Dicen que el sentido común es el más escaso de todos. Sin embargo, a menudo es necesario apelar a esa noción casi inexistente.
Pues bien, el
sentido común enseña que el respeto mutuo es condición indispensable para la
convivencia entre los seres humanos. Sin ese
requisito estaremos siempre a punto de regresar a la horda, al extermino
por un “mírame y no me toques”.
Hasta ahí todos
estamos más o menos de acuerdo; pero de un tiempo para acá, como tantas otras
cosas de la vida, la idea de respeto empezó a desvalorizarse al punto de perder
por completo su sentido. En un mundo donde la corrección política o, lo que es
lo mismo, la hipocresía en estado puro, son norma de conducta, exigir respeto
se convirtió en un camino expedito para eludir cualquier tipo de
responsabilidad cuando alguien nos emplaza o cuestiona, aunque lo haga con
argumentos sólidos y con razones fundadas.
Para no correr
riesgos, todos nos volvimos paranoicos y optamos por la autocensura: es la
manera más segura de escapar a un linchamiento en las redes sociales o en los
medios de comunicación, esas formas modernas de la guillotina. Es aquí donde
surge una paradoja: todo el mundo exige respeto, al tiempo que no se respeta a nadie:
¿Se han fijado en la forma como se tratan los políticos a través de sus cuentas
personales? El que calumnia asegura sentirse calumniado, de modo que el
consumidor de información acaba por extraviarse en un laberinto de imprecisiones encontradas.
De esas cosas se
ocupan las Agencias de Comunicación
Política, otro eufemismo- cómo no- para referirse a las fábricas de mentiras
y confusión tan apetecidas en tiempos de elecciones. Los caudillismos de toda
laya, independiente de su filiación política, manejan esos recursos mejor que
nadie. Si nos ocupamos sólo de América, incluido el mundo anglosajón y
francófono, encontramos que los ejemplos abundan. Al contrario de lo que
recomiendan los procedimientos del derecho, en este caso cualquier cosa que se
diga, cuanto más sucia mejor, puede ser usada en provecho propio. Por eso los mandatarios
gobiernan a través de sus redes sociales: es más efectiva una hábil campaña de desinformación que una buena
gestión de gobierno. De Trudeau y Trump hacia abajo, todos se aseguran una
suerte de inmunidad, sin que sus actos demanden el mínimo rigor ético.
Pero no sólo es
en el campo de la política: los discursos de género, de etnia, de religión o de
militancia en alguna causa, noble o no,
siguen la misma línea de conducta
Por esa ruta, la
prostitución del concepto de derecho alcanzó niveles de degradación que harían
revolverse a pensadores como Kant o Erasmo, para mencionar sólo a dos.
En esa nube de
confusión, los llamados ciudadanos de a pie sucumbimos a cada vez más refinadas
formas de alienación, un virus más letal que los revelados por los
epidemiólogos, porque nos priva de la capacidad de razonamiento y nos impide
formarnos un criterio acerca del mundo y de nosotros mismos.
¿Cómo voy a
respetarme y respetar a otros, si me perdí en medio de la paranoia y la
autocensura?
Con todo, la
vacuna existe. Se llama pensamiento crítico. Si apelamos a ese reducto, dispondremos de elementos de juicio para tomar distancia de
la avalancha que nos arrasa desde el
mundo de la política, de la publicidad y de sectas de todo tipo.
Ustedes se
preguntarán dónde está esa reserva de pensamiento crítico. Para empezar, aunque
muchos no lo crean, está en el legado de quienes nos precedieron en el mundo. Y
no me refiero a los grandes pensadores y poetas, sino a los descubrimientos cotidianos de quienes aprendieron en el camino conceptos como ética y moral,
fundamentos de toda forma de respeto. Son el soporte de las viejas religiones o de axiomas
heredados de los griegos y tomados por ellos de viejas sabidurías orientales:
el budismo es un buen ejemplo de respeto por toda criatura viviente.
Así las cosas,
no es absteniéndonos de pensar y de formular nuestras opiniones en público como
podremos recuperar algo de lo perdido. Todo lo contrario: si volvemos a las
fuentes, estaremos mejor dotados para responder con altura al insulto y a la difamación. Al ojo por ojo verbal o audiovisual podremos replicar con ideas
vigorosas y, sobre todo, claras, precisas y concisas. Si seguimos ese sendero nos
descubriremos de nuevo frente a lo más sencillo: que un argumento bien
fundamentado lo puede todo frente a todas las variantes posibles de la
maledicencia.
A esa altura del camino, a lo mejor el concepto de respeto empiece a recobrar su antiguo valor.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=ZiMurnldYqU
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