martes, 31 de octubre de 2023

Tres mapas del infierno

                           

                  


                         



                                      Yo no quiero comodidad.

                                      Yo quiero a Dios, quiero poesía,

                                      quiero peligro real, quiero libertad,

                                      quiero pecado.

 


El corazón del Estado Único

 

La declaración de principios inicial pertenece a John, apodado El Salvaje, personaje clave de la novela Un mundo Feliz del escritor británico Aldous  Huxley, ocho años posterior a Nosotros, del ruso Yevgueni Zamiatin, publicada  primero en inglés en 1924 y  seis décadas más tarde en ruso, en 1988, durante el llamado deshielo previo  a la desintegración de la Unión Soviética.

La misma Unión Soviética que empezó con la promesa de instaurar en la tierra el paraíso de los trabajadores, el regreso a una improbable Edad de Oro y no tardó en convertirse en pesadilla para millones de seres humanos, como sucede con todas las promesas que hablan de la humanidad en abstracto, como si se tratara de un gigantesco bloque monolítico y no del siempre impredecible resultado de las relaciones y choques entre seres disímiles y movidos por distintos intereses.

El Salvaje, si bien fue concebido por Huxley, puede ser el punto de fuga que nos permita trazar una línea común entre las tres grandes novelas distópicas del siglo XX: Nosotros, 1984 de George Orwell y la mencionada Un mundo Feliz.

 Es más, los protagonistas de las tres obras podrían desplazarse entre ellas por una suerte de pasadizo secreto. Por ejemplo, trasladado a la novela de Zamiatin, El Salvaje podría devolverle el equilibrio a un mundo enfermo por exceso de racionalización, donde se rinde culto a Frederick Winston Taylor, ingeniero mecánico norteamericano, célebre por sus fórmulas enfocadas a la organización científica del trabajo que, un siglo después, siguen inspirando a muchos capitanes de empresa en el mundo entero.

Son tantas las similitudes, que en todos los casos el concepto de Estado Único vale para el tipo de sociedad que se ha implantado.

Si Taylor es un profeta, Henry Ford es la divinidad y su célebre automóvil T Ford, el camino a seguir   si se quiere alcanzar la felicidad sobre la tierra. Tanto, que en lugar de la cruz de los cristianos, el gran símbolo del mundo fordiano es una T, ante la que todos deben postrarse. A diferencia del cristianismo, en este mundo no hay un antes y un después de Ford, porque la historia del Estado Único empieza con él.

Un detalle: en la Tabla de valores del Estado Único, nociones como el alma, la soledad, la libertad o la individualidad son enfermedades incurables, estorbos para el propósito último de limitar lo infinito, que es el suelo donde florecen la belleza y la poesía, conceptos altamente subversivos, porque “Los poetas siempre llegan a Marte primero que los científicos”, según sugiere un disidente y eso constituye en sí mismo una herejía intolerable.

El narrador de Nosotros es D-503, ingeniero encargado de diseñar, poner en marcha y capitanear El Integral, la nave creada para llevar el mensaje de El protector y de replicar su modelo de sociedad en todos los rincones del universo. En el Estado Único no hay nombres personales: eso supondría la existencia de individuos, lo que representaría una amenaza para los propósitos del poder.  Los individuos piensan, dudan, sueñan, cuestionan y, para colmo, se enamoran, razón suficiente para extirpar de cuajo esos síntomas de decadencia. De hecho, al final de la novela asistimos a una escena donde los números hacen fila para someterse a una cirugía de cráneo cuyo objetivo es suprimir el lugar donde nacen todos esos peligros: el génesis mismo de la fantasía. Una vez sometidos a la cirugía todos serán al fin felices, según el modelo fijado por el poder. Y el que no acepte ser feliz será castigado. En el fondo de todo esto subyace una idea: “Si la libertad del hombre es cero, entonces no comete delitos”, lo que equivale a decir que no tiene deseos de transgredir la Tabla de las Leyes.

D-503 lleva un Diario en el que lo anota todo, incluidas sus dudas, y esto lo convierte en ser vulnerable y, por lo tanto, todavía humano. Sus congéneres, los números, habitan una ciudad de cristal y acero donde no hay privacidad; si no hay privacidad no hay Yo y la supresión del Yo da lugar al Nosotros, el Estado Único, la sociedad Fordiana sometida al “Bienaventurado yugo de la razón”.




