A la fecha, San Judas debe ser el barrio del Área
Metropolitana donde habitan más hinchas del Deportivo Pereira por metro
cuadrado. Cuando juega el equipo, sus calles son un flamear de banderas rojas y
amarillas: parecen pájaros de fuego que presagiaran el resultado del partido.
En la frontera
entre San Judas y Colegurre un hombretón con el rostro
surcado de cicatrices tiene tatuado en el pecho un enorme escudo del Pereira,
como si el corazón le hubiese aflorado a ras de piel.
Desde luego, no
es sólo en San Judas. 2500 Lotes, La Habana, San Fernando, Alfonso
López, Tokio, Samaria, Galán, Ciudadela del Café, Berlín, Corocito, Camilo Torres, Galaxia, Nacederos
y unas centenas más son por estos días un hervidero de peregrinos que se desplazan
en bus, en auto, en moto, en bicicleta, a pie o en lo que puedan hacia el lugar
donde acontece el milagro: el estadio “Hernán
Ramírez Villegas”.
Ni el mismísimo
sacerdote Antonio José Valencia, cuya estatua futbolera recibe a sus feligreses
en la entrada del templo-estadio acabaría de creerlo: el equipo que tantos
padecimientos terrenales le causó ya
está instalado en los cuartos de final de la Copa Libertadores de América
edición 2023. Como para poner a prueba a los hombres de poca fe.
Estatua del padre Valencia
Si señores. La
Copa Libertadores. El torneo ganado por equipos de leyenda como el Santos de
Pelé, el Estudiantes de Zubeldía, el Independiente de Santoro y Pastoriza, el
Nacional de Maturana y… dolorosamente para los hinchas del Pereira, el Once
Caldas de Luis Fernando Montoya, Juan Carlos Henao y compañía.
No sé dónde
andarán ahora quienes un día dijeron que sólo esperaban ver al equipo campeón
para morirse en paz. Si cumplieron la palabra empeñada, Dios los tenga en su
gloria, pero se perdieron lo mejor del banquete, la parte donde el coraje del
barrio hecho equipo de fútbol revivió cuando menos se lo esperaba.
“Tiempos como todos/ de vileza y fraude”, escribió el poeta Juan Gustavo Cobo Borda. Sí. No son estos tiempos
para romanticismos en ninguna de las esferas de la vida, incluido el deporte y
en especial el fútbol. Controlado por
grandes corporaciones y carteles mafiosos, lo suyo es una batalla feroz y sin
escrúpulos por acaparar los mejores futbolistas- eso dicen- del planeta. Clubes
que, en el colmo del cinismo, controlan casas de apuestas que no dudan en
torcer los resultados cuando así lo exige el negocio.
Pero volvamos a
la buena hora del Deportivo Pereira, “el
pereirita” como le dicen los fanáticos más fieles, los niños, adultos,
viejos y ancianos, hombres y mujeres que
lo han acompañado en los momentos más aciagos, cuando a las tribunas a duras
penas llegaba un millar de personas.
Por eso resulta
tan grato ver jugar a estos tipos, dirigidos
por Alejandro Restrepo, un joven entrenador capaz de hacerles creer que
podían imponerse en la liga local y luego ganarle a Boca Juniors, a Colo Colo,
al ascendente Independiente del Valle y a unos cuantos más.
Y ahí van. Sin
figurines, sin estrellitas insoportables, empujados por el coraje del jugador
de barrio o de vereda. Ese que juega por el sólo gusto de hacerlo. Cada balón
es disputado con la obstinación del guerrero convencido de que en ello le va la
vida y el honor de su dama, es decir, de la hinchada, voluble e impredecible, pero
dama al fin y al cabo.
En un medio
donde los deportistas viven más pendientes de los rizos y de la imagen que
venderán ante las cámaras, es un lujo ver a veteranos como Carlos Ramírez, Ángelo
Rodríguez y el capitán Jhonny Vásquez,
con pinta de camajanes de esquina, dejarse el alma y el pellejo en cada jugada.
Es tan contagioso ese espíritu, que hasta el ciclotímico portero Aldair
Quintana, capaz de sembrar el pánico entre los hinchas con sus impredecibles
actuaciones, tiene su cuento.
Así son las
cosas cuando se va de buena onda.
Nada surge por
generación espontánea. Siempre somos deudores de una herencia, de una
tradición. Mucho de la legendaria “Furia
Guaraní”, alienta en esta panda de futbolistas. El viejo Isaías Bobadilla,
rudo defensor central paraguayo que llegó al Pereira en la década del sesenta, me lo dijo
años después de su retiro: “Nosotros
hicimos de Pereira nuestro hogar, nuestra familia. Por eso jugábamos así”.
A lo mejor allí reside la clave de todo.
Como todo ritual
digno de ese nombre, el fútbol forja su propia estela de mitos y leyendas. En
la historia del Deportivo Pereira, aparte de la mencionada “Furia Guaraní” y del padre Antonio José Valencia, el gran mito se
llama “Chila”, la fiel devota, gozosa
y doliente que acompañaba al equipo hasta en los entrenamientos. Poco importaba
si el amor de su vida ocupaba los primeros o últimos lugares de la tabla. Si
estaba en la primera división o en la segunda. Así eran los grandes amores.
Amargados de
tanto acumular desastres, los seguidores del equipo empezaron a propagar la
conseja de que “Chila” era la
causante de tanto infortunio. Por eso, sólo después de su muerte podría
conjurarse el maleficio. Eso decían los muy ingratos.
Como nada de
este mundo le importa ya- salvo el Deportivo Pereira, claro- supongo que la
vieja “ Chila” debe estar ahora
muerta por segunda vez de pura dicha, convencida de que desde el cielo los triunfos del equipo saben mejor.
Saludos querido Gustavo. Como siempre, es grato conocer las pulsiones de ciudad desde su pluma. El Deportivo Pereira es una historia de amor y de desamor, pero siempre, de lealtad. Va un abrazo.
ResponderBorrarDiego eFe.
Me alegra tenerlo de nuevo por aquí, apreciado Diego. Si, al menos para quienes amamos el fútbol, no deja de de sorprender que cuanto más perdida sea la causa, más se afina la pasión.
ResponderBorrarMuchas gracias por el diálogo.
Gustavo