jueves, 15 de octubre de 2015

Los hijos de Saturno




 La  entrega del premio Nobel de literatura  a la periodista bielorrusa Svetlana Alexievich ha reanimado  el debate sobre las relaciones, para algunos incestuosas,  entre periodismo  y literatura. De un lado se ubican quienes sostienen que los dos mundos no tienen relación  alguna y rechazan las metáforas y otros recursos estilísticos como meras florituras. Del otro se sitúan los que conciben el periodismo como otra forma de contar historias, y por lo tanto celebran la existencia de esa criatura híbrida que se nutre a  partes iguales del documento, la fuente, el ensayo, la poesía y la narrativa en todas sus  expresiones.
Como un aporte  a la  reflexión, comparto con ustedes el siguiente texto.

                                              Svetlana Alexievich

Un célebre cuadro de don Francisco de Goya nos muestra  a Saturno (el equivalente romano de la divinidad griega Cronos, que  maneja los hilos del tiempo) dedicado a la tarea interminable  de devorar  uno a uno a sus hijos, que son los días, y con ellos al destino de los  hombres.
 A esa imagen del hombre sometido al poder  de la divinidad, los poetas de todos los tiempos  han intentado   oponerse con el sortilegio de las palabras que en todas las cosmovisiones son elemento fundacional, en la medida en que los seres y las cosas existen a partir del momento en que son nombrados. En ese sentido, uno no puede menos que admirar la obstinación de los habitantes de Macondo, entregados a la paciente tarea de rotular las cosas con su nombre y sus usos, como una manera de no sucumbir a la peste del insomnio, una de cuyas manifestaciones es el olvido.

En los albores de la  literatura (¿O del periodismo?) el viejo Homero, ciego y memorioso, se  consagra al trabajo de tejer una minuciosa red o si se quiere, de  ensayar un  fresco en el  cual quedarán consignados los pasos de la criatura  humana sobre la tierra. Dioses y demonios, príncipes y guerreros, adivinos y rapsodas, amantes y criminales nos hablan de los momentos  primordiales de unos seres en cuya sangre ya  alentaban los temores, las pasiones, la ambición y la grandeza, que son la sustancia con la cual los humanos  amasan su destino. En esa medida el poeta  griego, o quienes se ocultaron detrás de  su nombre, lo que hacen en últimas es  trenzar un detallado relato personificado de las fuerzas que muchos siglos después siguen gobernando las acciones humanas.


  Más allá de lo que sus relatos tengan para decirles a los estudiosos del mito, de la religión o la sicología, la saga de Heracles y Leda, de Jasón y Ulises,  de Helena y los Argonautas, es un auténtico   Hilo de Ariadna  que nos  ayuda por igual a interrogar los oráculos de la historia y a desentrañar las claves de ese laberinto que es el propio corazón.

 Más adelante, el mundo  será testigo de la irrupción de unos hombres que  dedican su vida a  una lucha tenaz y acaso inútil contra el olvido, pero que en todo caso intentarán apropiarse de las palabras, de lo más sutil y certero de su condición, para relatarles a sus contemporáneos y legarles a los hombres por venir, la esencia  misma de la materia con la que se construye la historia. Ellos nos  describirán los trabajos y los días, las obras, los milagros y los horrores que son el rastro dejado por los hijos de los dioses en su afán de hacerse un lugar en el mundo. Por ellos nos enteramos de los sueños de  hombres que una vez quisieron elevar una torre que llegara hasta el cielo para mirar por fin de frente el insondable rostro de Dios. De su puño y letra supimos de las intuiciones de un ser mitad mito y mitad hombre, autor de una suerte de código ético que al juntarse   con las leyendas del Asia Menor y más tarde con la filosofía griega dio lugar a  una de las grandes religiones de  la historia. Gracias a sus palabras  fuimos testigos del asombro y del terror mutuos que experimentaron los hombres de Hernán Cortés y del emperador azteca cuando una mañana remota se asomaron al abismo de sus mundos desconocidos.