Desde luego, hablamos de la “razón” según El protector. Los sometidos a ese yugo son incapaces de juicios críticos y morales. De ahí la insistencia en que la velocidad de la lengua ha de ser algo menor que la más infinitesimal parte del pensamiento. Esta idea nos conduce en línea recta a la Neolengua propuesta por El Gran Hermano en 1984, la novela de George Orwell publicada en 1949. En la Neolengua las palabras son despojadas de su sentido inicial, al tiempo que la sintaxis  es quebrantada al punto de  anular el sentido. El resultado, por supuesto, es reducir el pensamiento a su mínima expresión. En últimas el lenguaje deviene aparato ortopédico que sólo sirve para mandar y obedecer.

Pero ya volveremos a 1984 y a Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, publicada en 1932, ambas obras emparentadas con Nosotros, la obra de Zamiatin que por ahora nos ocupa.

En   el lenguaje empobrecido de los habitantes de la ciudad de cristal y acero existe un eufemismo, “Bajar las cortinas”, para referirse al acto de retirarse a cumplir con las funciones sexuales, porque el sexo ha sido reducido a eso, una función que no necesariamente tiene fines reproductivos y es sólo otra manifestación de unos automatismos entre los que ni siquiera la reproducción está contemplada.

Tanto, que al sucumbir a la tentación de engendrar un niño en el vientre de una mujer llamada O, D-503 se convierte en un apestado ante sus propios ojos.

En el mundo del bienhechor todos los esfuerzos se dirigen a un fin último:  que un día no lejano la totalidad de los 86.400 segundos del día estén controlados. Mejor dicho: el sueño de Frederick Wislow Taylor llevado   a s su máximo nivel de perfección. Por esa razón, en este universo hay cuadrículas para todo: el Departamento de Cuestiones Sexuales es apenas una de ellas. También existen El Día de la Justicia y el Día de la Unanimidad, en el que se reelige al supremo bienhechor para la siguiente franja de eternidad- recordemos el propósito de limitar lo infinito-.

Como no podía ser de otra manera, en esas tablas la poesía es tan sólo una función del poder. Eso explica que se fabriquen versos como estos:

“¡Oh”/ ¿Por qué no seré poeta para ensalzarte dignamente/ Oh tabla de las leyes?/ Tú, que eres el corazón y el pulso del Estado Único”.





Un Mundo Feliz: el viaje de Hesíodo

Volvamos con John El salvaje a su patria inicial.

El sueño de vivir en un estado mejor, pleno de felicidad y justicia ha acompañado a los seres humanos en su largo recorrido. Alienta en el mito del Paraíso Terrenal del Antiguo Testamento. Aparece en las páginas de Los trabajos y los días, de Hesíodo. Siglos más tarde lo encontramos en Tomás Moro, en Francis Bacon, en Tomaso Campanella, en Rousseau y, por supuesto, en   Proudhon, Owen, Fourier, Saint Simon y otros que prefiguraron la esencia de la idea comunista de una sociedad sin clases en la que todos los hombres serían iguales y dichosos.

En ese trasfondo debemos leer las novelas de   Zamiatin, Huxley y George Orwell. Los tres escribieron sus más conocidas obras cuando el proyecto de los soviets estaba en marcha a la vez que se percibía el nacimiento de la pesadilla nazi. Vistas así las cosas, no es casualidad que las tres obras (Nosotros, Un Mundo Feliz y 1984), estén llenas de tablas, departamentos y regulaciones dirigidas a eliminar el individuo con su tendencia hacia la duda y el desencanto.

Si en NosotrosHermoso y placentero es solamente lo racional y utilitario”; si los vigilantes o protectores, equivalen a los ángeles de la guarda de la imaginería cristiana, en el mundo feliz de Huxley lo mejor es empezar a levantar muros-  o a limitar lo infinito- desde antes del nacimiento. Igual que en Nosotros “La poesía no es un sollozo dulzón de ruiseñores, sino que, al servicio del Estado se ha convertido en un elemento funcional y útil”. Cualquier parecido con el Realismo Socialista de los tiempos de Stalin o la Revolución Cultural del catecismo maoísta no son mera coincidencia.

El universo de la novela de Huxley se sostiene sobre un dogma: “En una época de tecnología avanzada, la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo”. La ineficacia, el demonio combatido por el método de Taylor y sus prosélitos. Acto seguido se declara que “El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos”.

Para   conseguirlo está la ciencia, asumida en su peor sentido. De ahí que existan entes cono el Centro de Incubación y Condicionamiento, sostenido en la existencia de Sucedáneos del Embarazo para suplir viejos atavismos y conjurar cualquier interrupción en la marcha de la máquina. A resultas de esos las madres no deben ya preocuparse por el cuidado de los hijos, porque son propiedad del Estado.

