lunes, 24 de abril de 2023

Cicerón o las miserias del poder

 




Es curioso, a pesar de que las situaciones acaban por repetirse, en el mundo de las pugnas por el poder la gente se prepara para todo:  el ascenso, las intrigas, las traiciones, las disputas, los premios y castigos, menos para lo más obvio: la caída. Es como si aceptar esta verdad ineludible los distrajera de su propósito y obstaculizara la llegada a la cima.

La saga de los grandes imperios y la de los hombres que ayudaron a forjarlos abunda en ese tipo de parábolas. Ambición, ascenso y desplome configuran de hecho una figura geométrica que resume el sentido de la Historia, en caso de que tenga alguno.

En ese recorrido queda una estela de sangre y devastación que, con todo, no impide la irrupción  de memorables formas de grandeza. En ambos casos, se convierten en lecciones para las generaciones venideras.

La vida de Marco Tulio Cicerón, el político, estadista, jurista, filósofo, escritor y orador romano, es un buen ejemplo de ello. Nacido en Arpino el 3 de enero de 106 a.C y muerto el 7 de diciembre de 43 d.C en Formia, es reconocido como el gran maestro de la retórica y uno de los más refinados cultores del estilo en lengua latina. Por lo demás, su vida y su obra fueron un puente entre los componentes filosóficos y políticos de la civilización griega y los fundamentos de la cultura latina, responsables del fortalecimiento de instituciones que, dos mil años después, siguen siendo la base de las sociedades occidentales: el senado, la división de poderes, las elecciones y el derecho romano.

En el tránsito de su vida pública Cicerón fue testigo y protagonista de momentos clave en la historia del Imperio Romano, que lo llevaron a  contemporizar a veces y en otras a enfrascarse en feroces disputas con personajes de tanta trascendencia en la vida pública de Roma como Julio César, Pompeyo, Casio y Octaviano.

El nacimiento de una obsesión

El escritor británico Robert Harris, experto en historia de la antigua Roma, es el autor de una trilogía de novelas que gravitan alrededor del ascenso, consolidación y caída de Marco Tulio  Cicerón durante uno de los periodos más turbulentos del imperio, cuando la democracia y la institucionalidad, es decir, la esencia misma del Derecho Romano, se vieron en principio amenazadas y finalmente destruidas por una convergencia de  ambiciones que acabaron por arrasar a sus propios protagonistas. La madeja de las novelas es tejida por la voz de Tiro, un hombre que, más que un esclavo, fue secretario, confidente y amigo íntimo del protagonista, un político que edificó todo su poder alrededor de la elocuencia. El mismo Tiro nos confiesa que la dimensión del torrente verbal de su señor lo obligó a inventar una forma de escritura que con el  paso del tiempo se conoció con el nombre de taquigrafía.




La primera de las novelas lleva el título de Imperium. En su primer párrafo Tiro, el narrador, se presenta así:

“Mi nombre es Tiro. Durante treinta y seis años fui el secretario particular de Cicerón, el estadista romano. Al principio fue emocionante, luego sorprendente, más tarde arduo, y al final, sumamente peligroso. Creo que durante esos años Cicerón pasó más tiempo conmigo que con cualquier otra persona, incluida su propia familia. Fui testigo de sus reuniones privadas y el portador de sus mensajes secretos; puse por escrito sus discursos, sus cartas y su creación literaria, incluida su poesía, un torrente tal de palabras que tuve que inventar lo que vulgarmente se llama “taquigrafía”, un sistema de transcripción para dejar constancia de las deliberaciones que tienen lugar en el senado y gracias al cual recibo una modesta pensión”.

De modo que será Tiro quien nos conduzca por los entresijos de una trama que va del corazón de los hombres de su tiempo a los campos de batalla, pasando por los debates en el senado y los grandes litigios en los que Cicerón fue un maestro, hasta su muerte a manos de los soldados de Octaviano, un jovencito enloquecido, como todos, por su sed de poder. Porque el poder y las fuerzas que desata es el gran protagonista de estas novelas cuya lectura nos deja sin aliento, porque está narrada al ritmo de caballerías al galope y de naves al garete que surcan los océanos en persecución de un puñado de quimeras.