 
 Una irreprimible inclinación hacia la taxonomía  llevó a que los expertos en historia o en literatura, los clasificaran un día bajo la etiqueta de  Cronistas,  es decir, en un sentido literal, los que toman nota de lo que acontece en el tiempo, aunque sería mejor decir que los cronistas son los que recogen las briznas de lo que deja el tiempo en su ir y venir sin tregua ni remedio.

La   literalidad de esa acepción pasa  por encima del hecho, constatado tantas veces, de que el cronista dista mucho de ser un notario, un amanuense que registra los asuntos de la existencia en una especie de debe y haber, aunque  ese fue el papel que  les adjudicó durante mucho tiempo  la soberbia de los poderosos: al  debe  iban a parar los sueños,  los dioses, así como las pequeñas y grandes obras de los derrotados, mientras en el haber quedaban registradas las propias hazañas. No por casualidad los cronistas formaban parte del equipo de  viaje de los conquistadores. Sin esa figura era  casi seguro que las gestas – las reales   y las inventadas-  fueran presa fácil de esa peste del olvido que es una de las  señas de identidad de la condición humana.



La lista se hace  extensa. De Flavio Josefo a Heródoto. De Marco Polo a Antonio Pigafetta. De los juglares medievales a los cronistas de Indias, todos ellos se convierten en fuente necesaria e ineludible, cuando  el historiador deja de ser un aficionado, un relator más o menos espontáneo y se convierte en un profesional. ¿Cómo si no, podríamos entender el complejo universo social, económico, político y cultural en  el que  tuvo que adentrarse Marco Polo hasta llegar a los confines de la ruta de la seda? ¿De qué  otra manera podríamos  aproximarnos a las turbulentas empresas que acometía el  Imperio Romano en el momento de la irrupción del cristianismo? ¿Con qué herramientas  habríamos de asomarnos a lo que fue la llegada de los europeos a América, si los cronistas  no hubieran descrito al detalle  la esencia de instituciones tan contradictorias como la encomienda y la inquisición?

 Tenemos entonces que la crónica no es sólo un regodearse en el relato como un fin en si mismo. Es, sobre todo, la posibilidad de comprender el mundo. Y sólo comprendiendo la naturaleza de ese   universo en el que  le ha sido dado en suerte vivir, puede el ser humano emprender alguna clase de transformación, así en lo individual, como en lo colectivo. Recordemos, de pasada, que fue por los relatos de los periodistas enviados a cubrir la guerra de Vietnam  como los ciudadanos norteamericanos tuvieron noción del genocidio que se estaba perpetrando, ayer igual que hoy,  en nombre de la democracia y de la libertad. Fue gracias al testimonio de un hombre de la dimensión del escritor y periodista polaco Riczard Kapuscinski, como los habitantes del mundo nos acercamos al carácter demencial y sanguinario de las fuerzas políticas  y financieras que se disputaban el botín en el África post colonial. Más cercanos en el espacio y en el tiempo,  autores Alfredo Molano,  Germán Castro Caicedo, Juan José Hoyos, Alberto Salcedo Ramos, Carlos Sánchez Ocampo o Juanita León han hecho de sus relatos una puerta de entrada a ese universo   doloroso y  admirable a la vez  que es el otro rostro de una Colombia que no aparece  nunca en los medios de comunicación, a no ser para  caricaturizarla en los realities o  distorsionarla en los titulares de los noticieros.

