jueves, 14 de septiembre de 2017

El eterno adolescente








¿De qué adolecen los adolescentes?

Por estos días oriento un taller de crónica dirigido a jóvenes estudiantes de secundaria.

De modo que tengo que habérmelas con esa forma  del fuego líquido.

O, si ustedes quieren, con hormonas en permanente ebullición.

Lo bueno es que estos chicos contrajeron el virus de la lectura a edad temprana y, por lo tanto, están mejor dotados para asomarse al abismo y volver para contarlo.

Como los lectores de  otras generaciones, los  muchachos de hoy  frecuentan   a los autores que supieron conectar con las turbulencias, la perplejidad, los miedos y las ilusiones  de quienes abandonan el improbable paraíso de la niñez para adentrarse en las arenas movedizas de la juventud.



Salinger, Goethe, Sábato,  Hesse en la biblioteca universal  o Andrés Caicedo y Rafael Chaparro entre  los colombianos forman parte de sus autores de cabecera.

Aunque eso de “Arenas movedizas de la juventud” es un decir: en realidad no existe tierra firme entre  el nacimiento y la muerte.

A diferencia de  sus antepasados, estos chicos lo saben. Por eso miran a los adultos con desconfianza.

No es que no respeten a sus mayores. Es solo que intuyen su fragilidad y por eso no los consideran unos buenos guías.

                                                     Andrés Caicedo


Ellos saben que la seguridad de los adultos es mera apariencia: a medida que pasan los años no se hace nada distinto a acumular preguntas sin respuesta. Por eso se multiplican todos los días las sectas que ofrecen recetas  para eludir  las encrucijadas de la existencia.

Tanto si se trata de sexualidad, de amor,  de las relaciones con el poder ejercido por los adultos  o  de sus más secretos deseos, los viejos tópicos retornan  una y otra vez.

Uno de esos tópicos es el suicidio como solución existencial. Esa alternativa atraviesa  sus universos particulares: las revistas de cómics, las películas, el cancionero y las conversaciones  en las redes sociales.

Y estos lenguajes siempre contemplan la posibilidad de poner fin a la vida por su propia mano.

Los mundos del deporte, el arte, la música y la farándula son pródigos en ejemplos.

Es decir, aquellos que sucumbieron al canto de sirenas, al llamado del éxito mundano como única forma de  trascendencia son más proclives a este tipo de salidas.

Nadie está preparado para caer desde  tan arriba.



En cambio, los  eternos perdedores están siempre entrenados para lo peor. De modo que nada los toma por sorpresa.

Pero tranquilos. Salvo alguna excepción, para estos muchachos regodearse en la idea del suicidio es una forma de exorcizar  sus seducciones.

Como todos los mortales, independiente de la edad, ellos quieren vivir a tope el momento que atraviesan.

Lo mismo que sus iguales de otros tiempos se reunían en la esquina, jugaban fútbol en los potreros o  se escapaban a ver películas, ellos se sumergen en el parpadeo azulado de sus aparatos digitales.

Algunas veces regresan lúcidos. En otras la confusión los rodea como un manto.



Y no acaban de entender por  qué no uso teléfono móvil.

¿Cómo hace para vivir, entonces? Me preguntan en coro.

Pues  como vivía la gente hace veinte años: sin teléfono móvil. Los amantes furtivos concertaban sus citas, los médicos  atendían los llamados de sus pacientes y los comerciantes hacían sus negocios.

Al final, las dichas y los infortunios eran los mismos, les digo.

Solo consigo que me  escuchen con mayor escepticismo. Como una suerte de conspirador aún peor que sus   padres. Estos últimos al menos se esfuerzan  por parecer contemporáneos. Incluso se visten como sus hijos y tararean una que otra tonada de reguetón.

El eterno adolescente, desde Homero hasta nuestros días, sigue renovando su capacidad de fascinación. Ese aire entre desamparado y autosuficiente siempre será motivo de preocupación para los adultos.

Inquietos, los  más viejos nos miramos en ese espejo y creemos ver en su estupor una etapa ya superada.

Pero se trata de otra forma del escapismo: échenle una ojeada al mundo adulto y verán como las obsesiones, los temores y las ansiedades se acumulan. Solo que presentados de otra manera. O, a lo sumo, disfrazados detrás de una aparente seguridad apuntalada con tarjetas de crédito, fanfarronerías y juguetes caros.

Si se quiere, lo que llamamos sabiduría no es más que un desfile de hormonas fatigadas.

Hielo líquido.

PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

4 comentarios:

  1. Ya entiendo. Quieres decir que los adultos somos adolescentes sin futuro. Creo que tienes razón.

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  2. Ja, ja, ja. Y mucho me temo que sin pasado, mi querido don Lalo.
    Por eso los adolescentes nos ven como intrusos en su presente.
    Un abrazo y hablamos,
    Gustavo

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  3. Ciertamente, nunca he escuchado a algun adulto decir que quisiera volver a ser adolescente, unos aspirarian a ser niños y otros a querer retornar a la juventud. Nadie quiere esa 'desventurada' fase de la vida. Eso tal vez se explique por sí mismo, porque aparentemente nunca abandonamos esa condición, aunque no seamos conscientes de ello.

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  4. Apreciado José : sospecho que el elogio desmedido de la " madurez" esconde una profunda desazón ante la falta absoluta de certezas.
    Don Lalo lo sintetizó mejor que nadie : " Los adultos somos adolescentes sin futuro".

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