Como en toda máquina, la garantía de ese mundo feliz se soporta en el perfecto engranaje de las piezas. Al fin y al cabo, la fecha de introducción del primer modelo de automóvil T Ford se considera el momento de inicio de la Nueva Era.  Igual que se hace con los automóviles, aquí cada pieza debe ser manipulada con perfecta precisión. La clave de todo está en la repetición. Eso  explica la obsesión de repetir los individuos a partir de su manipulación genética. Desde su fabricación en el laboratorio- palabras como concepción y gestación están proscritas en tanto rezagos de los viejos tiempos- se les clasifica con el ordenamiento anacrónico del alfabeto griego: Alfas, Betas, Deltas, Gammas, Epsilons, dependiendo de la predestinación genética. ¿Predestinación? Si, ese concepto tan caro a la tradición protestante ha sido adaptado para darle un sentido trascendente al proyecto de su Fordería Mustafá Mond, el  equivalente de El Protector y de El Gran Hermano :  no es cualquier cosa  alcanzar la  felicidad para unas criaturas  proclives al escepticismo y la desdicha. Si cada una de esas piezas fabricadas en el laboratorio lleva inscrito en sus células el rol que han de jugar en el mundo las cosas serán más fáciles.




 Si, además del control genético, se diseña una estrategia de vigilancia, castigo y supresión de disidentes- en todas partes surgen los aguafiestas- el poder dispone de múltiples estrategias para su extirpación. Para los devotos de la cultura existe el sistema de gaseado con Licrorefil. Para conjurar veleidades rebeldes están la hipnopedia y el condicionamiento neopavloviano, por ejemplo. Pero hay más: supresión de libros, voladura de monumentos históricos. Por esa vía se consigue anular el pasado, ese incómodo y peligroso fantasma, creando otro a la medida de la Nueva Era.  A esta altura, encontramos otro elemento en común con las novelas de Orwell y Zamiatin.

Como si esos recursos no bastaran, el régimen tiene las oficinas de propaganda, tan eficaces para los poderosos de todos los tiempos, las escuelas de ingeniería emocional o periódicos como El Espejo Delta, escrito con palabras de una sola sílaba, en prefiguración de la Neolengua de Orwell. Helmholtz Watson, uno de los personajes claves de Un Mundo Feliz, lo percibe con exactitud: “Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente, pasan a través de todo”. De ese razonamiento se desprende algo que los publicistas conocen desde siempre: “Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones   crean una verdad”, según pensaba Bernard Marx, especialista en Hipnopedia, utilizando una frase de un personaje del mundo real: Goebbels, el jefe de propaganda de Hitler, pionero de lo que  después sería bautizado con otro eufemismo: Comunicación Política, para referirse a la mentira pura y dura.

Pero en toda estructura, por sólida que parezca, a la larga aparecen fisuras.  Y en este caso, como bien lo saben los dictadores de todos los tiempos, esas grietas provienen del humor y de los sentimientos, dos características irrenunciables de lo humano. Esos dos componentes se reúnen en la figura de una muchacha llamada, no por casualidad, Lenina, que se enamora del a menudo  apocado y en  otras audaz personaje de Un Mundo Feliz llamado Bernard Marx, en cuyo corazón anida a ratos el bicho de la insatisfacción y de la duda, aunque acabe  sometiéndose  a los designios de la máquina confundida al fin con su creador.

Ese guiño de ironía aparece expresado en etiquetas como “Blues Maltusianos” o en el apellido Engels de otro personaje, síntomas de que la máquina no alcanzará jamás la perfección, porque en su engranaje no se puede ser feliz sino de una sola manera.




 

Los libros que sabemos

“Los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sabemos”, sentencia Winston, el protagonista de la novela 1984, la última de la saga de grandes obras distópicas publicadas a partir de la edición de Nosotros en inglés en 1924.

¿En qué consiste eso que ya sabemos? La parábola de Orwell no deja de repetirlo en cada una de las páginas de su obra más evocada. El poder no puede dormir tranquilo en tanto no haya logrado controlarlo todo. Y ese todo incluye tanto las reglas de funcionamiento de la sociedad como el más escondido pliegue de la conciencia de los individuos.

Como sucede en las novelas de Zamiatin y Huxley, alcanzar esos objetivos exige delimitar el infinito, reducirlo todo a cuadrículas, según el modelo propuesto por el ingeniero Taylor. En 1984 abundan los compartimientos.  En atención al propósito definido en cada cuadrícula, los métodos se enfocan hacia la modificación del pasado según la conveniencia del presente (recordemos la destrucción de libros y monumentos de Un Mundo Feliz donde, además, se aconducta a los niños para que odien los libros y las flores). En 1984 hay caza y destrucción de libros que nos remiten a otra novela de la que no nos ocuparemos en esta ocasión: Farenheit 451, de Ray Bradbury.

