martes, 9 de agosto de 2022

El dulce crepitar del fuego



 Crossroads

 Vivir enloquece. Los desencuentros, las inconsecuencias, las deslealtades y los adioses van minando la mucha o poca dosis de lucidez con la que llegamos equipados al mundo. Por eso, al final de la jornada solo podemos conciliar el sueño con la ayuda de una biblia, un frasco de somníferos , una botella de ron , de alguna otra cosa… o del control del televisor sobre la mesa de noche. Ese color azul enfermizo que vemos parpadear de madrugada en las ventanas, es  el llamado de auxilio de alguien que ya no puede encontrar sosiego.

 No importa lo que digan los biempensantes o los manuales de autoayuda: cuanto más feliz dice ser la gente, más oscuro es el agujero de su desdicha.

 No puede ser de otra manera: desde el nacimiento hasta la muerte, debemos sortear los señuelos plantados en el camino a  modo de promesas. En algunos sólo nos llevamos un susto. En otros, nos tronchamos un tobillo o nos partimos un brazo. Y en  unos cuantos más nos precipitamos sin fórmula de juicio en los profundos infiernos.

 Por eso las encrucijadas nos desafían a intuir los riesgos y escoger, si no el mejor, el menos tortuoso de los  caminos. Guiados por el instinto, los animales suelen ser más atinados en sus elecciones. Los humanos en cambio, sujetos pensantes al fin y al cabo, a menudo elegimos la ruta llena de zarzas, guijarros y espinas. En el matrimonio, en la profesión, en los negocios, en la paternidad, en el sexo y en otros asuntos de mayor o menor importancia, la sensatez suele  abandonarnos cuando más la necesitamos.

 En esos momentos  volvemos a los orígenes y añoramos la seguridad de la cueva, el dulce crepitar del fuego que calienta la sangre y ahuyenta las fieras. El aliento del hogar primigenio.

 Sin excepción, los personajes de Encrucijadas, la más reciente   novela del escritor norteamericano Jonathan Franzen, van por el mundo buscando el rastro de ese fuego. Al igual que las criaturas  de los cuentos y novelas de William Faulkner, John Updike, Philip Roth, John Cheever, Raymond Carver, Saul Bellow, Thomas Pynchon o D.W. Wallace,  estos seres miembros  de  familias hechas trizas devienen metáforas de ese gran desastre  colectivo llamado  “Sueño Americano”. En  una sociedad entregada en cuerpo y alma al consumo y el entretenimiento, que todo el tiempo estimula a partes iguales la avidez y el derroche, la angustia y la ansiedad resultan ser la única forma de sentirse vivo.



Eso lo sienten, aunque casi nunca lo saben, personas como Russ Hildebrandt, pastor de la Iglesia Reformada en una parroquia de New Prospect o su colega y competidor Rick Ambrose, un ministro más joven que él. Apoyado en su carisma y energía juvenil,  Ambrose acabó por arrebatarle el grupo mayoritario de sus jóvenes feligreses, dejándolo sumido en un resentimiento que se alimenta de sí mismo y que a veces se manifiesta en distintas formas de celos y crispación sexual.

 La familia de  Russ está integrada por Marion, su mujer, y por sus  cuatro hijos: Clem, Perry, Judson  y Becky.  Como todos sabemos, a su manera, los amantes furtivos  o públicos, pasados o presentes, afectan con su fuerza  centrífuga la estructura de toda familia. Por eso el adulterio es   anhelado y temido a la vez. Sin su aliento, las parejas se extraviarían en el tedio y el desprecio mutuos, pero su fuego, cuando se pierde el control, puede reducirlos a todos a cenizas.

 Russ, por ejemplo,  cree estar enamorado de la señora Frances Cottrell, una viuda joven que asiste  a su iglesia y lo acompaña en sus misiones de caridad y servicio social en barriadas de negros que la intimidan y entusiasman por igual. Consciente del deseo que despierta en Russ, se involucra en un juego de  seducción que ella misma acabará por tomarse en serio, a pesar de sus alardes sobre la vitalidad de otros amantes, en contraste con el apocado y timorato predicador.



