 2016

Escrito en los parques





En cierta medida, los parques son la escritura de las ciudades. En ellos, habitantes y visitantes leen o intentan leer los relatos dejados en  prados, árboles y bancas por quienes los frecuentan.
Por eso mismo, el parque es el lugar donde la ciudad se concede  una tregua en su batalla cotidiana contra el vértigo y la desazón.
Bien vale la pena entonces volver a ellos. Al carácter obvio o impredecible de sus nombres, casi siempre dedicados a próceres que nunca lo fueron. A su aleteo de pájaros exiliados. A su antología de imágenes irrecuperables. A sus pequeños ritos.
En el parque  Rafael  Uribe Uribe, el mirón que soy se detiene ante una pareja de adolescentes que se tocan con la voracidad de quien duda de su propia existencia y cree recuperarla en  la piel trémula del otro.
En el Olaya  Herrera, envuelto en una nube de marihuana cultivada en la sierra, un chico de veinte años ensaya , como lo hicieran sus iguales veinte, treinta, cuarenta años atrás, la tonada de Stairway  to Heaven, esa cuerda que Led  Zeppelin nos tendió para  alcanzar lo más abismal de nosotros mismos.


En el parque de La Libertad, entre el mural de Lucy Tejada y una estación de policía, “La puta  más vieja del mundo”, como la bautizara el escritor Alberto Verón en una crónica de  dos décadas atrás, pasea su escualidez en abierto desafío a los poderes del tiempo y la muerte.
Unos pasos más allá, un anciano de sombrero y  líchigo  intenta lo imposible: que algún transeúnte se interese por el lorito de la buena suerte, en unos tiempos en que el destino  revela sus designios a través de Instagram.


Cruzo el viaducto, camino unas treinta cuadras, y en el lago de La pradera el último descendiente de los viejos gitanos le pica pasto a un  caballo que, a juzgar por el costillar, supo de tiempos mejores.
Estoy en Dosquebradas, una localidad sin plazas, es decir, desplazada: sus primeros habitantes fueron desarraigados que llegaron empujados por las violencias y por la promesa de empleo de las primeras fábricas  extranjeras que se instalaron aquí cuando el lenguaje de la corrección política no había inventado la palabra globalización.


Sigo mi ruta y en el parque Guadalupe  Zapata, en la ciudadela Cuba, me detengo ante un grupo de  desempleados  que ensayan  números de circo como alternativa para llevar  el pan a casa. Después de todo la vida entera es un caminar sobre la  cuerda floja.
De vuelta al centro recupero a Bolívar en cueros bajo un sol despiadado. En su vecindario varios hombres  juegan  ajedrez con el aire adusto de viejos campeones soviéticos. A su manera, son sobrevivientes de su propia Guerra  Fría.


Tenemos parques para todas las edades y gustos. Los más viejos prefieren  el centro  de siempre, allí donde es más probable encontrar un contertulio para compartir un café o jugar una mano de cartas sentado en las bancas cagadas  por las palomas. Los muchachos optan por parques recién construidos y adaptados para el patinaje o para la práctica de alguna danza urbana. Las putas de tacón en la pared se inclinan  por   los parques con claroscuros: cuantas más bombillas fundidas, mejor.
El parque es a la vez jeroglífico y palimpsesto. Orinal público o sucedáneo del correo electrónico: “Odiosa (¡Oh diosa!): no cumples ni años”, leo en un muro junto al monumento dedicado al mexicano Benito Juárez. Si señores: de esas tierras no solo llegaron las películas de Cantinflas y las canciones del gran José Alfredo Jiménez.
Regreso al parque  del lago Uribe Uribe. La pareja de adolescentes abandona su precario escondite con un envidiable aire de  satisfacción en la mirada. Por lo visto, alcanzaron la recompensa del sosiego. El sosiego que el ciudadano  apurado se niega una y otra vez por desidia, por miedo o porque hace tiempo perdió la costumbre de estar vivo.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

6 comentarios:

  1. No me joda, ¿de verdad se ha trajinado treinta cuadras como si nada?...y yo que pensaba que era un auténtico caminante por hacer unas diez a quince cuadras cada día en promedio. Magnífico carrusel de estampas nos brinda; los parques, plazas y demás áreas verdes dicen mucho de una ciudad. Como buen cochabambino le envidio que esté rodeado de verdor (un día escribió de un gigantesco parque urbano donde suelen hacer conciertos de rock), y más todavía que tenga uno con lagunas (foto 4). Hace una semana, cuando esperaba el micro, un par de señoras mayores del norte argentino (suelen venir muchos peregrinos argentinos al santuario de Urkupiña), me preguntaron dónde había una plaza para poder sentarse, ya que el calor era insoportable al mediodía. Hice los cálculos mentales, la plazuela más cercana estaba a cinco cuadras, sentí vergüenza al ver sus caras agobiadas, pues recordé que en el centro casi ya no hay sitios públicos con vegetación, todo por dar lugar a las ferias, mercados y galerías comerciales.

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  2. Apreciado José: la verdad, soy un caminante empedernido. Dicho de otra manera : soy un vicioso del camino. Hace un par de años subí a este blog un poema donde comparto una revelación : para ser feliz en este mundo solo necesito tres cosas: un camino, una gorra y un palito.
    Y sí : mi ciudad tiene buenos parques. El problema reside en que han sido desaprovechados.

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  3. Hay uno pequeñito en donde la 12 se le junta a la 30 de agosto con un monumento olvidado a un señor que luchó contra el robo de Panamá, no me pregunte el nombre pues no lo sé.

    Eso revela un talante de los parques en Pereira, no siempre evidente: todos están dedicados a próceres liberales, o a ideas liberales como la de un Bolívar desnudo. Es que los masones...

    Cami.

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  4. Ah... si luchó contra el robo de Panamá o contra cualquier otro robo es apenas natural que se olvide su nombre... o que lo borren de plano, apreciado Camilo.

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  5. Profe, poco a poco construye usyed un libro de reflexiones sobre el bello arte de caminar. Es otra manera de leer. Los parques parecen un lugar de nostalgia lúdica en Pereira, no son un espacio, son el nervio de la ciudad,la oportunidad de conocernos sin respiradores artificiales. Qué es una ciudad sin un parque. La canción, poderosa.

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  6. "El solitario es un caminador", escribió mi querido Rigoberto Gil en uno de sus ensayos, apreciado Eskimal.
    Caminar es una suerte de pacto con el silencio, condición indispensable para la contemplación.
    Y allí reside lo asombroso: que pueda uno sustraerse a la algarabía de la ciudad para revelar mejor sus secretos.

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