Tiro anhela una vida sosegada en una aldea apartada, pero la ciudad y los delirios de quienes la habitan lo arrastran una y otra vez hacia el vórtice de los desastres. Su voz es la de Cicerón pero también la de sus aliados y enemigos, que pueden ser los mismos, dependiendo de las fuerzas en juego. Ya lo sabemos: en política no existen lealtades sino intereses.

Guiados por el secretario nos enteramos de que la vida pública de Cicerón empieza con un célebre alegato legal sobre un caso de corrupción que involucra a un funcionario encargado de gobernar en Sicilia. A partir de ese punto, la escalera hacia sus ambiciones está bien definida: primero será edil, en 70 a.C.; luego alcanzará el cargo de pretor, en 66 a.C. y finalmente, en 63 a.C accederá a la condición de primer cónsul, la más alta magistratura de su tiempo.

A medida que aumenta su poder, se incrementa el número de áulicos y enemigos por igual. Y se necesita de una intuición casi sobrenatural para distinguir entre unos y otros. Ya en la página 202 de Imperium se nos hace una advertencia:

“En política no existen las victorias duraderas, solo el implacable y continuo devenir de los acontecimientos. Si mi obra tiene alguna moral, es esa. Cicerón acababa de anotarse un triunfo retórico sobre Catilina del que se hablaría en los años venideros. Había expulsado de Roma al monstruo con el único látigo de su lengua. Pero las cloacas no se vaciaron, como él había esperado con la marcha del conspirador. Más bien al contrario”, nos dice Tiro en su relato.

Y aquí estamos ante otro concepto clave en el mundo del poder: el de conspiración. Siempre, en algún punto del camino hay alguien al asecho. A su vez, quien detenta el poder asecha a otros. El  resultado ineludible es el miedo y quien tiene miedo se defiende atacando. A estas alturas es el instinto animal lo que prima. Al fin y al cabo, la fuerza que empuja a los seres vivos a competir y primar sobre los otros está ubicada en la corteza más primitiva del cerebro. Es por eso que las disputas por el dominio y el control nos devuelven a la condición de bestias.




Y es por eso mismo que a las intrigas políticas y cortesanas se suman a menudo los enredos sexuales. Como bien lo explican los expertos en la conducta, el poder, en cualquiera de sus manifestaciones, suele ser un gran afrodisiaco. Es cosa sabida que Julio César fue tan buen estratega militar como frecuentador de camas ajenas, sin distinguir mucho entre las mujeres de sus amigos y sus enemigos.

Como en todo tiempo y lugar, sus competidores  le enrostran a Cicerón su origen modesto, tanto como el hecho de haber escogido como esposa a Terencia por razones de beneficio económico. En ese ambiente enrarecido, el estadista busca alguna clase de sosiego en sus amados griegos. Eso nos dice Tiro en la página 292 de Imperium:

“ Cuando llegamos a casa, Cicerón fue directamente a la biblioteca, para evitar encontrarse con Terencia, y se tumbó en uno de los divanes.

-          Necesito escuchar un poco de griego para quitarme de encima la suciedad de la política-, declaró.

Sosisteo, que era quien normalmente le leía, estaba enfermo, de modo que me preguntó si yo querría hacer los honores. Siguiendo sus instrucciones, fui a buscar una copia de Eurípides y la desenrollé  bajo el candil. La obra que deseaba escuchar era Las suplicantes, supongo que porque ese día tenía en la cabeza la ejecución de los conspiradores y confiaba en que, habiendo entregado sus cuerpos para que recibieran digna sepultura, había representado el papel de Teseo”.

Su secretario nos muestra aquí otra de las facetas de Cicerón. A diferencia de sus poderosos enemigos, el cónsul era lo que siglos después se llamaría un humanista, un hombre cuyas ambiciones trascendían los apetitos materiales y eso también genera odio y envidia en el prójimo. Mientras para él la democracia y los distintos poderes públicos tenían valor en sí mismos, para los otros eran meros   instrumentos de los que se podía prescindir si llegaban a considerarse un estorbo.




