martes, 21 de marzo de 2023

Mistrató, la danza de las loras



Entre Jesús y Karagaví

El jueves 24 de agosto de 2017  empezó la romería.

Una docena de  camperos  Carpatti provenientes de distintos lugares del país partieron desde el poblado de Mistrató rumbo al resguardo indígena de Purembará. La comunidad se aprestaba a celebrar los treinta y nueve años de vida administrativa con un evento en el que se afirmaban las convicciones políticas y el patrimonio cultural de un pueblo perteneciente a la etnia embera- chamí.

La caravana, en la que destacaban los coloridos vestidos de las mujeres y los collares y pectorales de los hombres,  bordeó   las aguas del río san Juan hasta  un sitio conocido como El Mandarino.

A partir de ese sitio, hombres, mujeres, niños y bestias cargadas con mercados ascendieron por una escarpada ladera plagada de desfiladeros   a los que resulta fácil despeñarse al menor descuido.

Es la misma ruta seguida por los misioneros y los colonizadores que desde  hace  varios siglos practican tanto el pastoreo de almas como el desmonte y el cultivo de tierras para la supervivencia.

Hasta estos parajes llegaron los antepasados de Miguel González,  un clan de baquianos  vecinos de Jericó, Andes y Jardín que hicieron el recorrido a pie  siguiendo la leyenda del oro que se encontraría a manos llenas en los ríos del Chocó, allá muy adentro a dos días o, mejor dicho, a  cuatro paquetes de tabaco de  distancia.

Así medían  el tiempo y el espacio estos hombres y mujeres: según el número de tabacos fumados en el recorrido.

En 2017 los asistentes  al encuentro midieron el tiempo en sus relojes digitales de origen chino y en las pantallas de sus teléfonos móviles.

Es más, durante la travesía de un bosque particularmente espeso, todos alcanzaron a sentir una variante moderna de la angustia metafísica. Fue  en el momento en que se perdió la señal satelital.

Algo así como si los israelitas perdieran a su Moisés justo en la mitad del Mar Rojo.

Al llegar a Purembará, luego de tres horas de  ascenso, los peregrinos se  toparon de frente con un  símbolo  viviente de  su propia historia: un ritual indígena inspirado en vivencias ancestrales,  al lado de un templo católico  cuyo nombre no podía ser más certero: Nuestra señora del Carmen de Purembará.

A lo anterior se sumaron otros elementos: amplificadores  en los que sonaba el reguetón, más teléfonos móviles y mucha, muchísima comida chatarra, sobre todo  Big Cola y papas fritas.

La expresión precisa de lo que unos llaman globalización y otros prefieren definir como colonización pura y dura.




 

La danza de las loras

Tanto los indígenas como los colonos se  acostumbraron a iniciar la jornada diaria con la algarabía de miles de loras que encuentran su alimento en los árboles de estos bosques que se conectan a través de cientos de trochas con las selvas del Chocó profundo, donde  se dan  las riquezas y las serpientes por igual.

Una de esas familias anónimas que no aparecen en la lista de los fundadores fue la de Miguel González. A sus noventa y cuatro años, disfrutando de un café mañanero en  la casa de su parcela en Guática, rememora los días de su niñez cuando se hizo al camino en compañía de sus mayores.

“Eso fue un recorrido hecho a pata limpia, porque ni para zapatos había. Recuerdo que un día mis padres nos dijeron: alístense que a las dos de la mañana salimos. Eso sí, nunca nos dijeron para dónde, porque ni  ellos mismos lo sabían. Igual habían hecho otras familias y con ellas se armó una recua de mulas en las que se cargaban los víveres y las mujeres embarazadas o las que llevaban niños de brazos. Los demás a voliar pata. Yo tendría unos siete años y me terciaron al hombro un líchigo con panela y un pedazo de carne salada. Esa era  la comida para la jornada. Al llegar al punto escogido para dormir se  prendía un fogón para preparar fríjoles y aguapanela. En  la misma candela se asaban las arepas para el desayuno y la comida del día siguiente. De almuerzo, ni hablar, porque teníamos que aprovechar la luz del día, lloviera o hiciera sol, para avanzar lo más que pudiéramos.

“No recuerdo cuántos días nos demoramos para llegar al caserío de Mistrató. Pero si tengo viva la dicha que sentimos cuando nos metimos a las aguas del río. Fue como un día de fiesta para todos. Fuimos a  misa, compramos algunas cosas para el resto del camino y a seguir voliando pata. Allí nos separamos. Varias familias   iban en busca de  monte para  tumbar y cultivar en tierras de los indígenas y otras, como la mía iban  en busca del oro. Unos paisanos les habían contado a nuestros padres que a nueve horas de camino  encontrarían un sitio en el que  abundaba el oro, pero la verdad  es que no recuerdo haber visto mucho. A lo mejor llegamos tarde o nos instalamos en el punto que no era.”




