jueves, 7 de octubre de 2010

Érase una vez un juego


“ Nuestros indicadores al final del semestre demuestran que hicimos una buena gestión”. La frase, así suelta, no implica  novedad alguna: es lugar común en esas reuniones donde las empresas hacen balances y saldan sus cuentas. Lo singular  reside en que fue pronunciada por Javier Álvarez, para entonces técnico  del equipo de fútbol Once Caldas,  horas antes de jugar el partido definitivo por la final del fútbol colombiano, un curioso campeonato en el que basta con hilvanar una seguidilla de tres partidos buenos para alzarse con los títulos, aunque no se haya hecho mucho en el resto del certamen.
¡Coño! ¡De modo que el fútbol ahora es un asunto de indicadores y no de  gambetas, goles y  belleza! Exclamó mi vecino, el  poeta Juan Carlos Aranguren, con su español de los Andes contagiado por largas estadías en el Caribe.
- Pues si, le dije. Desconcertado por su asombro ante una noticia tan vieja. Desde que a los entrenadores les dio por salir a la cancha de corbata, como si en  lugar de un partido, estuvieran   asistiendo a un comité de gerencia, ya se podía adivinar lo que nos correría pierna arriba.
Pero  el hombre, tozudo como es, no acababa de convencerse. Insistí  en que no había nada de qué asombrarse. Al  fin y al cabo, quienes amamos el fútbol- el deporte, aclaro, no el tinglado de mafiosos en el que acabó por convertirse su entorno- llevamos más de una década  intentando digerir las declaraciones de Álvarez, un señor que se expresa como si su dialecto  particular fuera el  resultado del cruce entre un pastor evángelico y uno de esos tecnócratas  proclives a  sustituir los argumentos  por una sucesión de cuadros diseñados en power point.  Tratando de consolar al autor del poema  “Erato” le expliqué que los indicadores, como su nombre lo indica, no indican nada, salvo lo que aparece en los cuadros de indicadores. Nada nos dicen del camino recorrido, como tampoco de los   descubrimientos y mucho menos de las dichas y desventuras. Lejos están de contarnos algo sobre lo ricos o irremediablemente empobrecidos que volvimos de nuestras andanzas. Pero Juan Carlos no dio su brazo, o mejor, su pie a torcer. Mencionó al Ballet Azul y las cosas que hicieron Di Stéfano  y Pedernera juntos. Con los ojos humedecidos recordó a Garrincha y su único partido en Barranquilla. Me obligó a jurar que recordaba las atajadas de Otoniel Quintana en los años setentas . Dibujó  en el aire  el gol que le anotó  Pelé a Checoslovaquia  en el mundial de México.
Todo era inútil. Tratando de llevarlo a los terrenos de un sano escepticismo, le dije que a Maradona no lo expulsaron del mundial de 1994 por meter perico, pues eso todo el mundo lo sabía, empezando por los gringos que organizaron el torneo, sino por rebelarse ante los mercachifles de la Fifa , que los obligaban a jugar los partidos a medio día, en pleno verano del hemisferio norte, para cumplir con los jugosos contratos  pactados con las cadenas de televisión europeas.  Le repetí que cada  magnate de dudosa reputación es propietario de un equipo, así en Europa como  en América. Cité los nombres de  Abramóvich, Berlusconi, Florentino Pérez, la familia Macri y Joan Laporta.
Como ustedes lo habrán adivinado, todo  resultó inútil. Como única respuesta, el  hombre vaciaba su botella de  ron a un ritmo cada vez más peligroso mientras, a modo de letanía, repetía  la frase  a la que esta columna le debe su título.

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