 Por su lado, Marion se refugia en el pasado: persigue el recuerdo de Bradley, un vendedor proclive a las proezas sexuales, de quien quedó embarazada treinta años  atrás, dejando en su mente  la imagen lacerante de un aborto que la asedia en sus cada vez más  frecuentes noches de desvelo.

 Atrapados en esa red, todos dudan de todos y a la vez se necesitan, con las contradictorias emociones de un adicto a las drogas

 Mientras eso sucede, los hijos de   Marion y Russ se adentran en su propio laberinto. Sus pasadizos conducen a Perry   a las drogas fuertes propias de los tiempos; en otros, como le sucede a Clem, a un enfrentamiento  con lo que él llama sus convicciones, en este caso resumidas en su decisión de enrolarse en los  contingentes que van a Vietnam.  A su vez Becky  debe enfrentar el reto de un embarazo y un  matrimonio prematuro, al tiempo que Judson,  todavía niño, contempla impávido cómo sus padres se le escapan con creciente frecuencia a su reino de sombras.



 "Los años del desmadre"

El presente de la novela, al menos en el sentido convencional de esa palabra, transcurre en el tránsito de los sesenta a los setenta, con todo y su carga de gritos de libertad de  toda índole: sexual, moral, política, familiar, cultural. Por eso, los sonidos del rock son omnipresentes: The Beatles, The Rolling Stones, Crosby Stills and Nash; Yes, Caroline King, Cream, Creedence Clearwater Revival, The Who, Grand Funk Railroad, Vanilla Fudge y varias decenas de grupos más, suenan todo el tiempo a modo de banda sonora de esos erráticos destinos.

 Y como la música es una de las claves de la historia, es tiempo de decir que el título fue tomado de Crossroads, la  legendaria canción del no menos mítico músico de blues Robert Johnson. Según la leyenda, igual que el doctor Fausto,  en un cruce de caminos Johnson le vendió el alma al diablo a cambio de su genio  musical.

 Russ tiene una colección de discos del más puro blues negro del Mississippi, entre ellos los de Johnson, que cuida como uno de sus tesoros  más preciados. Por los días en que intenta seducir  a Frances, le presta los vinilos. Por  descuido, la mujer se para en ellos y rompe un par: un presagio de lo que iba a pasar con una relación trunca desde el comienzo.




 No es casual que escritores norteamericanos como Thomas Pynchon, David Foster Wallace  y el mismo Franzen tengan una filiación cercana con el rock. Desde mediados del siglo XX esa música ha sabido expresar como ninguna otra el malestar, el desasosiego, las rupturas, los miedos de una sociedad que invade países lejanos a nombre de la libertad al tiempo que entra a saco en la vida de sus propios ciudadanos a través de todos los medios de comunicación posibles, entre ellos los muy efectivos púlpitos de la legión de iglesias católicas y evangélicas que se multiplican por todo su territorio.

 

Ese es otro de los componentes fuertes de  Encrucijadas: la omnipresencia de la religión en la vida de sus protagonistas. En algunos casos las búsquedas espirituales son profundas y honestas. En otros son una manera de encontrarse con sus iguales, como pasa con los jóvenes y adolescentes. Unos cuantos más son instrumentos de promoción social y  no pocos son expresión de una curiosa forma de ateísmo: feligreses que van a la iglesia pero no creen en Dios. De cualquier manera , esas fuerzas no paran de cobrar aliento: en el siglo XXI de las tecnologías y los descubrimientos,  las sectas representan un caudal electoral decisorio en Norteamérica y otros países.



La fe de los desesperados

 Como tantos, Russ Hildebrandt se debate entre la fe y el escepticismo. Tiene fe en el apostolado social caro a las enseñanzas de Cristo, pero desconfía de los mensajes trascendentes. Como en su relación con Frances, también los de la religión son asuntos de aquí y ahora. Buscando un atajo a sus tribulaciones, acaba por idealizar a quienes él cree sus amigos, habitantes de una reserva de indios navajos donde predicó en su juventud y a la que ahora, agobiado por las dudas sobre su matrimonio y por su creciente exasperación sexual ante la cercanía de la  viuda Cottrell, emprende una especie de viaje iniciático que se parece bastante a una búsqueda  de la redención.

 Al final,  el único aprendizaje  resulta ser el más obvio: que sus amigos indios son apenas seres humanos como los demás, movidos por la ambición, la codicia, la traición, la lujuria y las  pugnas por el poder.