Largo y culebrero.

Pero de lo que si supieron  sin excepción todos los aventureros  fue  de la abundancia de serpientes  en  un bosque que a cada paso se convertía en selva. La coral, la rabodeají  y sobre  todo el temible verrugoso  eran una amenaza constante. Todavía no habían llegado los tiempos  de las botas pantaneras y la gente se adentraba en esos meandros descalza  o en alpargatas, que es casi lo mismo.

“Las mordeduras eran el pan de cada día”, dice Miguel y se santigua agradeciendo a todo el santoral el haber recorrido sano y salvo el camino de ida y vuelta. “Los que conocían las contras para el veneno eran los indios y a veces ni ellos se salvaban. Además, todavía nos faltaba un buen trecho para llegar  a esas tierras. Por eso mucha gente murió y quedó enterrada en medio del rastrojo. Uno podía encontrarse con personas a las que les faltaban dedos, la mano, el brazo o el pie. Cuando las mordía una culebra el único remedio era cortarse con el machete la parte donde el animal había clavado los  colmillos ¿Ahora entiende por qué se habla de un camino largo y culebrero?”

El camino de Nazareth

El historiador Alfredo Cardona  Tobón narra en su blog   que en 1892 el gobierno del Cauca creó el distrito de Nazareth. Su cabecera era  Guática, con jurisdicción sobre los  caseríos de Arrayanal y Quinchía. En ese momento, algunos colonizadores de origen antioqueño, cuyos apellidos es posible  rastrear hoy entre los habitantes más prósperos de Mistrató, ya se habían apoderado de salados, minas y tierras pertenecientes hasta entonces  a los  pueblos indígenas.  Era tan fuerte esa presencia que hasta las bandadas de loras que le dieron nombre al poblado- En lengua embera Mistrató quiere decir Río de las loras- empezaron a emigrar a otros lugares, puestas en fuga por los  perdigonazos de los cazadores.

Es en abril de 1923 cuando se crea el municipio de Risaralda,  del cual formaban parte los corregimientos de Arrayanal y Mampay,  a su vez pertenecientes al Distrito de Belén de Umbría y por el corregimiento de san Antonio del Chamí, adscrito a Pueblo Rico. Toda una urdimbre de trochas  conectaban a Mampay con Pueblo Rico. Indígenas y colonizadores se cruzaban muchas veces en ese ir y venir. En algunas ocasiones, siguiendo viejas costumbres, los aborígenes se postraban ante los intrusos y en otras oponían alguna resistencia.

Miguel González  recuerda en su casa de Guática que un día él y los suyos  pusieron pies  en polvorosa  ante una arremetida indígena.

“Aunque muchos  se habían pasado a la fe de Cristo y habían bautizado a sus hijos con nombres como Jesús, María y José, para no hablar de los apóstoles, a nosotros nos tocó salir corriendo un día, perseguidos por unos cien indios en pelotos que no   querían saber nada de blancos en sus territorios. Y nosotros sí que éramos blancos, y de ojos azules, para acabar de completar.  El susto fue tan verraco que dejamos abandonadas un par de bestias y un bulto de comida. Fue por eso que nos tocó alimentarnos de plátanos  y frutas que encontrábamos entre el bosque. Ahora que lo pienso, creo que ellos tenían la razón: éramos nosotros los que nos estábamos metiendo sin permiso a sus tierras”.

Entre la integración y la resistencia.




Así  ha transcurrido siempre la historia de estos territorios, desde la llegada de los primeros misioneros y colonizadores: entre la fascinación por los nuevos dioses y  la necesidad  de ponerse al amparo de sus divinidades ancestrales. Entre el deslumbramiento  ante los utensilios y armas de los aventureros y el imperativo de conservar los instrumentos utilizados para relacionarse con el mundo.

Algunos vestigios  de esos universos enfrentados pudieron verse a partir de ese jueves  24 de  agosto de 2017, durante la celebración de los   treinta y nueve años de vida administrativa  del resguardo  de Purembará.

Tanto, que  durante la segunda jornada las fuerzas en tensión alcanzaron un límite: un rito de bautismo planeado  un par de meses atrás en el templo de Purembará coincidió con los actos centrales del encuentro.

El gobernador del resguardo amenazó incluso con  enviar a la guardia indígena a suspender la ceremonia.

 Juliana Rojas, rasgos mestizos, voz vehemente  y ademanes desafiantes es toda una muestra viviente de  mochilas, collares, pulseras  y brazaletes confeccionados en la zona. Ha hecho un alto en sus estudios de antropología para hacerse presente en el encuentro.

Para lograrlo  abordó un bus en Popayán, viajó en un vehículo oficial desde Pereira hasta Mistrató y allí se colgó de un campero Carpatti que la  condujo a El Mandarino. Con un pesado morral  a la espalda recorrió las tres horas hasta llegar al resguardo al caer la tarde de ese jueves 24 de agosto.

