Los libros de historia nos dicen que fue en 1823 cuando el presidente James Monroe hizo suya la idea acuñada por John Q. Adams, que definía cualquier intervención de Europa en el continente americano como una agresión que exigiría la respuesta equivalente de los Estados Unidos de América.
En principio, parecía un asunto razonable y hasta necesario, pero llevaba
implícita una trampa: a su vez servía para justificar la intervención de los
Estados Unidos en cualquier lugar del continente, con el noble pretexto de la
solidaridad, la libertad y la defensa de territorios amenazados u ocupados
por una nación extranjera. El problema
reside en que, siguiendo una constante desde los días de su fundación, una vez
puesto el pie en tierra ajena es difícil que los norteamericanos lo levanten… a
no ser que alguien emprenda una revuelta sangrienta y casi siempre suicida.
De ahí que Simón Bolívar advirtiera en su célebre proclama: “Los Estados
Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar de miserias a América
en nombre de la libertad”.
El siguiente paso no era difícil de prever y se llamó, con un inquietante
tono religioso, "El destino manifiesto”. Sobre esa idea los Estados Unidos de
América basaron su política expansionista a lo largo del siglo XIX. La invasión
a México fue una de sus expresiones más devastadoras. Texas, California, Nuevo
México, Arizona, Nevada, Utah y Colorado hicieron parte de esa avanzada. Luego
vendría la guerra contra España, cuyo propósito era apoderarse de Puerto Rico,
Cuba y Filipinas. El largo brazo del Tío Sam empezaba así a extenderse más allá
de tierras americanas y el espíritu calvinista de la predestinación adquiría
una expresión terrenal que hasta hoy no ha cesado de alimentarse de sí misma.
Estos antecedentes vienen a cuento ahora que el presidente Donald Trump,
avalado por 312 votos electorales (la cifra más alta desde el también
republicano George H. W. Bush en 1988) y por 77.303.573 ciudadanos votantes,
insiste en su intención de apoderarse (él lo llama “ recuperar”) de
Groenlandia, mientras pregunta por la
legitimidad del nombre – y por lo tanto de la propiedad- del Golfo de
México al tiempo que deja en el aire la
no tan velada amenaza de hacerse con el control del Canal de Panamá, esa franja
de tierra recuperada por los panameños y arrebatada a Colombia en 1903 durante la administración de Theodore
Roosevelt, con la complicidad de un sector de las élites colombianas.
Imperialismo puro y duro, se llama eso, aunque los eufemismos impuestos por
la hipocresía de la corrección política lo nombren de múltiples maneras, entre
ellas globalización.
Por lo pronto, los gobernantes de los países amenazados han respondido con
un tono de dignidad. Claudia Sheinbaum Pardo en México y José Raúl Mulino en
Panamá le han hecho saber a Trump que sus bravuconadas no los amedrentan, mientras este último replica con advertencias sobre aranceles, acompañadas de
ese mantra utilizado en sus campañas
presidenciales y multiplicado hasta la demencia en sus redes sociales :“
Make América great again”, una suerte de
frase hipnótica que cala hondo en las anestesiadas mentes de unos
ciudadanos enajenados hasta lo
impensable por el poder de los medios de comunicación. Y no podemos olvidar que
Trump, como otros de sus congéneres, viene de la industria del espectáculo y la
información.
Como bien sabemos, los Estados Unidos se hicieron grandes gracias a la
inmigración de millones de personas llegadas de todos confines de la tierra. Científicos,
pensadores, artistas, escritores, deportistas, músicos, clérigos, granjeros,
obreros, capitanes de empresa y
empleados han puesto a lo largo de los
años su enorme energía y creatividad al servicio de la construcción de un país
que, bien entrado el siglo XXI, no termina de hacerse.
Del combate contra esa inmigración creadora se alimentó en buena medida el
discurso incendiario de Trump durante su campaña de 2024. Sus votantes respondieron a ese estímulo y
ahora esperan que su gobernante actúe en consecuencia. En la inagotable
paranoia del norteamericano medio los inmigrantes equivalen hoy a los marcianos
de comienzos del siglo XX o a los
comunistas en tiempos de la Guerra Fría. Son los delincuentes de las grandes
barriadas o los que dejan sin trabajo a los nativos… como si existieran
norteamericanos nativos.
El cumplimiento de al menos parte de esa promesa es el gran problema de
Trump. ¿Cómo hacerlo sin lesionar sectores productivos que dependen por entero de la mano de obra
inmigrante? ¿De qué manera hacerlo sin
vulnerar la libertad y los derechos humanos que su país dice defender?
Vistas así las cosas, lo de
México, Groenlandia y Panamá parece ser, en principio, un foco distractor encaminado a desviar las miradas en otra dirección. Ningún capitalista en sus
cabales va a renunciar al colosal
mercado mexicano en constante expansión.
Una disputa por Groenlandia con el Reino de Dinamarca y por lo tanto con la Unión Europea en plena crisis con el
imperialismo ruso no sería un buen negocio. Y Panamá… bueno, el de Theodore
Roosevelt y sus áulicos era otro mundo.
Con el Medio Oriente ardiendo y sin saber muy bien cuál será la próxima
jugada de la inescrutable China, aparte de los ya mencionados rusos, la pirotecnia verbal de Trump podría resultar poco menos que eso:
fuegos de artificio en medio de oleadas
de inmigrantes que se cuelan por todas partes. Y no es para menos: en
sus lugares de origen la miseria y las
violencias atávicas los empujan hacia un lugar, mitad quimérico y mitad real que un día les vendieron como su tierra
de promisión, es decir, como su propio “
destino manifiesto”.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Ee_uujKuJMI