 

¿A qué madero salvador aferrarse entonces en esa encrucijada?

 

Ese es el meollo de la novela de Franzen: no hay madero. Ni para Russ, ni para su familia, ni para sus amigos ni para sus feligreses. Mucho menos hay madero para los Estados Unidos de América, un país atrapado  en una suma de  contradicciones sin fin: la inútil guerra contra las drogas emprendida durante el gobierno de Nixon, la tozudez de  enviar  una generación entera de jóvenes negros, pobres, inmigrantes, indios y marginales a matar y morir en la  más que perdida Guerra de Vietnam, así como la demencial insistencia en estimular el consumo y el derroche como soportes de todo el sistema.



 En suma, el lado más oscuro del tan promocionado American Way of Life, replicado a pie  juntillas en todo el  mundo y con visos de expandirse   a otros planetas, según se advierte tras los visillos de la carrera espacial.

 Ese estado del alma aparece condensado  al final de la novela, en la página  562 de la traducción castellana editada por el sello Salamandra. Atrapada en su propia  encrucijada, Marion decide  huir al pasado y emprende un viaje a  Los Ángeles,  para cumplir una cita con   Bradley, su amante de tres décadas atrás y padre de su hijo malogrado. Tras su frustrante encuentro, se sume en un monólogo silencioso, que el narrador recrea así:

 

“El chabacano biombo oriental del comedor la acongojó. Saber que se había vuelto vegetariano y abstemio la acongojó. Las cápsulas de vitaminas que tragó con el té helado la acongojaron. La  cúpula de ensaladilla de huevo sobre un lecho de lechuga la acongojó tanto que no pudo ni tocarla. Sentía en el pecho la opresión del tremendo error que era estar ahí. Que hubiera pensado en follar ( porque se trataba de eso, la verdad, por eso había pasado hambre e inventado un pretexto para ir a Los Ángeles) le pareció tan insensato que deseó no haberlo hecho nunca con Bradley. Deseó no haberlo hecho nunca con nadie. Estar a sus cincuenta años en un convento, levantarse cada mañana y oír el dulce canto de los pájaros, dedicarse a amar a Dios. Ojalá ésa hubiera sido su vida en lugar de ésta…”

 ¿ Puede alguien imaginar una imagen más certera del fracaso de las aspiraciones humanas?

  En ese intento desesperado, los personajes de Encrucijada ensayan, cada uno a su manera, su propio salto  al vacío.  Russ teje y desteje sus fantasías   sexuales con la viuda Frances, que concluyen de la única manera posible: con una penetración a medias. A su vez, ésta se  pierde  en enredos de cama con hombres que nunca  son Russ. Mientras eso sucede, Clem se empecina en ir a la guerra para inmolarse en nombre de todos los excluidos de su país. Por su lado, Becky juega a ser una mamá  esposa casi niña, mientras Perry  se abisma en las tinieblas de las drogas químicas, una de las señas de identidad de los tiempos: explorar la conciencia, le decían a  esa forma de la autodestrucción. ¿ Y el pequeño Judson?  Bueno,  es apenas un niño. Ya tendrá tiempo de enfrentar su propia encrucijada.

 Lo más inquietante de todo  resulta  ser el hecho de que, de distintas maneras, estas  vidas  giren alrededor de una iglesia y de un pastor descreído y acorralado por sus impulsos más mundanos. Hasta Clem, que emprende un viaje a  Los Andes peruanos del mismo modo que los jipis peregrinaban  a  la remota Katmandú, acaba por regresar a casa… lo que tampoco solucionará nada.

 Al final, decepcionados del mundo tanto como de ellos mismos, Marion y Russ se brindan el consuelo de  una reconciliación. Una especie de balsa para náufragos.

 Como ellos, vencidos por fuerzas cuyos designios desconocen , los protagonistas de esta  novela siempre están de vuelta hacia un algo que no puede ser sino el dulce crepitar del fuego que nos llama desde las cavernas prehistóricas.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Yd60nI4sa9A

 

 

 

 

2 comentarios:

  1. Muchas gracias por esto, Gustavo. Oportuno y acertado.
    Lalo

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  2. Mil gracias a usted por el diálogo, mi querido don Lalo.
    Gustavo

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