En la fabricación del pasado y, por lo tanto, del presente, interviene la Policía del Pensamiento a través de organismos como el Departamento de Novela donde las obras no se crean   sino que se fabrican al ritmo de las necesidades del Gran Hermano, entendido como suprema encarnación del  Partido, o del Estado, esa  figura tan cara a Hegel y Hobbes. También encontramos El Ministerio del Amor y el de la Abundancia. En esas piezas no pueden existir fisuras, porque “Incluso el progreso técnico sólo puede darse cuando sus productos son útiles para disminuir la libertad”. En ese mundo, la familia ha sido reducida a mera extensión de la Policía del Pensamiento

En 1984 también hay un catálogo de conceptos sospechosos: la libertad es uno de ellos. Pero también están, cómo no, el amor, la fantasía, el deseo, todos ellos amenazas para el estado de cosas. Esa sospecha se deduce de las frases que se repiten a modo de consignas por todas partes: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”


Sólo así se entiende la explicación  que O Brien le da a Winston mientras lo tortura:
“ No destruimos a los herejes porque  se nos  resisten. Mientras los resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente; los reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro. Lo traemos a nuestro lado, no en apariencia sino  verdaderamente en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros, antes de matarlo”.

A través de esas palabras, capta uno la honda ironía que se desprende de esta frase de un personaje: “ En el Estado Único todos   tienen el derecho de someterse al castigo”.




Estamos ante el mismo programa de control que recorre las páginas de Nosotros y de Un Mundo Feliz. En algunos casos los métodos difieren. En otros coinciden. Pero hay un detalle que los hermana: el talante letal de todas las formas de poder, independiente del ropaje utilizado para presentarse. En su búsqueda del control absoluto, poco importa si es el modelo diseñado para producir el automóvil T Ford, la manipulación genética o un sofisticado aparato de propaganda. Al final, el poder y sus encarnaciones sólo estarán tranquilos cuando hayan logrado extirpar todo lo que suene a libertad, a crítica, a disfrute  de la vida que no esté prescrito en el catálogo, en la lista de mandamientos.

No es azaroso entonces que en las tres obras el principal síntoma de rebeldía sea el enamoramiento, esa suerte de conmoción interior que puede echar por tierra la sólo en apariencia monolítica estructura del poder.  Cuando Watson y Julia sienten dentro de sí el aleteo del amor, Cuando John El Salvaje   experimenta en sus entrañas el mismo fuego que animó a Romeo y Julieta en la obra de Shakespeare y cuando D-503 es sacudido por la presencia de I-330, la mujer que lo eleva más allá de la satisfacción programada, se están asomando a una de las más antiguas formas de subversión, prefigurada en la historia de Adán y Eva del Antiguo Testamento.

Poco importa si la esclavitud viene envasada en forma de sensación agradable, porque John El Salvaje lo captó con plena lucidez: la felicidad que le ofrecen en una combinación de pastillas y obediencia no contiene grandeza. Sólo la tragedia se acerca a esta última, como bien lo señalaron los   antiguos griegos.

En Un mundo Feliz crean esclavos en el laboratorio. En 1984 lo consiguen con base en propaganda. En Nosotros combinan todas las formas. En las tres novelas la manipulación del lenguaje, es decir,  del pensamiento, es consustancial a los objetivos del poder. Por eso se he hacen enormes esfuerzos para recortar las palabras y dislocar la sintaxis. Si lo consiguen el universo se empobrecerá y será mucho más fácil que las piezas se ajusten al engranaje de la gran máquina.

Sin embargo, con todo y lo pesimista que pueda resultar el panorama trazado por los narradores, el mundo del ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes todavía ofrece grietas. Y por esas grietas se cuelan los bárbaros, los dadores de vida.

 Ese es el clamor de resistencia que llega desde los márgenes como se deduce de las palabras  pronunciadas por John El Salvaje , cuando escucha decir que “ Uno puede llevar al menos  la mitad de su moralidad dentro de un frasco”:

Quieren librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo”, replica.

No sé si Huxley y Orwell leyeron la novela de Zamiatin antes de escribir las suyas. Pero, después de hacer una lectura simultánea y a veces entreverada de las tres, queda la certeza de que miraban en la misma dirección cuando crearon esos personajes asomados con los ojos bien abiertos  al mapa del infierno  que llamamos Historia.

PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Kju1O3laFBw

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