                                               Alfredo Molano
 
 Si la crónica pretende  ayudarnos a comprender y comprendernos, es evidente que no puede ser mero dato. Fría estadística. Registro monográfico de la realidad. Inventario de próceres. Contabilidad de víctimas y victimarios. Tiene además, la obligación de conducirnos de alguna manera  a lo más esencial de esos seres de carne y hueso que  hacen la Historia. En esa tarea, además de  todas las disciplinas que se ocupan de los diferentes aspectos  que afectan a la sociedad y los individuos, este género que gravitó  durante años entre la historia y el periodismo, encontró en el camino un aliado que  habría de conducirlo hacia territorios no imaginados: La literatura. Con sus técnicas narrativas, su manejo del lenguaje,  su  aptitud para crear personajes  y ante todo con la intuición poética, los diversos géneros literarios,  vale decir, la novela, el cuento, la poesía y a veces el ensayo, entraron a formar parte de una manera de contar el mundo que, sin perder de vista el hecho de  que tenía que vérselas con acontecimientos reales- con todas las dudas y ambigüedades que pueda acarrear esa expresión-   supo entender   que toda mirada perdurable del mundo debe estar soportada en un acto de creación. Es allí, en ese espacio de conjunción donde aparece un género que algunos se apresuraron a bautizar con el nombre de “Nuevo Periodismo” y otros, más osados, no dudaron en llamar “Periodismo Literario”. La  definición de caracteres, la descripción de atmósferas, los  saltos en el tiempo, los datos  prestados de otros campos del saber, serán puestos al servicio  de un intento por  ahondar en las fuerzas y misterios que gravitan sobre lo que es, para muchos, el resumen del proyecto de civilización : la ciudad moderna con sus  conflictos de intereses, con sus prodigios tecnológicos, la rapidez de las comunicaciones,  sus ofertas de bienestar sin límites, pero también con su irremediable dosis de indolencia, de competencia feroz, de soledad y de miserias sin cuento.


Vistas así las cosas no es casual que el siglo XX  sea a la vez el de la consolidación de esas megalópolis admirables y terribles intuidas por Fritz Lang en su película  Metrópolis y el del renacimiento de  un género capaz a la vez de resumir los elementos básicos del recuento histórico  y de indagar en la naturaleza y los móviles de sus protagonistas. Un género que con Gay Talese nos permite asomarnos al alma de esos seres atrapados en el vértigo de una obsesión urbanizadora que el pensador Marshall Berman fustigó una y otra vez en sus ensayos. O que en la palabra de Alma Guillermoprieto nos dejó ver, como al descuido, el infranqueable abismo que separa a Latinoamérica de los paraísos del consumo, todo ello contado desde el corazón de los pepenadores de Ciudad de México, los brujos de Rio de Janeiro o los sicarios colombianos.


  
En esa misma dirección, y aproximándonos al  caso nacional, son las voces de nuestros mejores cronistas la que nos han  mostrado la posibilidad siempre revalidada de mirarnos de otra manera  en el espejo de nuestras dichas y desventuras. En las esperanzas aplazadas de los desplazados del campo a la ciudad. En las glorias inciertas de nuestros deportistas. En la desfachatez e impudicia de los gobernantes, en el juego de abalorios de las estrellas del espectáculo y en la  inalcanzable burbuja del consumo que titila como una estrella de mentiras sobre las cabezas de los excluidos. También están, por supuesto, las historias que nos hablan de nuestra capacidad inagotable para afrontar el infortunio. De los sueños pequeños pero inapelables del tendero de la esquina. De los miedos y fantasías de la modista. De la capacidad renovada de la vida  para ganarle el pulso a la muerte. Porque ellos, los cronistas de ayer y de hoy, de vez en cuando dan en el clavo y armados del poder vivificante de las palabras encuentran la manera de hacerles  pistola a los  dioses y se van por el  atajo donde todavía es posible impedir que Saturno  se regodee devorando a sus hijos. 

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=ZY0vaMugAOM 

11 comentarios:

  1. Cada tanto alguien repite ese lugar común de que la novela es un género que fondea por el alma humana y etc, etc, etc. Pero dificilmente alguien dirá lo mismo de las crónicas, y mire que a mi muchas me parecen grandes novelas, es decir, grandes piezas que resumen algo de la condición humana. Pienso en la vida gloriosa y trágica del Kid Pambelé que escribió Salcedo Ramos, una historia de oro y fracasos rigurosamente cierta y real. O en Gomorra y la inmersión en primera persona de un sujeto desorientado en el brutal mundo de la mafia. O pienso en el libro que Kapuscinski le dedicó al Sha, que uno lee con temblor y suspenso por su increíble capacidad narrativa, donde se aclaran muchas más cosas de la revolución iraní que en cualquier tratado... donde se explora el asunto del poder con una majestuosidad digna, digamos, de un Tolstoi... todo ello sólo narrando sucesos entremezclados en reflexiones del autor y datos convenientemente insertos.

