viernes, 1 de marzo de 2024

Ay, Hamlet

 



Hace más de medio siglo la rubia Lida, mi profesora de inglés en el bachillerato, nos repetía una y otra vez que si no entendíamos a la perfección el sentido del verbo ser o estar, jamás aprenderíamos a cabalidad el idioma. Acto seguido escribía en el tablero con viejas tizas de cal las dos palabras que nos abrirían de par en par las puertas del reino.

Pero era inútil: enloquecidos por la testosterona, sus imberbes estudiantes sólo teníamos atención para el contoneo de sus caderas mientras escribía con letras mayúsculas: TO BE, TO BE, TO BE…

De modo que me perdí la primera oportunidad de meterme como quien dice en el terreno de la que después se convertiría en una de mis obsesiones: el lenguaje como dimensión del ser, como aquello que nos permite ex-presarnos, salir del ensimismamiento del cascarón y entrar por fin en diálogo con el mundo.

Sospecho que, en últimas, Lida tampoco entendía el porqué, pero repetía lo leído en el manual escolar con una insistencia que la volvía convincente.  De modo que, cuando a la vuelta de unos años me encontré de frente en una sala de teatro con el príncipe Hamlet en persona, empecé a sospechar no sólo que algo olía mal en Dinamarca, sino que un asunto todavía más complejo se cocinaba tras bambalinas.  Por lo visto, esas dos palabras en apariencia tan simples se guardaban su as bajo la manga.

El misterio apenas empezaba. Un día aprendí que el castellano es el único idioma conocido en el que se emplean dos palabras para marcar una diferencia clave entre ser y estar.  Me demoré otro tanto para entender que eso supone una sutileza filosófica de proporciones mayúsculas. ¿Por qué una lengua específica experimentó esa necesidad y las otras no?




La mayoría de los idiomas parecen haber encontrado las síntesis, el punto de convergencia en el que las nociones de espacio- tiempo se cruzan, se coagulan y se hacen una. Estar en el espacio equivale a ser y devenir implica estar en algún lado. Así, para Hamlet, el problema no consiste en estar o no estar. Eso es algo que se da por hecho. El problema para él es de otra índole y por eso interpela a su propia legión de sombras, de recuerdos, de fantasmas, o como ustedes prefieran llamarlos.

Para quienes intentamos expresarnos en castellano la encrucijada se multiplica como en un juego de espejos enfrentados: ¿es posible ser sin estar o, estando, podemos no ser?  Un intento de respuesta a la pregunta convoca a la historia, a la ciencia, a la filología, a la filosofía y a todos los campos del saber, en tanto ese espejo presenta grietas y por lo tanto distorsiona la información: los cuerpos y las ideas reflejados nunca son confiables del todo.

Vuelvo a las clases de Lida que, para acabar de completar, era rubia teñida, lo que la acercaba a las mujeres que aparecían en las páginas a color de la revista Sueca, nuestro principal medio de educación sexual para esa época sin internet.

Siempre sin salirse de la cartilla, nuestra profesora explicaba que sin el To be sería inútil   todo intento de aproximación al to live , al to play, y enseguida enhebraba una lista infinita: to Kiss, to work, to drink, to run, to dance, to eat , to fly, to walk. Un día cruzamos el umbral del decoro y añadimos a hurtadillas el to fuck, que nos acarreó la   expulsión de clases durante una semana.




Procacidades aparte, lo que el manual pretendía explicarnos era diáfano en su funcionalidad: sin el ser es imposible vivir, es decir, estar. Más elemental todavía: sin jugador no hay juego. Una obviedad, dirán ustedes. Pero llegar hasta allí les ha costado a los filósofos - y por lo tanto a la humanidad-  siglos y más siglos de un recorrido que no acabará nunca, porque en la naturaleza del misterio estará siempre el remitir a otros misterios. Si su claridad, precisión y concisión hoy nos resultan obvios es porque no hemos tenido que hacer el esfuerzo de alcanzarlas. Por lo demás, lo mismo sucede con todas las proezas del pensamiento y de la ciencia. Cuando en condición de consumidores procedemos a un uso rutinario y a menudo desganado de alguno de los muchos avances tecnológicos puestos en nuestras manos, hacemos tabla rasa de todos los esfuerzos que supuso ponerlos a nuestra disposición.

En el principio era el Verbo, reza la primera frase del libro del Génesis, el texto fundacional en la tradición judeo- cristiana. El Verbo, la potencia, el principio vital del lenguaje que nos lanza hacia el mundo y nos permite pasar del yo al nosotros, del aislamiento a la comunión. Con seguridad, Lida tampoco era consciente de la poderosa conexión entre esa frase y su tozudo empeño en que hiciéramos nuestra la esencia del To be. ¡Ay Lida! ¡Ay Hamlet!


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=G1cJixPCcNY

 

 

2 comentarios:

  1. Gustavo.
    Nuestro lenguaje es un minotauro que busca su laberinto. En especial el castellano, que ha permitido crear molinos de viento monstruosos, mariposas amarillas que ganan el Nóbel y poesía que acusa el puño de Dios.
    Saludos.

    Diego eFe

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    1. Esa imagen del minotauro no podía ser más certera, apreciado Diego ¿Qué culpa ancestral debemos purgar tanteando a ciegas en el laberinto de las palabras?
      Un abrazo y mil gracias por el diálogo.
      Gustavo

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