lunes, 9 de mayo de 2011

Sociales y judiciales


 En esa  obra  tragicómica que es la Historia de Colombia resulta   singular la manera como  muchos de sus actores  pasan de las páginas sociales de periódicos y revistas a las judiciales, casi sin solución de continuidad. Un día aparece en las sociales un congresista  dorándose  al lado de  su muñeca de silicona en una playa del mar  Caribe  y a la semana siguiente lo vemos descender  de un avión comercial, esposado y  custodiado por agentes de policía, acusado de adelantar su gestión  en abierta connivencia  con  mafiosos, guerrilleros, paramilitares o las  tres cosas juntas.  En el  segundo capítulo nos topamos con uno de  esos jóvenes genios de las finanzas que amasan fortunas  en un abrir y cerrar de ojos en el reino de la especulación financiera. Está celebrando la llegada del  nuevo año en una discoteca de la ciudad amurallada de Cartagena, rodeado de algunos especímenes de la fauna silvestre del jet set internacional.  Días después  lo descubrimos protagonizando una crónica  roja con estafas y crímenes de por medio: su fortuna había sido amasada mediante  fraudes y artimañas que  dejaron en la ruina a miles de pequeños inversionistas. El tercer acto de la puesta en escena nos presenta a la alta ejecutiva  de una entidad oficial  flotando en una piscina de champaña a bordo de uno de esos cruceros  que le dan la vuelta al mundo  cargados con esa población bronceada y ansiosa que hace las delicias de las revistas del corazón. El problema  es que, apenas  a la vuelta de unas semanas  vemos a la misma señora, ojerosa y pálida, ingresando a una dependencia de la fiscalía porque resultó que su universo de artificio estaba  sostenido por el dinero de los contribuyentes, en un giro inesperado de lo que  ahora se ha dado en llamar los carteles de la contratación.
En la sutil frontera que separa las páginas sociales  de las judiciales alienta la corrupción en todas sus manifestaciones. Y el fuego que la alimenta es, por supuesto, el arribismo, esa  lacra mental y social que lleva a las personas y a las familias, a no detenerse ante nada con tal de acceder   a los símbolos  de prestigio y reconocimiento. Todo posible  código  ético o noción de respeto queda  anulado  ante  lo que parece  una sentencia bíblica al revés :  trepe como sea, mijito, arrástrese primero, pisotee después,  adule, falsifique, amenace , mate, aprópiese, desplace, masacre pero trepe, que es el único medio posible  de ingresar a esa suerte de paraíso contemporáneo que  son las  portadas de las revistas de negocios y farándula. No importa si esas mismas revistas lo descuartizan después, en  ese  acto de canibalismo ritual que es propio de los humanos desde el comienzo mismo de los tiempos: nadie podrá quitarle lo bailado, ni sacarlo de esa portada que permanecerá durante generaciones en el álbum  familiar como prueba de las cimas que se pueden alcanzar cuando se carece de escrúpulos. Se omitirá , eso  sí, cualquier mención de las simas a las que se puede descender cuando la ambición  convierte al individuo  en un animal enloquecido.   Eso  lo supieron los antiguos griegos, como puede rastrearse  en las tragedias   de Sófocles. Lo recrearon  con  despiadada agudeza  escritores como Dostoievsky  , Balzac, Stendhal,  o Scott Fitzgerald, geniales exploradores  de los abismos de la condición  humana.  Pero tuvimos  que esperar la  llegada de los periódicos modernos  para comprender que, tal como lo intuyeron las viejas sabidurías, el destino de los mortales  puede cambiar de plano con solo dar vuelta a la página.

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