    Leila Guerriero dijo que escribir crónicas no es ningún camino para hacerse luego novelista. A lo mejor los grandes cronistas son ya novelistas sin saberlo.

    Saludos. Cami.

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    1. De acuerdo, apreciado Camilo. Eso de que la crónica es una especie de calentamiento antes de escribir novelas no pasa de ser una sandez. A los textos mencionados podríamos sumarle el inolvidable " Frank Sinatra tiene gripa", lo que en últimas equivale a decir que el cantante era mortal, como bien se demostró después.

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  2. Permítame que me saque el sombrero, en un par de páginas me ha dado usted una lección de periodismo, crítica cultural, historia y un buen repaso de mitología, más que cualquier otro extenso y aburrido artículo académico plagado de citas o jerga insufrible. Yendo al tema, soy de esos muchos que desconocían la obra de la reciente ganadora del Nobel, de hecho, ni siquiera había oído hablar de ella ni en referencias periodísticas. Afortunadamente acabo de bajarme sus crónicas sobre Chernóbil y espero conocer el lado humano de esa tragedia, tal como denotan algunas reseñas. Suscribo lo que anota Camilo, la crónica ha sido infravalorada históricamente y recién en los últimos años se le está reconociendo su valor e importancia. El reportaje puede ser también sinónimo de alta literatura. Hace pocos años, por ejemplo, desconocía quién era Gay Talese y no tuve mejor arranque de descubrir su universo al leer su crónica sobre Nueva York y los gatos, luego vinieron sus textos sobre los sastres de la mafia o la deliciosa descripción del resfriado de Sinatra. A partir de aquello no quería parar por conseguir sus otros libros y aun estoy en ello. Su compatriota Salcedo Ramos también me hizo alucinar con la eterna parranda de ese cantante de vallenato y desde entonces estoy a la pesca de algún artículo suyo desparramado por la Red. Kapuscinsky, Jon Lee Anderson, Juan Villoro, Martin Caparrós, son otros a los que he tenido el gusto de abordar aunque no en la medida que yo quisiera. Grandes maestros, auténticos orfebres de la palabra. La crónica goza de buena salud.

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    1. Oíste, brother, ¿y cómo en dónde será que se consiguen en la red las crónicas de doña Svletana? ¿Algún enlace?

      Muchas gracias. Cami.

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    2. Incluso a la industria editorial, que parece tener un olfato infalible para saber donde está el negocio, el Nobel a la bielorrusa la encontró con la guardia baja, apreciado José. Al menos en Colombia todavía no se ven traducciones. De ahí el ansioso clamor de Camilo pidiendo alguna pista. Hagamos entonces un negocio : el primero que encuentre enlaces los comparte con los otros contertulios.
      Ah, y mil gracias por lo del sombrero. Puede volvérselo a poner con tranquilidad, que el mérito es de los que han enriquecido el género, no mío.

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    3. De acuerdo, apreciado Camilo. Eso de que la crónica es una especie de calentamiento antes de escribir novelas no pasa de ser una sandez. A los textos mencionados podríamos sumarle el inolvidable " Frank Sinatra tiene gripa", lo que en últimas equivale a decir que el cantante era mortal, como bien se demostró después.