“Aquí no se trata de invocar el purismo, un imposible en cualquier sociedad que aspire a mantenerse viva sin convertirse en  un objeto de museo. Claro, debemos buscar un punto de encuentro  entre los pueblos sin que uno  avasalle al otro. Pero también es necesario  luchar para que se entienda algo esencial: como todas las poblaciones habitadas en principio por pueblos indígenas y posteriormente sometidas a  la llegada de colonizadores, Mistrató ha vivido una lucha desigual, acelerada por la irrupción de las tecnologías de la comunicación. No se trata de suprimir  y menos de prohibir estas últimas, pero si de propender por un aprovechamiento distinto en la educación, en la cultura, en la política  y en todas las prácticas cotidianas”.

Silenciosa. Una antena de televisión satelital es  testigo de las palabras de Juliana.




Sangre en el bosque

Uno podría recorrer la geografía de  Colombia siguiendo un rastro de sangre en el bosque: el de los desplazados y muertos  dejados por nuestra particular forma de la insensatez. Si dejamos de lado la violencia entre liberales y conservadores- de la que ya sabemos bastante, la más reciente oleada de bárbaros conformada por guerrillas, paramilitares, mineros, narcos y  un sector de la institucionalidad, sembró de  cruces estos caminos. Para la muestra, una lista  de hombres  abatidos a tiros o a machete por prójimos poseídos por la iracundia y el rencor: Benigno  Siágama, Anastasio Niasa, Lázaro Gutiérrez, José Dionisio Córdoba y Paulino Siágama.

Nombres, cruces. Simples formas del pavor en los caminos que el niño Miguel González recorrió una vez con su familia de colonos.

Y muchas, cantidades de viudas obligadas a reinventarse la vida en un abrir  y cerrar de ojos.




 

Entre mujeres

Igual que en todos los lugares de la tierra, mientras los hombres se van  a la guerra, las mujeres se dan a la tarea de  mantener con vida a su comunidad. Siembran, recogen, limpian, amamantan, oran y conservan el orden del mundo para cuando  los hijos, los esposos y los padres vuelvan a casa.

Si vuelven.

Mistrató  es un buen ejemplo. Miriam, Reinelda, Norfilia, Martha Liliana, Florinda, Claudia y María Cecilia   son apenas siete entre muchas que se levantan al despuntar el  día y no se detienen hasta  bien entrada la noche. Algunas fueron a la universidad  y otras han aprendido en la tierra y en sus propias entrañas las cosas esenciales de la vida.

Para entonces, un orador destaca el rol de las mujeres en las luchas de la comunidad: Miriam, Reinelda, Norfilia, Martha Liliana, Florinda, Claudia y María Cecilia son solo siete nombres entre varias decenas de ellas.

Martha Liliana toma la palabra para   hacerse eco de un malestar colectivo.

Es inaceptable que una comunidad   con un patrimonio cultural de gran magnitud, haya sido conocida a nivel nacional  y hasta  internacional solo porque hace diez años un párroco de paso por aquí asesinó a su amante y a su pequeña hija. Desde entonces, no hemos visto que los periodistas y las cámaras se acerquen a contar que en marzo, durante la celebración de las fiestas aniversarias, el pueblo entero en sus áreas urbana y rural se dedica a reconocer  y difundir los resultados del  encuentro no siempre pacífico entre aborígenes y colonizadores. El  Concurso Nacional de Danzas y el de Música Parrandera  reúnen lo mejor de ambas tradiciones.

“Pero hay todavía más: Las ferias ganaderas, la Semana Santa en Vivo,  el Día del Campesino, el encuentro de la Cultura embera chamí y el  Encuentro Departamental de Coros. Sería injusta si no hablara del patrimonio histórico y cultural concentrado en Mampay, en Barcinal, en La María, en San Antonio del Chamí y, desde luego, en el resguardo de Purembará. Entre nosotros, como en todas partes la cultura es la mejor manera de oponerse a la muerte”.

Martha Liliana fue una de las mujeres que se congregaron durante esos tres días de agosto en el resguardo de Purembará. No solo  participó en la discusiones políticas sino  que disfrutó de principio  a fin  La Danza del Oso, interpretada por la delegación llegada desde la vereda Cantarrana.

Es su manera de reconectar el hilo  entre dos mundos, para muchos roto desde el día en que los primeros  fundadores llegaron a la zona. Unos hablan de 1539. Otros se remiten a 1925.

Pero son solo fechas: para bien de todos, la vida es caprichosa y suele tomar atajos imprevistos.

En Mistrató, por ejemplo, le gusta seguir el coro y la danza de las loras en el bosque.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=TWhi935qE2k

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