De la conspiración a la dictadura

Las otras dos novelas de la trilogía se adentran de lleno en ese momento de los acontecimientos en el que los hombres se convierten en meros figurantes. El torbellino es de tales dimensiones que la historia se hace ficción y esta última deviene historia.  Los nombres de quienes pretenden a toda costa hacerse con el poder se suceden a un ritmo que obliga a tomar aliento: Ático, Aurelia, Catilina, Catón, Cátulo, Clodia, Craso, Gabinio, Isáurico, Pompeyo, Rufo, Lúculo. En la página  214 de Conspiración, el narrador nos introduce en esa atmósfera  agobiante que desgasta los cuerpos y las almas:

“Volvimos a casa a toda prisa, rodeados por el ya habitual cinturón de guardaespaldas y lictores, pero allí no había señales de Sanga ni ningún mensaje suyo. Cicerón fue a su estudio sin decir palabra y se sentó; con los codos apoyados en su escritorio se masajeaba las sienes con los pulgares mientras contemplaba los documentos que tenía ante sí, como si a fuerza de frotar pudiera meterse en la cabeza las palabras del discurso que pronunciaría al día siguiente. Yo nunca había sentido tanta pena por él”.

Lo que Tiro nos muestra aquí es la imagen de un hombre poseído por la certeza de la inutilidad  de todo, que se  prepara para recibir de frente la derrota final.  Poco importa si el camino por recorrer es todavía bastante largo. Lo que percibe a su alrededor es un entramado de intereses que lo ahogan, empezando por las pugnas al interior de su propia familia y las dudas acerca de sus amigos más cercanos, algunos de los cuales, sin embargo, lo acompañarán hasta el final, porque  siguen viendo  en él  el símbolo de una Roma que se apresta a la disolución. La Roma de las instituciones que se  consideraban  sacras y que hombres como Julio César, Pompeyo y Octavio no dudan en echar por tierra,  aunque la avalancha los arrastre consigo. En ese juego suicida, Cicerón es el único que da muestras de lucidez. Así nos lo presenta Tiro en la página 313 de Dictador:

“En cuanto vio la lista, Cicerón negó con la cabeza, atónito ante la desmesura de la situación. Julio el dios parece olvidar lo que Julio el político debería tener presente: que cada vez que le asignas un cargo a alguien, hay un hombre agradecido y otros diez resentidos. En la víspera de la marcha de César, Roma estaba llena de senadores iracundos y resentidos. Por ejemplo, a Casio, que ya de entrada se sentía insultado por no contarse entre los elegidos para participar en la campaña parta, le indignaba que a Bruto, con menos experiencia que él, se le hubiese concedido un cargo de pretor superior al suyo. A pesar de todo, el que albergaba más resentimiento era Marco Antonio, por tener que compartir consulado con Dolabela, a quien nunca había perdonado por cometer adulterio con su esposa, y ante el que se creía  inmensamente superior”.




Frente a ese panorama sólo quedan el suicidio o el exilio, ambos formas supremas de la renuncia al mundo. De ahí el valor de la decisión  de  Tiro, ya no esclavo sino amigo, cuando opta por acompañarlo  hasta el final, en una de esos inusuales giros de la solidaridad que se vuelven más sólidos ante las causas perdidas.

Como todo gran libro, esta trilogía de Robert Harris puede leerse de muchas maneras: como una  radiografía del poder, como un tratado de ciencia política, una novela histórica, una saga de aventuras o un puro divertimento. En cualquiera de los casos el resultado  es el mismo: un viaje a las cimas y abismos interiores de un hombre que no dudó  en ofrecerse a sí mismo a modo de moneda de  pago por las insensateces de  unos tiempos de los que él mismo fue forjador, testigo y protagonista.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=heZvEmLvN04

 

 

 

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