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    4. Con mucho gusto les comparto el vínculo a sus "Voces de Chernobil", la unica obra que se puede conseguir por el momento. (si les da algun problema, prueben con el buscador respectivo de esta excelente página de libros digitales). Saludos.

      http://ebiblioteca.org/?/buscar/voces%20de%20chernobil

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  3. En su artículo más reciente, Vargas Llosa (pater, claro) reflexiona sobre la relación entre crónica y ficción, apoyándose en la figura de Hemingway, un autor en cuya obra confluyen ambas cosas. Y dice algo muy interesante, que no advertí (o no recuerdo haber advertido) cuando lo leí, hace tantas lunas. Dice que el gran hallazgo técnico/artístico de Hemingway como escritor fue escamotear lo más importante, dejarlo en la imaginación del lector. Por ejemplo: la muerte del protagonista es o puede ser lo más importante del relato, pero no figura en él. Curioso, esto, porque el instinto periodístico más básico nos dicta ofrecer lo importante en primerísimo lugar. E insisto: la escuela de Hemingway comienza en el periodismo y es un maestro en contar cosas. Esta observación de Vargas Llosa, que supongo archisabida por los estudiantes más o menos avanzados de literatura, me salvó la semana. Ya uno se conforma con poco.

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    1. Creo que el gran dilema es definir qué es lo " importante", mi querido don Lalo. Por qué es importante. Cuándo es importante. Para quién es importante. Cómo ( en qué circunstancias) es importante.
      Supongo que a eso se refiere Vargas Llosa cuando llama la atención sobre esa particularidad de Hemingway.
      A propósito de eso, recuerdo un relato de Kapuscinski sobre Haile Selassie, en el que un aldeano viaja durante varios días para presenciar el paso de la caravana de El emperador( ese es el título del libro).
      Al regresar, les cuenta emocionado a sus coterráneos que el emperador lo vio, no que el vio a El emperador. Ese pequeño detalle de perspectiva cambia por completo el sentido de la historia.

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  4. Vaya, Gustavo. A veces olvidamos qué es la crónica y su intención. Este artículo nos lo recuerda. La crónica es un acercamiento honesto a nuestra realidad, y digo honesto sin desdeñar a la ficción, a las artes. Lo digo porque debe estar basada en esa realidad con la mayor fidelidad y de ella alimentar cada rasgo de la historia a contar. Me da algo de temor que los cronistas se crean ya escritores, literatos. Que piensen que la crónica por sí basta para hacer eso que llaman obra.
    Es cierto, este bello género se alimenta de la literatura, y doy gracias que pueda hacerlo. Pero un cronista, e esencia, es, en primer lugar, un hombre que camina mucho e investiga todo sobre lo que escribirá, y desde allí su principal objetivo es narrarnos nuestra vida como sociedad. Hay allí un objetivo moral, un respeto por la historia verídica del hombre que, y lo agradezco, en la literatura se puede perder. Por eso me parece acertado lo que dicen acá, en los comentarios, sobre prepararse con la crónica para escribir novelas.
    De todos modos, la crónica también es otra forma de contar historias. Hace poco leí un artículo de un columnista,mexicano que criticaba el que se le otorgara el Nobel a la periodista bielorrusa. Sus razones para decir eso se basaron en que una cosa es literatura y otra periodismo.
    Me pareció un argumento estéril, inútil. Dijo que a pesar del agrado de garcía Márquez por el periodismo. A él no lo premiaron con el Nobel por su trabajo en tal oficio.
    De todos modos creo que en el Nobel no premian por géneros, sino por el poder del lenguaje, su uso para representarnos nuestro universo. No hubieran premiado a poetas o ensayistas. No hubieran nominado a músicos como Dylan, y creo que podrían hacerlo con Serrat. Y no me parecerá raro que en un futuro sea un creador de novela gráfica quien se lo lleve. Art Spielgelman, el autor de la novela gráfica Maus, ganó el Pulitzer por tal obra.
    Saludos Gustavo

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  5. Ahí está el detalle, apreciado Eskimal : dejando a un lado el hecho de que el Nobel es- también- un premio con intencionalidad política, lo que se reconoce, en últimas es el aprovechamiento del lenguaje para contar historias, pertenezcan estas al ámbito de la realidad o de la ficción. De ahí que custionar su entrega a una periodista supone partir de supuestos errados. En el caso de Svetlana Alexievich, me queda la sensación de que el malestar parte más bien de su desconocimiento en occidente, de que no ha sido santificada por las lógicas encargadas de establecer jerarquías.

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